REPORTAJE

Solos y repudiados por las autoridades: la vida de los niños migrantes atrapados en Melilla

Las pupilas de Omar permanecen fijas en el cielo apagado. Su espalda se funde lentamente contra el hormigón.

—Omar, te toca.

Omar continúa con la mirada quieta buscando las alturas.

—¡Vamos! Es la hora.

Tarek se acerca.

—Eres el primero —le dice mientras le patea el costado.

Omar murmura mientras se incorpora, se acerca a la valla y suelta una cuerda al vacío previamente atada a una farola. Después, desaparece con ella. Se escucha un leve impacto contra el suelo y empieza a correr hasta esconderse en un rincón entre el quitamiedos y la pared del edificio.

Tarek observa a su alrededor, una selva de cemento y roca donde decenas de miradas deslumbran, unas con miedo, otras con deseo de que acabe la espera. Cerca de 20 niños permanecen en silencio ante la escena. Es el riski: término empleado por los menores extranjeros no acompañados para referirse al intento de trepar la alambrada que separa la ciudad de Melilla del puerto con el objetivo de esconderse en alguno de los barcos que zarpan a la Península. Han escapado de su país de origen pero la ciudad autónoma española no es su destino final. Para dejarla atrás tienen pocas más opciones que arriesgar su vida en el intento.

—¡El siguiente! —grita Tarek en voz baja.

Solo se oye el crepitar de cigarros inhalados con ansia. Bolsas de plástico que se expanden y contraen constantemente. Un grupo de entre 10 y 15 años aspira con fuerza el disolvente o pegamento líquido reposado en el interior de pequeñas bolsas.

—Si no queréis bajar, la cuerda sube —dice Tarek, mientras se arrastra por el suelo para subir la cuerda y no caer al vacío.

Un pequeño muchacho lo detiene y desciende sin apenas darle tiempo al vértigo. Empieza a correr entre filas de camiones y contenedores hasta que desaparece en la oscuridad. Algunos de los espectadores se asoman mientras sus manos se agarran con fuerza a los pequeños huecos de la verja.

Sid, sid ['vamos', en árabe marroquí], nos van a pillar.

Cuatro niños se colocan en fila para saltar uno tras otro. Niños, porque es raro ver a chicas haciendo riski. Nadie mira a los ojos ajenos, nadie se despide, nadie gesticula, solo gritan al de su lado para que le agarre del cuello de la camiseta con firmeza mientras tratan de bajar. Los chicos se arrastran por el suelo hasta encontrar un trozo de verja abierto.

Después, utilizan la cabeza de la farola como la montura de un caballo, consiguen una posición que les permita balancearse con la cuerda y frenar el impacto de cerca de 8 metros de altura que los distancia del piso inferior.

Una gran explanada repleta de chatarra y mercancías los espera. Su objetivo final, encontrar un hueco en el camión donde esconderse y permanecer minutos, horas o días, a la espera de que el vehículo entre en algún barco con destino a la Península.

El riesgo aumenta. En este punto, Soufiane, de 17 años, perdió su pie izquierdo el pasado noviembre tras caer del camión en el que esperaba escondido. Un mes después, el adolescente murió en la cama de su centro de acogida.

Dos semanas antes, Mamadou falleció tras sufrir varias paradas cardiorrespiratorias y bajo la sospecha de haber sufrido una paliza en el centro de menores infractores, como denunció la ONG Prodein (Pro Derechos de la Infancia).

La institución de la que dependen los niños tutelados, la Consejería de Bienestar social, responsabiliza a los menores de su situación, pero las organizaciones especializadas recuerdan: “La muerte de estos dos migrantes es una muestra más de las deficiencias del sistema de acogida de menores no acompañados”, ha señalado Ana Sastre, directora de Sensibilización y Políticas de Infancia de Save the Children en un comunicado reciente. Detrás de las precarias circunstancias en las que viven estos niños, enfatiza la ONG, está un modelo de protección “manifiestamente insuficiente”.

Omar tiene 10 años. Hace meses, consiguió llegar a Málaga. Según indica, volvió a Melilla para recuperar el teléfono de su madre que había perdido en el camino. Finalmente, logró cruzar el Mediterráneo, según ha podido saber eldiario.es. Ahora sí: está en el continente europeo.

“Me pegan todos los días”

Mehdi siempre sonríe. Sonríe mientras descansa su cabeza en el vientre de su amigo, esperando a que se haga de noche para poder saltar. Su rostro cambia cuando descubre que su compañero se ha gastado el poco dinero que tienen en una chocolatina.

—¿Por qué no has comprado fruta? Después tendremos más hambre —le recrimina mientras acepta un trozo.

Mehdi tiene 15 años y nació en Casablanca. Solo deja de sonreír cuando está a solas y recuerda su vida en Marruecos. Sus tres hermanos ya están en Europa. “Dos lo consiguieron por Melilla y otro por Tánger. Todos se han ido”, apunta. Su padre, dice, les abandonó. Su madre migró a Italia. Y asegura que, ya sean policías u otros menores, le pegan “todos los días”, le quitan la ropa y el dinero, le roban si lleva un teléfono móvil y “le amenazan con cuchillos”.

—Dios, ¿por qué me pegan cuando yo solo quiero otra vida? En la calle hace mucho frío, no tengo nada, solo tengo a Dios. A mí nunca me llaman, nadie pregunta por mí. Si tuviese padre y madre, estaría con ellos —cuenta.

El menor decidió marcharse del centro de acogida de La Purísima por las condiciones en las que se encontraba. Como él, son muchos los que han denunciado su saturación, así como “maltratos” en su interior. Mientras el gobierno de la ciudad sostiene que estos menores prefieren vivir en la calle para evitar sus normas, algunas ONG llevan años denunciando que en este centro tienen lugar abusos, chantajes y lo que denominan “violencia burocrática”.

