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A este niño le llaman brujo

Trinidad Deiros

Kinshasa (República Democrática del Congo) —

Descargan camiones, comen de la basura o mendigan. A menudo, roban y, sobre todo las niñas, se prostituyen. Son niños que sobreviven solos en las calles de Kinshasa, la capital de la República Democrática del Congo, durmiendo en cartones cerca del mercado Gambela, en los barrios populares o en la rotonda Victoria, la encrucijada donde acaban los caminos que llevan a esta ciudad mastodonte de 12 millones de habitantes.

Les llaman shegué –niños de la calle– y son varias decenas de miles. No hay datos oficiales, pero un estudio de Cáritas de 2015 elevó al menos a 30.000 los menores que viven o trabajan solos en las calles de la capital. De ellos, la inmensa mayoría han sido abandonados por sus familias tras ser acusados de practicar la brujería.

A Benoît, que ahora tiene 13 años, lo abandonaron antes de haber cumplido cinco años. Al fallecer su padre, oriundo de la República del Congo –el país vecino al Congo democrático– , Benoît volvió con su madre a Kinshasa para vivir con su familia materna. La mujer enfermó, murió y, al mismo tiempo, su tío perdió su trabajo.

Este tío relacionó la llegada del niño con todas estas desgracias y concluyó que era él quien había traído un sino nefasto a la familia. Es un esquema que se repite a menudo: el miembro más vulnerable de la estructura familiar es quien termina siendo objeto de la sospecha de practicar el ocultismo y de ser la causa de todos los males. Una creencia que ofreció a los parientes de Benoît una explicación de sus problemas, por irracional que esta fuera.

En palabras de Aleksandra Cimpric, investigadora del fenómeno de las acusaciones de brujería contra niños en África, estas supersticiones que muchos congoleños comparten ofrecen “un marco de interpretación del fracaso, de la desgracia y de la pobreza” en países como Congo, donde la miseria va de la mano con la violencia.

Benoît sobrevivió cuatro años en la calle antes de que el centro Bana Ya Poveda, una institución que acoge, escolariza y reinserta a niños de la calle, asumiera su cuidado. Es un chico inteligente, siempre entre los mejores de su clase, explica Bruno Malala Mata, director del centro, pero está muy triste y habla en voz apenas audible. Su talla es pequeña para su edad. “Cuando los niños llegan aquí muchas veces están malnutridos y algunos sufren retraso cognitivo o del crecimiento”, recalca el director.

Como este adolescente, casi todos los niños “brujos” congoleños son huérfanos: de los dos progenitores o de uno de ellos. En muchos casos, la acusación de brujería parte del nuevo cónyuge del padre o de la madre o, como sucedió con Benoît, de los miembros de su familia extensa para quienes representa una boca más que alimentar.

Algunos de estos menores repudiados acarrean otros estigmas: haber perdido a los padres por una enfermedad “maldita” como el sida, sufrir una discapacidad o padecer una dolencia cuyos síntomas son tomados por los de una posesión demoníaca, como la epilepsia.

Las señales que indican a ojos de sus familiares que el niño es un brujo suelen aunar lo banal con lo absurdo. Además de la muerte de un familiar, la pérdida de un trabajo u otras desgracias, hechos tan irrelevantes como que un menor sea nervioso o se haga pis en la cama pueden desencadenar la acusación. El que un niño o una niña tenga altas capacidades intelectuales, una memoria excelente o hable en sueños puede ser visto como un “síntoma” de brujería.

Exorcismos y sectas del “Despertar”

Como la práctica totalidad de estos niños, Benoît pasó por un exorcismo: las “sesiones de liberación” practicadas por sectas protestantes pentecostales conocidas como “Iglesias del Despertar”. Cuando un pequeño es acusado, el paso siguiente es que la familia lo entregue a un “profeta” de una de estas iglesias que, previo pago, confirma que el niño o la niña es un brujo y que hay que exorcizarlo.

El menor queda así encerrado incluso durante semanas en la iglesia, expuesto a sufrir abusos sexuales, obligado a ayunar y a ingerir purgantes. A veces, los pastores amenazan al niño con objetos punzantes o cuchillos ardientes. Todo para que confiese, algo que, aterrorizados, muchos de ellos hacen. Otros resisten.

