Los ojos de Razia Sultana solo se iluminan en un momento de la conversación: cuando habla de Arakan. Es el antiguo nombre del estado de Rajine, al este de Myanmar, habitado por la población rohingya, etnia a la que pertenece. Sultana sonríe. “Era una tierra hermosa”, dice sobre el lugar que la vio nacer. Su tierra. Aquella que dejó atrás junto a sus padres cuando aún era una niña para instalarse en Bangladesh.
El resto del tiempo, su rostro se ensombrece. Entorna los ojos hasta casi cerrarlos. Revive sus recuerdos, que se repiten como flashes. Habla de la gente a la que ha visto llegar desesperada desde el otro lado de la frontera. Llorando. Asustados. Hambrientos. Heridos. Embarazadas. Varados “en tierra de nadie”. Huyendo sin parar de la violenta campaña desatada por el Ejército de Myanmar contra la población rohingya el 25 de agosto de 2017, que provocó el éxodo de más de 700.000 personas al vecino Bangladesh y fue calificada por la ONU de “limpieza étnica de manual”.
Sultana cierra los ojos para poder poner palabras a la crudeza de lo presenciado en los últimos años. Porque, insiste, la violencia contra esta minoría musulmana y apátrida no estalló de un día para otro. “No es algo que explotara de repente. Lleva ocurriendo desde 2012. Fue poco a poco. En 2016 era masiva, y en 2017 estaba fuera de todo límite. Matan, violan... simplemente los empujan a irse. Si te quedas en tu tierra, tienes que soportar este tipo de atrocidades”, sostiene en una entrevista con eldiario.es.
Abogada, investigadora y profesora. En 2016, comenzó a recabar los testimonios de mujeres que se marcharon de Myanmar tras sufrir violencia sexual o la pérdida de sus maridos y sus hijos. Pero fue un año después cuando, dice, “se rompió por completo”. “Sentía que tenía que hacer algo, es mi comunidad. Renuncié a todo lo que tenía y me instalé en una zona del campo”, confiesa, antes de reconocer que su labor no ha estado exenta de restricciones. Se centró en el trabajo con las mujeres porque asegura que han sido las más afectadas por la violencia contra los rohingyas.
Desde entonces, ha conocido de primera mano y documentado las historias de mujeres y niñas refugiadas en Bangladesh. Historias que coinciden con las numerosas denuncias de “violaciones y violencia sexual a escala masiva” por parte del Ejército birmano lanzadas por ONG internacionales y expertos de Naciones Unidas. El resultado son dos informes: Testigo del horror, de 2017, y La violencia sexual como arma contra los rohingya, publicado el año pasado. Este jueves, ha estado en Madrid para contar su experiencia en La Casa Encendida, en una conferencia organizada por la asociación Mujeres de Guatemala.
Un espacio para recuperarse de la violencia sexual
Sultana las escucha y les proporciona un espacio seguro. Fundó la ONG Rohingya Women Welfare, con la que brinda apoyo en los campamentos de Cox's Bazar a las mujeres supervivientes de violencia sexual para luchar contra el trauma. “Si sabemos que son víctimas, tratamos de no hacerles muchas preguntas. He llegado a ver en un solo día a más de 15 chicas violadas. Solo me sentaba a su lado”, relata.
“A una niña le pregunté cuántas veces la habían violado y dijo: 'Solo tres, y por eso pude sobrevivir'. Había otras chicas que habían sido violadas 12, 14 veces. Son niñas que iban al colegio. Un grupo entero de militares las violó, a veces enfrente de familiares. La violación está siendo usada como un arma, una máquina asesina, para empujar a las mujeres a morir desangradas. Vienen mujeres con mordiscos, con cortes en la cara...muchas”, asevera la activista.
Sultana se muestra preocupada, además, por las dimensiones que ha alcanzado el acoso y el hostigamiento que, dice, llevan tiempo sufriendo las mujeres rohingyas en Myanmar, país de mayoría budista donde la etnia no tiene reconocida la ciudadanía ni la libertad de movimiento en un sistema que organizaciones como Amnistía Internacional califican de “apartheid”.
