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El laberinto sin sentido de Ayecha para reencontrarse con su hijo en Canarias: “¿Por qué no nos informan?”

Gabriela Sánchez

Las Palmas de Gran Canaria —
13 de diciembre de 2020 21:37 h

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Varios autobuses cargados de migrantes están a punto de abandonar el campamento de Barranco Seco hacia el sur de la isla. Ibrahim los espera plantado junto a la carretera, bajo la lluvia intermitente, preparado para dejarse los ojos en cuanto circulen junto a él. Ha venido a buscar a su hermano desde Cádiz. Un agente de policía acaba de decirle que, ante la falta de personal para tratar de localizarle, eso es lo único que puede hacer: intentar encontrarle detrás de los cristales y, en caso de localizarlo, golpear el vehículo para tratar de pararlo.

Los autobuses aparecen. Ibrahim corre nervioso intentando reconocer a alguno de los chavales que se encuentran en su interior. Todos visten igual, con el chandal de Cruz Roja, y cubren parte de su rostro con la mascarilla. En cuestión de segundos, busca unos ojos conocidos detrás de los oscuros cristales tintados. Los ve, o cree que los ve. Empieza a gritar, da golpes en el autobús, como el policía le indicó. El conductor para el vehículo. No entiende lo que pasa, dice que nadie puede bajar y continúa su trayecto. 

Ibrahim se lleva las manos a la cabeza mientras ve el vehículo se aleja. Vuelve a hablar con el agente, que intenta ayudarle, sin tener un criterio claro. En ese mismo momento, Ayecha, una mujer marroquí residente en España, corre con su cuñada hacia el coche para seguir el autobús en donde su hijo y su sobrino a un hotel del sur de la isla.

A ellas la Policía no les había indicado lo mismo que a Ibrahim. A ellas les había dicho lo contrario: aunque viesen a su familiar desde la distancia, como lo vieron, no podrían recogerle a las puertas de campamento. Tendría que desplazarse al otro extremo de la isla para reunirse con él, a 54 kilómetros de distancia de donde se encontraban, después de varios días de búsqueda de información sobre cómo y cuándo era posible reencontrarse con su hijo.

Durante estas semanas, decenas de familiares de migrantes llegados en patera a Canarias están viajando a distintos puntos de las islas para intentar localizarlos después de enterarse que su hermano, su hijo o su sobrino han arriesgado sus vidas en el Atlántico. La falta de un canal para informarse sobre el lugar donde se encuentran sus allegados, así como la inexistencia de un protocolo claro a seguir por parte de los ministerios de Interior y Migraciones complican los reencuentros y generan situaciones poco operativas, como las vividas por las familias de Ayecha, Amin*, Ibrahim* y Abdel Hamid.

Las cuatro familias coincidieron hace poco más de una semana a las puertas del campamento de Barranco Seco, donde son detenidos los migrantes tras su desembarco en Gran Canaria durante un máximo de 72 horas para someterles a los trámites de filiación. Las carpas donde son albergados no cuentan con electricidad, por lo que, aunque los migrantes porten sus propios teléfonos móviles es habitual que su batería se agote poco después de su entrada en el recinto, lo que complica el contacto con sus familiares.

La obligación de permitir una llamada durante la detención

“Hay que establecer un sistema que permita la identificación del lugar donde permanezcan detenidas las personas que llegan a las costas españolas. Una persona que está bajo la custodia de las fuerzas de seguridad está en un riesgo importante, porque no tiene la posibilidad de ponerse en contacto con sus familiares. Hay que desarrollar un sistema eficaz y accesible para las familias”, sostiene Patricia Fernández Vicens, abogada especializada en migraciones. La letrada alerta de que se está depositando el derecho de hacer una llamada, obligada por ley, en el hecho de que los migrantes suelen viajar con sus propios móviles. Pero no todos tienen teléfonos y, en su caso, la batería puede agotarse, como suele ocurrir en Barranco Seco, remarca Fernández Vicens. “Toda persona que está bajo la custodia del Estado sus familiares deben tener acceso a la información relativa a su custodia: tiempo, situación en la que se encuentra, el lugar donde se halla... y estas familias no lo han tenido”, apunta la letrada.