“Aquí tuvimos un niño que se negó a confesar y que tenía la marca de una plancha en el muslo. A los niños incluso los encadenan”, explica la encargada de formación del Bana Ya Poveda, Jacinthe Nkongolo Mbiya. Este centro, que alberga a 41 niños varones, pertenece a la Institución Teresiana, un instituto católico laico, y se financia con aportaciones del propio instituto, de la cooperación alemana, del grupo empresarial sevillano IC, de un grupo de particulares de Sevilla y Cantabria, así como de instituciones como la fundación asturiana El Pájaro Azul.

Las sesiones de “liberación”, un lucrativo negocio al alcance de cualquier charlatán, no rehabilitan al niño. Incluso si el pastor lo declara “exorcizado”, la familia no lo vuelve a acoger. Además, la confirmación, por parte del pastor, de que el niño practica las artes ocultas legitima a la familia para abandonarlo.

Así, el menor es arrojado a las calles, donde para sobrevivir termina uniéndose a bandas de menores conocidas como écuries (caballerizas o escuderías en francés). Para entrar en ellas, el niño sufre ritos de iniciación que, sobre todo en el caso de las niñas, a menudo incluyen una violación por parte de adolescentes de más edad.

De cualquier manera, según las asociaciones que trabajan con ellos, incluido el centro Bana Ya Poveda, prácticamente todos sufren abusos sexuales, físicos y psicológicos mientras están en la calle. Estos menores solos son, además, presas fáciles para las redes de tráfico, que los obligan a cometer delitos en beneficio de los delincuentes bajo pena de ser severamente castigados.

Víctima de traficantes y tuerto

En la cancha de baloncesto del Bana Ya Poveda, tres niños de entre 13 y 9 años están sentados en el suelo fabricando una cometa con palos y plásticos. Son hermanos y el más joven, Emmanuel, es tuerto. Estos tres niños fueron expulsados de su casa en Tshikapa, en la provincia de Kasai, por su padre, que los acusó de haber matado a su madre con brujería.

Luego cayeron en una red de tráfico que los trasladó a Kinshasa. Los hermanos no cuentan nada de su traficante pero, cuando el personal del centro llevó a Emmanuel a un oftalmólogo, el médico confirmó que su ceguera se debe a un fuerte golpe en el ojo.

El centro Bana Ya Poveda financió una operación para este niño en un hospital local que no dio fruto. El pequeño no ve por ese ojo y “puede que necesite un trasplante de córnea”, un imposible en Congo, explica la educadora Josephine Kahambwe. Su única posibilidad sería un traslado a un país rico que asumiera el coste de la intervención.

Los educadores no saben quién traficó con los tres hermanos. Sí identificaron al traficante de otro de sus niños, un criminal al que denunciaron a la policía. El individuo fue detenido pero entró por una puerta en el calabozo y salió por la otra. Este delincuente, que “debe de tener a alguien poderoso detrás”, deplora Jacinthe Nkongolo, no solo ha quedado impune sino que ha amenazado a algunos educadores de la institución.

En el Bana Ya Poveda los niños vuelven al colegio y se forman al mismo tiempo en un oficio. Benoît ha terminado primaria, está aprendiendo el oficio de zapatero y sueña con ser abogado. Como con el resto de menores, el centro está mediando con su familia para intentar una reinserción progresiva bajo supervisión.

Muchas veces, los educadores convencen a las familias de que el pequeño no es un brujo; otras, la superstición pesa demasiado. La familia de Benoît no ha reconocido su error. En Congo, un país de cultura mayoritariamente bantú, el individuo es secundario y lo que importa es la familia y la comunidad. Quizás por ello, pese al recuerdo vago y doloroso que pueda tener de sus parientes, Benoît dice querer “vivir en familia”. El director del centro recalca cómo estos niños “perdonan siempre; quieren siempre. No son rencorosos”.

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Nota: Los nombres utilizados en este artículo son ficticios con el fin de preservar la identidad de los menores.