En las semanas previas a la caída de Kabul, mi mente estaba extrañamente tranquila. Hay un momento, justo antes de que el mundo se desmorone, en el que los seres humanos casi creen que pueden revertir la secuencia de acontecimientos que los ha llevado hasta ese punto: un destello de pensamiento mágico mediante el cual son capaces de hacer que exista una realidad diferente.
El 2 de julio, el día en que Estados Unidos abandonó la base aérea de Bagram, me desperté en Londres con un dolor de cabeza espantoso. Mi teléfono estaba plagado de mensajes de incredulidad. “Siento mucho esto”, escribieron algunos amigos. Pero no podían poner nombre a “esto”. Yo tampoco podía.
Nunca había estado en la base aérea de Bagram, pero sabía que era la gigantesca capital del poder estadounidense en Afganistán. Una fortaleza impenetrable a unos 50 kilómetros al norte de Kabul que había albergado a decenas de miles de tropas durante casi dos décadas, junto con la última tecnología militar, una cárcel en la que se había torturado a detenidos, un balneario en el que los soldados podían hacerse la manicura y puestos de comida rápida que vendían hamburguesas. ¿Cómo habían abandonado los estadounidenses esta ciudadela cuidadosamente diseñada sin decírselo a nadie?
“Se han ido en la oscuridad de la noche, como ladrones”, dijo mi padre en nuestra casa de Londres, ocultando a duras penas su conmoción al levantar la vista de su tableta. Llevaba días pegado a las noticias. Tenemos familia y amigos en Afganistán y nos preocupaba lo que pudiera pasarles si la situación empeoraba.
Una vida en el exilio
Nací en Afganistán y pasé allí la mayor parte de mi infancia. Cuando tenía 11 años, mi familia huyó de Kabul, desplazada por la guerra. Vivimos como nómadas durante cuatro años, esperando volver a nuestro hogar. En los años 90, mientras las distintas facciones se disputaban el poder, seguíamos creyendo que volveríamos a casa. Pero cuando los talibanes tomaron el poder en 1996, esa esperanza se hizo insostenible y acabamos en Londres, pidiendo asilo.
En el momento en que mi familia se exilió, los afganos aún sufrían las consecuencias de la larga guerra subsidiaria que Estados Unidos y Rusia habían librado en el país durante la mayor parte de los años 80. En plena Guerra Fría, EEUU había ayudado a equipar y entrenar a las milicias afganas para que lucharan contra el Gobierno comunista respaldado por los soviéticos. Ambos bandos cometieron atrocidades terribles y la población civil afgana quedó atrapada en medio del conflicto. A lo largo de este brutal choque de imperios, EEUU prometió prosperidad a los afganos una vez que los rusos fueran derrotados.
Durante este periodo, Afganistán estuvo en el centro de la política exterior estadounidense. En 1982, Ronald Reagan proclamó el 21 de marzo como el Día de Afganistán “para conmemorar el valor del pueblo afgano y condenar la continua invasión soviética de su país”. Al año siguiente, invitó a los muyahidines a la Casa Blanca en calidad de defensores de los derechos humanos. Pero nada de esto trajo seguridad para el pueblo afgano. Por mucho que los afganos hayan intentado hacer valer esta alianza, la característica principal de la relación entre EEUU y Afganistán siempre ha sido la fuerza.
Cuando era pequeña, leí un cuento ruso en el que un rey cruel imponía a un hombre –cuya esposa codiciaba– una serie de tareas extenuantes con la esperanza de que el hombre desapareciera y no volviera nunca. Una vez que el hombre terminaba todas las tareas, el rey le encomendaba una misión imposible: ve no sé dónde, consigue no sé qué.
Furiosos tras el 11-S, los estadounidenses invadieron Afganistán apoyados por 42 países, entre ellos Reino Unido. Su objetivo era acabar con Al-Qaeda y los talibanes. Tras haber lanzado suficientes bombas en un país tan devastado por la guerra que apenas podía albergar vida, Estados Unidos impuso a los afganos una serie de tareas imposibles con el fin de reconstruir Afganistán a su manera.