“El acoso se ha vuelto una cosa normal. En nombre de la seguridad, todo el rato, rodean a las mujeres, las registran. Es un tipo de acoso, porque lo que describen las mujeres no son cacheos, porque a lo mejor les tocan las partes íntimas. Esto también hace que las mujeres se sientan desnudas. No tienen ningún respeto por ellas. 'Llegan, ponen sus manos en nuestros cuerpos. ¿Por qué tenemos que soportar esto?', dicen ellas”, ejemplifica.
Además, desde su organización tratan de combatir la violencia machista, la trata o los matrimonios infantiles. O hacer más llevadera la precariedad de la vida en los campos. “Muchas mujeres se recluyen en una habitación, a veces incluso no saben quiénes son sus vecinos, no hablan con nadie por miedo, desesperación o trauma. Se quedan en casa, haciendo tareas domésticas o nada. Tratamos de que se recuperen, que cojan aire fresco y que compartan experiencias unas con otras, porque es una vida de desastre”. Y recuerda lo que le dijo una de las habitantes del campo: “Un día es como un año para nosotras”.
“Para el mundo no somos seres humanos”
En abril del año pasado, llevó todas estas historias al Consejo de Seguridad de la ONU. “Hoy hablo en nombre de mi pueblo, que han sido expulsados de nuestra patria. De donde vengo, las mujeres y niñas, han sido violadas, torturadas y asesinadas por el Ejército de Myanmar, por ninguna otra razón que por ser rohingya”, dijo en su presentación.
A los pocos meses, en agosto, la misión de investigación de la ONU, a la que Sultana asegura que también presentó “muchas pruebas”, identificaba “elementos de genocidio intencional”. Un mes después, la Fiscalía de la Corte Penal Internacional (CPI) abría un examen preliminar para investigar la supuesta comisión de delitos como desplazamientos forzados, homicidios, desapariciones forzadas, destrucciones y saqueos. También estaba la violencia sexual. En noviembre, Facebook reconocía el papel clave de su plataforma en la difusión del discurso del odio contra los rohingyas.
Sultana celebra estos pasos, pero considera que no son suficientes. “En Myanmar es como si nos dijeran que no tenemos derecho a vivir, que somos como insectos o lo que sea, que no somos seres humanos. Los rohingya, para el mundo, no somos seres humanos. Si lo fuéramos, quizás ya se habría pasado a la acción o presionado al Gobierno”, recalca.
“Hay miles y miles de pruebas que muestran un plan ideado para asesinar a la gente, de genocidio, de violencia contra las mujeres. Tienen que pasar a la acción, no están haciendo nada, ¿qué más necesitan? Deberían frenarse los negocios con Myanmar, la vida de la gente está por encima, pero no. Es simplemente un: 'Fuera, no os necesitamos'. Pero tenemos derechos y esto debe terminar”, critica la abogada.
La investigadora suelta un suspiro profundo de evidente resignación cuando se le menciona un nombre: Aung San Suu Kyi, Nobel de la Paz y líder de facto del Gobierno birmano. Su actitud tras la ofensiva del Ejército birmano fue la gota que colmó el vaso para muchos que hasta entonces eran sus admiradores. Sultana estaba entre ellos. “Ha sido una gran decepción. Hablamos de una Nobel de la paz, mujer, una luchadora. Muchos dicen que no tiene autoridad, que no tiene poder, que no puede decir nada, pero está negando cada acusación. Antes la admiraba, ahora me siento decepcionada”, resume.
Tras meses de negociaciones, las autoridades birmanas y bangladesíes acordaron iniciar el pasado noviembre la repatriación de los desplazados, pero nadie quiere regresa. Sultana advierte de lo mismo que varias agencias de la ONU: aún no se dan las condiciones para que vuelvan a Rajine.
“Tienen que regresar con ciudadanía. No pueden volver para quedarse en campos de refugiados. Se les debe asegurar que tienen su propia tierra”, apunta la mujer. “Recuerdo que cada vez que sabía que iba, bailaba. Aunque esa tierra nunca me aceptó, siempre era una turista. Ojalá pudiera ir como una ciudadana, aunque aún no es posible. Pero espero que mis hijos puedan. Es nuestra tierra”, concluye con los paisajes de Rajine clavados en la memoria.