Esta semana una joven indígena guatemalteca recibió un tiro en la cabeza de un guardia fronterizo en Río Bravo, Texas. Tenía 20 años. Sucedió pocos días después de que Trump dijera en público que no son personas, que son animales. Los migrantes. Algunos migrantes. Señala a un grupo, lo aísla y manipula, lo priva de su humanidad. De vidas, motivos, contexto e historia. Trump habla, otros actúan. Agentes de fronteras en Montana pidiendo documentación a ciudadanos estadounidenses por hablar español. Policías en Detroit bajando de trenes a militares por su nombre y aspecto latino. Racistas gritando en supermercados y cafés a quienes oyen hablar otro idioma o visten diferente. Luego disparos. Muerte.
Palabra de Trump. Un riesgo. Que los exabruptos, poco más que el estribillo pegadizo de una canción mucho más larga, oculten la gravedad real, atemporal, transversal y permanente de los hechos. Que normalicen una política migratoria estable, institucionalizada, antigua. De estado. Sostenida por ambos partidos. Que aplicaron los Clinton y los Bush, también Obama: La necropolítica del desierto.
Para diseccionar esa política y su gravedad, con la intención de fijarla en el tiempo, el espacio, los cuerpos y las vidas, de ofrecer respuestas, quizás incluso un instrumento para la empatía, Jason de León transitó durante varios años la frontera entre Estados Unidos y México a lo largo del desierto de Sonora-Arizona. Su libro The Land of Open Graves: Living and Dying on the Migrant Trail (University of California Press, 2015) es la etnografía más detallada de los cruces fronterizos.
La narrativa oficial convierte al desierto, esa puerta de entrada a Estados Unidos (léase Europa, léase Mar Mediterráneo) en un agente inhumano. Nadie tiene la culpa de lo que haga el desierto. El desierto es sólo un lugar aplastado por el calor que ahoga a quien lo camina en la desesperación y el miedo a no llegar al otro lado, al fracaso de su sueño americano. Cuando el sistema funciona perfectamente, ese monstruo, su clima, mata. Y entrega un cadáver a esas bestias que extraen sangre y vísceras de los cuerpos derrotados por el sol mientras se secan, ofreciendo los huesos astillados al viento, que todo lo borra. Cumple un papel. Niega cuerpos, vidas e historias. Que es tanto como situar el relato migratorio sobre una hoja en blanco. Convierte la manipulación y el exabrupto en posibilidad. En cierta política.
Leer a Jason de León nos permite comprender cómo un gobierno puede apropiarse del castigo del desierto -el miedo a caer en él- para, una vez manipulados ese castigo y miedo, devolverlos deglutidos y convertidos en instrumento al servicio de una necropolítica migratoria. Que lo que sucede en el desierto detenga a los migrantes. Y si no, que los mate.
La estrategia se llama Prevención a Través de la Disuasión. Fue identificada hace un siglo. Se ha aplicado sistemáticamente desde 1994. La administración Clinton decidió por primera vez cerrar huecos en la frontera de El Paso, Texas, y comenzó a construir ese muro-valla del que hoy tanto se habla. A empujar a los migrantes a ese lugar que absorbe la culpa y donde morirán de calor, sed, cansancio y desierto. Para luego ubicar sus cuerpos muertos, devorados y descompuestos, su ausencia, ya desaparecidos, como lanzadera de un mensaje disuasorio: Esto es lo que les pasa a quienes lo intentan, no lo intentéis vosotros. Moriréis.
Volcar la responsabilidad de una política sobre un espacio geográfico implica separarse de ella. El desierto no sólo protege las fronteras sino que exculpa, convertido en colchón sanitario, instrumento de mediación que nos separa de lo que suceda en él. Permite que el mensaje disuasorio, securitario, amenazante, chantajista, invierta su sentido e interpretación. Parezca, incluso, humanitario.
Jason de Leon, antropólogo, profesor, caminante de larga data, le da vuelta a ese aviso. Impide que se convierta en un cheque en blanco. El desierto es un lugar al que se dota de sentido, agencia e intención a través de su uso.
De León propone analizar cómo el caos aparente de lo que sucede en el desierto, la complejidad de los actores implicados y la explicación de su interactuación con el elemento natural están diseñados para que renunciemos a la culpabilidad que conlleva.
Sólo construyendo una etnografía que implique a todos los factores del paso fronterizo a través del desierto y logre comprender cómo han sido incorporados con cierta intención a una cierta política, se recupera y descubre un curso de acción que identifica la responsabilidad de las autoridades. Que ofrece, por tanto, un modo de detener la manipulación del discurso político.
Cuando Jason de León emprende su etnografía a partir de la búsqueda de los desaparecidos en el desierto, la reconstrucción de su transitar, sus vidas y motivos, está ejerciendo una responsabilidad. Responde a una política y un discurso. Resignifica el desierto. Lo convierte en un espacio de obligada empatía y necesaria solidaridad. No podemos llamar animal a quien conocemos. No podemos culparle de que intente migrar. De León, explica, por tanto, que quien lo llama animal, miente.
En el centro, siempre, las personas. Que tienen nombre, vidas, historias y contexto. En julio de 2012, De León llevaba años trabajando junto a grupos de estudiantes en el desierto. Encontraron el cadáver de una mujer. Se llamaba Carmita Maricela Zhagüi Puyas. Tenía 31 años. Había dejado a su marido y sus tres hijos en Cuenca, Ecuador, rumbo a Nueva York. De León se implicó. Ese cadáver recorrió el trayecto que va de desaparecido a historia de vida. De León pasó la navidad de 2013 con la familia de Maricela en Ecuador. Al menos pudo decirle a la madre, Doña Dolores, que los buitres no habían devorado el cuerpo de Maricela. Gracias a esta etnografía, sabemos, al menos, que Vanessa, la hermana, sintió que por saber lo sucedido y hablar con quien había encontrado el cadáver, les sería algo más fácil superarlo. De León escribió: “Necesitaban visualizar la violencia del desierto, algo que podría, de algún modo, hacerla más inteligible”.
Que es, también, dificultar su manipulación para el exabrupto.