Los afganos lo intentaron. Después de 20 años —durante los cuales surgieron una democracia frágil, universidades, una comisión de derechos humanos, el concurso televisivo Afghan Idol, Barrio Sésamo, cafés con temática de San Valentín en Kabul, un pequeño mercado de uvas y granadas (las mejores uvas y granadas del mundo) y toda una generación de jóvenes afganos deseosos de una vida mejor—, la historia se tornó mucho más oscura. Los afganos que vimos cómo EEUU firmaba un acuerdo de paz con los talibanes en febrero de 2020 teníamos la sensación preocupante de que podíamos ver lo que se avecinaba, de que no podíamos hacer nada para evitar el desastre inminente.
La caída de Kabul
El domingo 15 de agosto, 18 meses después, Kabul cayó en manos de los talibanes. Me había cogido unos días libres de mi trabajo como directora de una ONG en Grecia que ayuda a los refugiados a afrontar la violencia y el desplazamiento. Me encontraba en un pueblo de Gloucestershire. Cuando llegaron las noticias, chocaron contra la perfecta campiña inglesa que me rodeaba. Esa mañana había estado caminando por el bosque tratando de despejar mi cabeza de las noticias nefastas que había estado siguiendo minuto a minuto.
Están a las puertas, escuché, primero en mensajes de amigos en Kabul, después en las noticias. A las puertas sonaba medieval. Al igual que Constantinopla, Kabul estaba sitiada. Los mensajes seguían llegando: están a las puertas, pero no quieren luchar. Quieren un acuerdo con el Gobierno. Están a las afueras de la ciudad. Quieren tomar la ciudad sin disparar ni una bala. Están dentro de la ciudad. Un amigo me envió un vídeo que había hecho mientras paseaba por su barrio en Kabul. Las calles, normalmente bulliciosas, estaban desiertas. Se podía oír la tensión y el miedo en su voz mientras describía en voz baja la escena.
La gente acudía en masa al aeropuerto. Una amiga que debía volar ese día entró en pánico cuando cancelaron su vuelo. Me envió un mensaje en el que decía que se habían suspendido todos los vuelos comerciales. Las imágenes de cientos o quizás miles de personas esperando fuera del aeropuerto aparecieron en las noticias. Me mantenía en contacto constante con familiares y amigos que seguían en Afganistán, la mayoría de los cuales estaban desesperados por salir. Recibí varios mensajes preguntándome si habría alguna ayuda para las personas que habían prestado servicio en el Ejército o la Policía. “¿Qué será de mí? Fui policía”, preguntó uno.
La gente había pasado meses asustada por lo que se avecinaba. Grupos civiles y cooperantes habían empezado a difundir listas de periodistas, jueces, trabajadores de ONG, artistas y mujeres de Afganistán que habían defendido activamente los derechos humanos, la democracia y el Estado. Eran personas que habían pasado décadas construyendo las instituciones del país y ahora necesitaban salir. En mi trabajo con refugiados, he tratado con cientos de afganos cuyas familias habían sido asesinadas o cuyas vidas estaban bajo amenaza por haber trabajado con el Ejército estadounidense. Bastaban unas pocas semanas de trabajo para que tu nombre apareciera en una lista negra de los talibanes.
Ayudar en las evacuaciones
En 2018, recibí una beca de la Fundación Obama y me inscribí en un programa de dos años de duración que reunía a líderes sociales que trabajan en algunos de los problemas más acuciantes del mundo. En las reuniones a las que asistí en EEUU, conocí a varias personas que habían ocupado importantes cargos en el Gobierno de Obama.