—A los niños en las calles de Marruecos: si tenéis familia, quedaos en casa. No hagáis caso al resto, en Melilla no hay nada —dice Mehdi.

Los tres centros de acogida de Melilla albergan actualmente en torno a 600 menores, 445 solo La Purísima. A pesar de su saturación, el Gobierno local insiste en mantener a los menores no acompañados en la ciudad, en vez de trasladarlos a otros espacios especializados de la Península, como sí se realiza en el caso de los niños migrantes que viven con sus familias. “No llevan a los menores a la Península porque el Gobierno quiere mandar un mensaje de que así no se llega a España”, denuncian desde la Fundación Raíces.

Cuando los padres de Suliman murieron, fue internado en La Purísima. Como tantos otros, escapó.

—Están locos. Dormimos como perros en las literas de las habitaciones, a otros les toca el pasillo. No hay espacio para todos, siempre hay pelea. Tratan muy mal a los nuevos (…) También echan jarabe a la sopa para dormirnos, nadie quiere tomarla. Prefiero vivir en una chabola y arriesgarme —dice Suliman.

Expuestos a los abusos sexuales y a las drogas

Se estima que en Melilla hay alrededor de un centenar de menores en situación de calle, sin contar aquellos que siguen esperando tras la frontera. La mayoría de los niños que sobreviven en esta situación vienen de dos barrios periféricos de Fez. Otros vienen de más al sur, como Kenitra o Er-Rachidia. Los rifeños son el grupo minoritario, con un idioma y cultura distintos. Apenas 10 proceden de lugares como Nador o Al-Hoceima. Unos tienen una familia que los espera; otros, no.

De acuerdo con los datos de Prodein y las declaraciones de algunos chicos, son varios los casos de pederastia por parte de residentes de la ciudad y de violación entre los propios menores. En 2015, dos policías fueron detenidos por abusar sexualmente de un menor a cambio de regalos.

A partir de las 10 de la noche, las mudas rocas del Sira, cobran vida. Así conocen el paseo de rompeolas que separa el mar de la zona portuaria. Decenas de niños comienzan a escalar una gran verja negra que delimita un área prohibida, según indica un cartel.

Los más pequeños son los que tienen más dependencia de las drogas. Dicen que lo dejarán cuando el riski sea cosa del pasado. Un tubo de pegamento cuesta 1,5 euros, lo obtienen en cualquier rastro de la ciudad o en los aledaños de la frontera. Otro pequeño, ajeno a la escena, saca una placa de hachís guardada entre sus genitales.

—Antes de saltar estamos nerviosos. Unos no paran de hablar, varios se tumban, otros beben o fuman, pero el disolvente es lo que funciona mejor. Te metes un poco y te quita todo el miedo, eres capaz de todo, aunque sea una ilusión —cuenta Boika. Acto seguido, aspira su toallita particular. Los efectos son inmediatos.

—La mayoría no nos metemos nada, a veces un cigarro. Estamos mucho tiempo en la calle —interrumpe Ali.

“Hacer 'riski' es lo único que quiero”

Yacine ha traído un móvil. Una decena de niños se acercan curiosos para escuchar cómo conversa por videollamada con su hermano mayor, que vive en Fez. Internet y las redes sociales son las principales fuentes de información, ya sea para buscar nuevas formas de hacer riski o para contactar con aquellos que sí han logrado cruzar al continente europeo. “Mis padres viven en Nador. Siempre me piden que regrese a casa, pero soy yo el que no quiere volver. Llevo aquí un mes y hacer riski es lo único que quiero”, cuenta Ali.

Las razones por la que prefieren sobrevivir en la calle son similares. “Queremos ir a Europa. Quiero tener un coche, una casa grande y una mujer”, dice Khalid. Los destinos más anhelados son los países del norte, especialmente Suiza. Otros eligen países como Holanda o Italia. “El sur de España es de paso. No queremos estar en España. Queremos pasar por aquí porque tenemos familia en el País Vasco o Barcelona”, comenta Khalid.

Van sumando años en Melilla y la prisa de los menores aumenta: alcanzar la mayoría de edad puede suponer el fin de sus esperanzas de pisar suelo comunitario. Varios niños corren entre los camiones de la explanada, una guarda portuaria avisa a más compañeros.

—A quien baje, lo reviento, ¡lo reviento! —grita un guardia civil.

Uno de los barcos zarpa en dirección a Motril, Granada. Nadie sabe si algún compañero ha logrado entrar. Antes era más frecuente intentar alcanzar a nado el barco cuando salía del puerto. No hay datos de cuántos niños lo lograron, muchos se ahogaron. Pero, ahora, el método ha cambiado: es menos arriesgado, dicen, sobrevivir horas entre las mercancías.

—A los siguientes días algunos regresan y sabemos que no lo han conseguido, pero hay otros de los que no sabemos nada, no sabemos si han llegado a España, si los han devuelto a Marruecos, si han muerto —dice Mohammed.

Mohammed hoy no ha querido hacer riski. Mientras camina hacia la salida, se para ante las luces del barco estacionado en el puerto. Mira fijamente cómo los pasajeros cruzan una pasarela para entrar en él.

—¿Cómo es el barco por dentro? A veces pienso una cosa, por qué no podemos comprar billetes como otras personas. Mañana voy a hacer riski —dice Mohammed, un niño.

---

(*) Los nombres de los menores han sido cambiados para preservar su identidad. Algunos de ellos lograron cruzar el Mediterráneo y ahora viven en países como España y Francia.