Habían pasado un par de días en los que Ayecha no recibía noticias de su hijo Abdolmonem, cuando comenzó a llamarle un número desconocido. Era él, le decía que estaba en Gran Canaria. “Me dijo que vino para estar conmigo. Casi me desmayo, ¿cómo podía haber hecho eso? ¿y si le hubiese puesto en peligro?”, relata la mujer de forma cercana. Alta, esbelta y de trato próximo, Ayecha se emociona al describir cierto sentimiento de culpabilidad cuando supo que el chaval se había subido en una embarcación para reunirse con ella en España: “Si yo lo llego a saber, yo no venía, me quedaba con él...”, decía horas antes del reencuentro, cuando aún no tenía claro cuándo podrían abrazarse de nuevo. “Desde que ella vino aquí, lloraba todos los días por no estar con él. Y lo mismo él... y, mira, hasta el punto de subirse en una barca y jugar con su vida”, dice su cuñada, que la acompaña para ayudarla con el idioma.

La llamada de su hijo

La mujer migró junto a su hija menor a España hace dos meses por reagrupación familiar para vivir con su marido y uno de sus hijos, quienes llevaban años con residencia en Gran Canaria. Si ella lo había retrasado tanto era por Abdolmonem. Su vínculo, describe su cuñada, parece ir aún más allá de una relación madre e hijo: “Estaban siempre juntos, los dos son muy, muy cariñosos. Él siempre la acompañaba a todo... Tienen una relación muy especial”.

Tras aquella llamada, Ayecha no pudo esperar. Llamó a un amigo que sabía español y, junto a su marido, subieron en el coche rumbo al puerto de Arguineguín, la primera ubicación enviada por su hijo. Allí llegó inquieta en busca de un abrazo que no encontró. El grupo que viajaba en esa patera ya había sido trasladado al campamento de Barranco Seco. Sin una dirección, solo esas dos palabras, trataron de buscarlo a última hora de la tarde. Nunca lograron encontrar el lugar. Después de dar varias vueltas, decidieron regresar a su casa, ubicada al otro extremo de la isla. Lo intentarían al día siguiente.

Aquel domingo, volvieron a recorrer el camino y, ya de día, accedieron a Barranco Seco. Tampoco. Los agentes de la entrada les indicaron que debían trasladarse a la Comisaría de Extranjería para obtener información. Tampoco lo lograron. Tras un día más de llamadas sin resultado, el siguiente martes se plantaron de nuevo en el campamento de migrantes. Se aproximaron a los agentes y estos les pidieron que esperasen. “¿Puedo dejarle esta bolsa con ropa y algo de comida?”, pregunta su madre. “No, lo siento”, le contestan.

Allí pasaron toda la tarde, bajo la lluvia. Los agentes les decían que esperasen a que llegase el personal Extranjería, que ellos podrían realizar los trámites para buscar a su hijo. Horas después, les pidieron que se marchasen. Era un día festivo, decían, no había personal suficiente para atenderles. “¿Por qué no nos informan?”, se preguntaba la tía de Abdolmonem.

Ayecha se negaba a marcharse. Se alejaba, para no enfadar a los agentes, pero permanecía bien pendiente del interior del campamento. Por si había algún movimiento o si lograba ver al niño de sus ojos y confirmaba que estaba bien. A pesar de saber que estaba vivo, no se había quedado tranquila tras la primera llamada. Tenía que comprobarlo por sí misma. También temía que le llevasen a otro lugar sin previo aviso. Quería estar cerca. Cerca se encontraba mejor.

Junto a ella, Amin pierde la mirada en puntos indefinidos con demasiada frecuencia. No sabe si es el cansancio o la incredulidad. Ha aterrizado esta mañana en Las Palmas, después de salir la noche anterior de Almería a Málaga, donde tomó un vuelo hacia las islas para buscar a su hermano y su sobrino. Trabaja como jornalero desde hace 20 años, cada año recorre España en función de la temporada de cosecha. Además de la preocupación por sus seres queridos, tiene demasiadas cosas en su cabeza. Piensa en sus jornales perdidos, en el dinero invertido en este viaje, en las insistentes llamadas de su familia para saber cómo están las personas a las que ha venido a buscar y no encuentra. Le acompaña una mochila grande que guarda dos camisetas, dos jerseys, dos pantalones y dos zapatillas. Nada de eso es para él: “Lo he comprado para ellos. No sé cómo me los voy a encontrar”.