Durante la noche del domingo 15 de agosto y hasta la mañana del lunes, les escribí con la esperanza de que me dijeran qué podía esperar y cuál era el plan de evacuación de EEUU, pero las respuestas fueron vagas y poco claras. Envié correos electrónicos a algunos que ocupan puestos de alto nivel en el Gobierno actual para pedirles ayuda. Les supliqué que no dejaran desamparada a la gente. Nadie me respondió. A medida que el lunes llegaba a su fin y las escenas en el aeropuerto se volvían cada vez más desesperantes, se hizo evidente que no había ningún plan de evacuación y que un gran número de personas se quedaría atrás.
Trabajadores humanitarios, periodistas, exmilitares —personas con cualquier clase de conexión con Afganistán— empezaron a llamar a cualquiera que pudiera ayudar en las evacuaciones. Los contactos más valiosos eran aquellos que tenían conexiones con militares: generales, fuerzas especiales, personas que entendían cómo operar en entornos hostiles y que podían presionar al Gobierno estadounidense para que sacara a la gente.
Civiles que nunca se habían encargado de evacuaciones de emergencia en zonas de guerra de repente se coordinaban con fuerzas especiales a través de grupos de WhatsApp. “Tengo un par de militares ayudándome, hemos llevado a varias familias al aeropuerto y ya han salido”, me dijo un periodista en Nueva York. Una de las mujeres del grupo estaba embarazada y el periodista temía que el estrés la hiciera ponerse de parto antes de tiempo, pero lo logró.
La confusión sobre los requisitos para la evacuación empeoró una situación ya de por sí caótica. Yo ayudaba a recopilar los documentos que la gente debía presentar para poder ser evacuada, pero cada vez que conseguía los, según creía, papeles correctos, llegaba una serie de instrucciones diferentes de la embajada estadounidense en Kabul. Los constantes cambios en las reglas hacían casi imposible la salida de quienes estaban en peligro. Muchos de los que figuraban en las listas de evacuación habían destruido sus documentos por miedo a ser objetivo de los talibanes.
Sentada en mi escritorio, mirando los nombres de las personas que querían irse, sentí una tristeza que no podía poner en palabras. Cada nombre representaba toda una vida. Personas que habían pasado años intentando cambiar las cosas se veían ahora obligadas a dejar su trabajo, sus familias y sus hogares y a exiliarse. Afganistán iba a ser lugar más oscuro sin ellas.
Me mareé. Solo un par de semanas atrás había estado trabajando para frenar la deportación de un compañero afgano de Grecia. Muchos países europeos habían estado deportando afganos hasta el día en que cayó Kabul, argumentando que Afganistán era un país seguro.
Sueños, mensajes y fotos
Cuando los talibanes entraron en la ciudad el domingo, las personas con las que estaba en contacto, tanto dentro como fuera de Afganistán, especulaban sobre el destino del Gobierno afgano y del presidente Ashraf Ghani. A las pocas horas, Ghani estaba recluido en su propio palacio, con un destino incierto. Había prometido quedarse y liderar al pueblo durante la crisis, pero al final del día ya había abandonado el país junto con sus asesores más cercanos. Cuando hablé con un amigo que había trabajado en la campaña electoral de Ghani, parecía tan sorprendido como yo. “No pensaba que Ghani se fuera a ir”, dijo.
La marcha de Ghani destruyó todo resquicio de ánimo. Mi teléfono se llenaba de mensajes provenientes de Kabul. Una amiga que estaba en el aeropuerto esperando a ser evacuada me envió un mensaje de texto que decía: “Se acabó”. Todas las especulaciones sobre la posibilidad de algún tipo de reparto de poder habían terminado con la salida del presidente. ¿Cómo se podía esperar que la gente de a pie opusiera resistencia?
La catástrofe es una experiencia que se siente. Cuando me enteré de que Ghani había abandonado el país, me dio un vuelco el estómago y, en vez de mi cuerpo, lo único que podía sentir era un dolor sordo. No me imaginaba lo que sucedería después.
Mientras Kabul se desintegraba, apenas dormía y, cuando lo hacía, mis sueños estaban llenos de magia. En un sueño, me desdoblaba en varios personajes: un hombre mutilado, una mujer con una espada, una chica azul que podía volar. Me despertaba e inmediatamente cogía el teléfono. La mañana siguiente a la toma de la capital por los talibanes, me desperté con una nota de suicidio que una mujer de Kabul había enviado a un grupo de WhatsApp en el que yo estaba. “Estoy tratando de ser fuerte, pero no puedo”, escribió.
Otra mañana, me desperté con las fotos de un amigo ensangrentado y magullado. Había intentado llegar al aeropuerto después de recibir un correo electrónico de la embajada de EEUU en el que le decían que podía subir a un avión, pero los talibanes le golpearon cuando intentó pasar un puesto de control. Nunca llegó a salir de Kabul.
A las 48 horas de tomar Kabul, los talibanes ya habían establecido puestos de control por toda la ciudad, lo que hacía casi imposible llegar al aeropuerto, donde los soldados extranjeros subían a las personas a aviones de carga que las llevaban a países de todo el mundo, como Albania, Kosovo, Ruanda, Estados Unidos y Reino Unido.
Qué llevarse en plena huida
Las negociaciones respecto a qué países que acogerían a estos refugiados se vieron condicionadas por las políticas hostiles y racistas de Europa y otros países. Una antigua compañera que llevaba algunas de las negociaciones me contó que varios países estaban dispuestos a acoger a personas vulnerables siempre y cuando no se hiciera público. En una reunión le dijeron: “Podéis traerlos aquí, pero no esperéis ningún recibimiento oficial por parte del Gobierno”. A veces los afganos despegaban sin saber dónde iban a aterrizar. Su destino se negociaba mientras estaban en el aire y acababan aterrizando en un país desconocido al que nunca habían pensado en ir.
El Ejército estadounidense custodiaba el aeropuerto, pero no quería ayudar a la gente que intentaba llegar hasta allí, por lo que sacar a las personas de la ciudad se convirtió en una tarea mayoritariamente civil.
Los mercenarios se aprovecharon de la oportunidad y se lanzaron a ofrecer servicios de taxi hasta el aeropuerto. Un contratista militar privado, dirigido por el fundador de Blackwater, anunciaba en Internet sus servicios en Afganistán. Por 6.500 dólares por persona, o a veces más, transportaban gente al aeropuerto y a un avión. Todo lo que tenías que hacer era demostrar que podías pagarlo. Las ONG y los grupos civiles bien financiados empezaron a utilizar el servicio para sacar a su gente.
Algunas personas se vieron obligadas a hacer varios intentos para llegar al aeropuerto, arriesgando sus vidas en cada ocasión. Una jueza, que había sido líder en la lucha contra la corrupción, intentó llegar al aeropuerto siete veces. Los responsables de los convoyes le habían dado instrucciones para que se encontrara con ellos en el hotel Serena en Kabul, pero cada vez que llegaba le daban una razón diferente por la que el convoy no salía. Cuando llegó al aeropuerto, le resultó imposible pasar entre los cientos de personas que esperaban para atravesar las puertas.
El estrés estaba pasando factura a quienes coordinaban las evacuaciones sin siquiera saber cómo iba a acabar todo. Las personas se derrumbaban al teléfono, sollozando desconsoladamente. Tenían que tomar decisiones imposibles. ¿Quién era lo suficientemente vulnerable como para estar en una lista? ¿Qué determinaba que una persona fuera considerada dependiente? ¿Adónde podían ir?
Los evacuados se preguntaban qué debían llevar consigo. Imagínese que en unas pocas horas tuviera que dejarlo todo atrás. ¿Qué se llevaría? ¿Su almohada? ¿Sus fotografías? ¿Tal vez una pequeña alfombra que le regaló su padre? ¿Sus cuadernos? Un amigo mío que estaba esperando a ser evacuado me envió varias fotos de sus maletas, preguntándose qué se consideraba un equipaje apropiado para un avión militar. No tenía idea. ¿Hay que llevar ropa de abrigo por si acabas en Albania o algo diferente por si aterrizas en Uganda?