En las proximidades del campamento también está Abdel Hamin. Viven en Gran Canaria desde hace décadas y buscan a su sobrino. La pandemia le hizo perder su empleo, tras años como trabajador transfronterizo entre Marruecos y Melilla. El cierre de la frontera le ha dejado sin trabajo, por lo que decidió desplazarse a Dajla (Sáhara Occidental) para embarcarse hacia el Archipiélago.

Los agentes insisten a todos los familiares en que se fuesen, pero no les aportaban una indicación clara de cómo y cuándo encontrarle. “Ellos tienen móviles. Cuando queden en libertad, ya les llamarán desde los hoteles”, les dijo otro de los agentes. “Hasta el miércoles no creo que podamos hacer las comprobaciones, que tenemos muy poco personal”, apuntaba con cordialidad. “¡A casa!”, gritó otro, de malas maneras, desde la garita. Las respuestas inconcretas empezaron a ser más específicas cuando un equipo de abogados particulares comprometidos con los derechos humanos aparecieron en el campamento. No fue hasta ese momento cuando todo empezó a agilizarse. Aunque, otra vez, tendrían que regresar el día siguiente.

La primera parada fue la Comisaría de Las Palmas de Gran Canaria. La abogada de las familias, Patricia Fernández Vicens, aportó en dependencias policiales la información sobre sus allegados. En las próximas horas quedarían en libertad y podrían recogerlos en Barranco Seco, les aseguraron. Debían ir rápido, para llegar antes de que partiesen los autobuses con destino a los hoteles donde son alojados de emergencia los migrantes en el otro extremo de la isla.

Corrieron. Ayecha llegó con la respiración entrecortada. Creía que llegaba tarde, pero otra vez debería esperar. “De aquí no os los vais a llevar. Tendréis que ir a los hoteles”, les confirmaron los agentes, a pesar de las indicaciones recibidas en comisaría. La madre de Abdolmonem permaneció tiesa frente a la puerta del campamento, tratando de encontrarle entre los muchos chavales que permanecían tras en algunas de las vallas amarillas que rodean las tiendas militares de Barranco Seco.

Hasta que lo ve. Estira el brazo haciendo aspavientos de felicidad. Al otro lado, un chaval delgado, ataviado con el chandal gris de Cruz Roja, le saluda con energía. “¿Por qué está en manga corta si hace frío?”, pregunta su madre.

Horas después, el chaval pasó junto a ella entre la fila de jóvenes que eran dirigidos por la policía hacia los autobuses. Estaban al lado, pero no pudieron abrazarse, tocarse, pararse a charlar. No podían deshacer la línea. Cuando los vehículos partiesen, la familia les persiguió hasta llegar a la siguiente parada, Maspalomas, donde tampoco estaban seguros que les dejasen llevárselo a casa.

En los alrededores de un hotel de la localidad turística de Gran Canaria, tras una media hora de espera, y la insistencia en que el joven podía seguir una cuarentena preventiva en su casa familiar, la Cruz Roja le permitió la salida. El chico fue directo al banco donde su madre le esperaba sentada. El abrazo duró varios minutos. Un rato después, ya levantados, Ayecha volvió a estrecharle entre sus brazos. Ayecha no quería soltarlo nunca más.

Poco después lo lograron también Ibrahim, Amin y Abdel Hamin. Los familiares de estos, sin embargo, tenían otra tarea pendiente. Amin buscaba la manera de llegar a casa con sus dos familiares hasta Almería, a pesar del aumento de los controles policiales en los aeropuertos. Ibrahim debía regresar con su hermano a Cádiz. Y el sobrino de Abdel Hamin planeaba reunirse con su hermano en Francia. Los dos primeros ya lo han logrado, aunque sorteando numerosas complicaciones. El último aún espera un buen momento para reunirse con su hermano.

Abdolmonem no ha salido de casa desde su reencuentro: “Ahí sigue, sin despegarse de la madre”, cuenta su tía entre risas.