Algunos de los que tuvieron la oportunidad de marcharse se vieron obligados a elegir entre quedarse junto a sus familias o seguir con vida. Todos los afganos con los que estuve en contacto durante esas pocas semanas —aquellos que estaban en el país y quienes, como yo, se habían ido hace años— sufrieron el trauma y el agotamiento. Cada vez que un avión despegaba del aeropuerto de Kabul destrozaba una vida y rompía una familia.
Otro amigo, un periodista que había pasado toda su vida en Kabul y a menudo era abiertamente crítico con los talibanes, estaba ansioso por irse. Los talibanes iban de puerta en puerta, registrando nombres y amenazando. Él se iba de una casa de un pariente a otra, escondiéndose. Hablábamos a diario y yo intentaba encontrar una plaza en un convoy hacia el aeropuerto y asientos en un avión para él y su familia.
Finalmente, llegaron. Estaba durmiendo cuando recibí una llamada a las cinco de la mañana de parte de alguien en Estados Unidos que estaba ayudando en las evacuaciones. Había plazas en un convoy que salía ese mismo día y me pareció lo suficientemente seguro como para sugerírselo a mi amigo. Envié los nombres y luego llamé a mi amigo. “Haz las maletas”, le dije. “Alguien te llamará para decirte dónde debes encontrarte con ellos”. Colgué y me puse a esperar una respuesta.
Las horas pasaban. Tenía muchas cosas que hacer, pero miraba el teléfono cada dos minutos. Ningún mensaje nuevo. Mi amigo me llamó varias veces y lo único que podía decirle era que la gente que organizaba el convoy se pondría pronto en contacto, pero no había noticias. Y entonces sucedió. Los tuits con imágenes de una explosión en el aeropuerto empezaron a llegar. Un terrorista suicida había detonado un coche bomba entre la multitud que esperaba para entrar en el aeropuerto, matando a 169 personas que estaban intentando salvarse a sí mismas y a sus familias.
Envié un mensaje de texto a la persona que organizaba el lugar encuentro en Kabul, pidiendo una actualización. Me contestó que el convoy no había salido. Esa noche me senté en las escaleras que llevan a mi habitación, sin poder moverme. Si el convoy hubiese partido, era muy probable que mi amigo hubiera muerto. Pero como no se había ido, esta única oportunidad de huir del peligro había desaparecido. Qué suerte más espantosa haber nacido en Afganistán, pensé.
Revivir el miedo y el dolor
Ser testigo de la catástrofe desde la ambigua posición de afgana fuera de Afganistán me hizo recordar todos los sentimientos de miedo y dolor que había sentido de niña cuando mi familia temía por nuestras vidas. Mientras tanto, yo trabajaba, al igual que muchos otros en distintos países, en una tarea imposible: hacer algo —cualquier cosa— ante lo que le estaba sucediendo a la gente que estaba en peligro. Ir a no sé dónde, traer no sé qué.
El 18 de agosto, cuando Led By Donkeys, un grupo activista con sede en Reino Unido, se puso en contacto conmigo para sugerirme que grabara un mensaje dirigido a la ministra del Interior, Priti Patel, que sigue deteniendo y deportando a los solicitantes de asilo afganos bajo el pretexto de la “inmigración ilegal”, no lo dudé. A las seis de la mañana, una furgoneta con una pantalla gigante aparcó frente al ministerio para transmitir el vídeo que había grabado con mi teléfono, en el que pedía a Patel que apoyara a los refugiados afganos. Un vídeo del mensaje reproduciéndose ante las ventanas de Interior fue compartido en Twitter, donde ha recibido más de medio millón de visitas.
Como Afganistán era noticia, mi bandeja de entrada se inundó de invitaciones a entrevistas en los medios de comunicación. De repente, la gente quería escuchar a las mujeres afganas. ¿Qué creíamos que iba a pasar? ¿Cómo nos sentíamos? ¿Qué se podía hacer? Algunos entrevistadores estaban mejor preparados que otros. Un periodista comenzó una entrevista preguntándome si siempre me había sentido inferior al crecer en la cultura afgana. Otro me preguntó qué haría para proteger el aeropuerto. Le recordé amablemente que yo no era estratega militar.
Me pareció raro que me pidieran que hablara cuando, durante meses, mujeres afganas como yo habían tratado advertir de la catástrofe que se avecinaba. La mayoría de mis propuestas de artículos escritos por mujeres afganas habían sido desoídas o cortésmente rechazadas, lo que resultaba desconcertante después de que el New York Times publicara en febrero un artículo de Sirajuddin Haqqani, subjefe de los talibanes y terrorista proscrito responsable de la muerte de incontables civiles en Afganistán.
Se avecinan días oscuros
A pesar de la oscuridad, hubo momentos de esperanza. Cuando algunas de las integrantes del equipo femenino de robótica —un célebre grupo de jóvenes científicas— lograron escapar del país, me sentí capaz de relajarme por un instante. La querida estrella pop afgana, Aryana Sayeed, publicó un selfie desde un avión militar, lo que me hizo poner sus canciones y bailar en mi cocina.
Cuando me puse en contacto con los líderes de la comunidad judía de Londres, respondieron con una solidaridad y un apoyo sinceros a las familias afganas en Reino Unido. Muchos reconocieron las experiencias de sus propias familias en las fotografías de los padres entregando a sus hijos a los soldados extranjeros por encima de la valla del aeropuerto.
Pero todas las noches, cuando me acostaba en mi cama e intentaba dormir, lo único que podía sentir era una gran preocupación por lo que iba a pasar después. Me preguntaba por todas las cosas terribles que le esperaban ahora a la gente en Afganistán.
Un par de semanas después de que el plazo de evacuación finalizara, me fui a Grecia. Me centré en apoyar a los refugiados afganos recién llegados, ahora varados por todo el mundo. En Grecia, donde trabajo, el Gobierno ha convertido los campos de refugiados en centros de detención, donde los desplazados son, en su mayoría, afganos.
En Kabul, la mayor parte de los sistemas educativos y sanitarios se ha derrumbado y nueve de cada diez personas no tienen alimentos suficientes. Según la ONU, 14 millones de afganos corren el riesgo de morir de hambre a medida que el invierno se acerca. Sin duda, en los próximos meses habrá más refugiados tratando de escapar de este destino y más afganos que podrían estar reconstruyendo el país se desplazarán.
Los talibanes están cortejando a la comunidad internacional para que los reconozca y legitime y para que continúen enviando ayuda. El sector humanitario se ve presionado a proporcionar apoyo de emergencia en zonas azotadas por la guerra, la crisis climática y una economía al borde del colapso. Se avecinan días oscuros para los afganos de a pie, otra vez atrapados entre poderosas fuerzas que se disputan el poder en la región.
Nadie quería que Estados Unidos se quedara en Afganistán para siempre. Las fuerzas estadounidenses han perpetrado innumerables actos de violencia en el país. Lo que los afganos querían era una retirada planificada que no llevara al hundimiento al Estado afgano ni entregara el poder a un grupo extremista que hoy somete a las mujeres y a las minorías. Pero los afganos que advirtieron sobre este panorama fueron desoídos.
Sigo en contacto con gente de Kabul. Muchos siguen esperando salir. Entre ellos hay personas que nunca habían pensado en dejar su hogar. Una familia ha permanecido en el país a lo largo de los cambios de régimen durante 40 años, con la esperanza de que llegaran días mejores. Ahora, con los talibanes al poder, sus esperanzas para sus hijas, que estaban en la escuela y en la universidad, han desaparecido, y quieren marcharse. “Solo quiero terminar la carrera de Medicina”, me escribió su hija hace unos días. “He trabajado mucho para ello”.
Traducción de Julián Cnochaert.