Como ocurrió en más de una ocasión a bordo del Open Arms, todos esperan a Judit. A la centroafricana le gusta tomarse su tiempo pero, cuando aparece, hace notar su presencia. Sus carcajadas ya solían resonar en el barco que la rescató junto a su familia de las aguas del Mediterráneo. Una semana después, en suelo catalán, atraviesa las puertas de su nueva casa aún más radiante, con la cabeza más alta. Su nariz luce un pendiente que mantenía guardado durante su paso por el infierno libio. El mismo pelo que trataba de esconder en alta mar por estar, decía, “demasiado corto” ahora se encuentra al descubierto.
Es la misma mujer que rogaba no ser devuelta a Libia desde la barca en peligro en la que trataba de escapar, mientras las lanchas de la ONG catalana Open Arms se aproximaban para socorrerlos. “No, Libia. No, Libia”, sollozaba Judit momentos antes de encontrarse a salvo. Su niño, Khingsley, miraba hacia abajo mientras ella secaba las lágrimas de su rostro. La tripulación acababa de aclararles que no serían devueltos al país del que huían.
Dos semanas después de aquel rescate, Judit pide observar las imágenes que retrataron el momento y llega a reírse mientras contempla los momentos de confusión iniciales. “Pensaba que nos ibais a devolver a Libia. Y yo pedía que no”, dice con la seguridad de que ahora sí que no regresará. El pequeño Khingsley se encuentra a su lado en una cafetería cercana al lugar donde han sido hospedados tras su llegada al puerto de Barcelona del pasado 4 de julio. Las dos familias rescatadas por el barco de rescate español residen en un centro de Catalunya especializado en solicitantes de protección en situación vulnerable. “Hemos descansado gracias a dios. Aquí estamos muy contentos”, señala la mujer.
La etapa que tienen por delante tampoco es fácil. “Llegan muy cansados, desorientados, ellos salieron de un puerto y se fueron moviendo, fueron acogidas por el Open Arms. Sabían que iban a Barcelona, una ciudad conocida, pero no adónde exactamente”, explica Ignasi Amat, coordinador de proyectos de la Fundación Germà Tomàs Canet, de la orden Sant Joan de Déus, a la que pertenece el centro donde han sido acogidos. “Hay que asumir que vienen de una etapa de mucha inestabilidad. No podemos empezar a pedirles la documentación o llenarles la cabeza de información nada más llegar. Primero se les dice que descansen, coman, paseen, que vayan iniciando un proceso de cierta normalidad”, detalla.
Entre los acogidos por la Fundación Germà Tomàs Canet se encuentra otra de las cinco mujeres rescatadas por el Open Arms, Zatadina. La mujer, que asegura proceder de Eritrea, junto a su marido y a su hermano, de 17 años. “Aquí nos tratan muy bien. Cada vez estoy más contenta”, describe la joven de 20 años mientras pasea por la ciudad catalana donde residen. De vez en cuando, ella y su pareja frenan sus pasos y empiezan a posar ante la cámara de su teléfono móvil. Para ella, contaba en el Open Arms, ojear entre risas las fotos que guardaba su móvil era una liberación. Cuando lo hacía, recordaba los momentos más felices y parecía olvidarse del lugar donde se encontraba y del doloroso pasado reciente en Libia.
Había un aspecto del que sí se quejaban durante sus primeros días en el centro: la televisión se había estropeado en pleno Mundial. Amat responde entre risas que el problema ya se ha solucionado. Podrán ver la final este domingo. “Cuando llegaron y descansaron, lo primero que pidieron fue un teléfono para hablar con su familia. Lo segundo, ver la televisión e ir a una peluquería”, relata el coordinador. Lo que parecen detalles superficiales en realidad aportan pistas sobre su mejoría psicológica. “Significa que van adaptándose a un entorno de normalidad, que sus necesidades más básicas están cubiertas, que ahora pueden preocuparse por otras cosas”.
Los miedos intrínsecos en un viaje lleno de engaño y extorsión no han desaparecido del todo. “Debido a su recorrido vital están en un proceso de desconfianza generalizada. A la mayoría les han traicionado en numerosas ocasiones. Es un momento en el que tienen que hacer el cambio de confiar en nosotros (personal jurídico, psicológico, trabajadores sociales, etc.) para poder ayudarles en el proceso de asilo”, sostiene Amat. Poco a poco, los trabajadores del centro van ganando su confianza para conocer su historia real, aquella que podría haber sido modificada debido a los diferentes temores despertados durante el periplo migratorio.
En los próximos días, apunta, las familias tendrán que desplazarse a Barcelona para formalizar su petición de asilo si así lo requieren. El Gobierno otorgó un permiso temporal de 30 días de estancia legal en España para realizar los trámites necesarios para solicitar protección. “Una vez que inician el trámite pasan a ser solicitantes de asilo y cuentan con una serie de derechos y deberes, y pueden rechazarlo y salir del proceso. Esto es lo que les estamos explicando, para que tengan toda la información y puedan decidir”, alega el coordinador del proyecto.
Volver a ser un niño
Mientras su madre habla por teléfono con su hermana, Khingsley aprende a mover un abanico con salero mientras toma un refresco de naranja. Cuando empiezas a hablar con él, el pequeño responde con la timidez de muchos niños, sin confianza con su interlocutor. La primera vez que subió al puente del Open Arms, contestaba a los tripulantes escondiendo su barbilla, como si se esforzase en introducir su rostro dentro de sí mismo.
Hasta que lo vio a él, al capitán. Khingsley lo observaba con admiración mientras Marco Martínez mostraba el timón del buque que acababa de salvar su vida. Se reía, sin dejar escapar la timidez que le empujaba a esconder su mirada, cuando el capitán le enseñaba el amuleto del Open Arms: un peluche de Chewbacca, el leal compañero de Han Solo en la saga de la Guerra de las Galaxias.
Durante sus primeros días en el barco, el niño no parecía tan niño. Su ligereza a la hora de pasar de la barca en la que arriesgó su vida a la de sus rescatadores, su chulería al contestar, su forma de tratar con sus mayores compañeros de viaje, como si de uno más se tratase. La frialdad con la que traducía las duras palabras de algunos de sus amigos, que le pedían ayuda como intérprete, pues habla francés, árabe y chapurrea un poco de inglés.
No jugaba, escondía su risa cuando parecía asomarse ante las tonterías de la tripulación. Intentaba parecer uno más. Como si la traumática experiencia sufrida en Libia no permitiese dejar salir al pequeño que tenía dentro. Como si las circunstancias le hubiesen obligado a no serlo. Los días pasaban y la tranquilidad entre los pasajeros aumentaba. Mientras la vergüenza, la chulería y el armazón parecían descender, Khingsley empezaba a mostrar el niño que es.
Sus horas en el puente del buque, viendo dibujos animados con Guillermo, el jefe de misión, mientras observa de reojo a su admirado capitán. Abrazos y juegos, algún baile, risas de niño ante tonterías de adultos.
Cuatro días después de su llegada a España (cuando eldiario.es se encuentra con él), parece más niño que nunca. Pide hacerse hacerse algunas fotos, se agarra con fuerza del cuello de Judit para estamparle un beso en la mejilla. Sentado en la cafetería junto a su familia y compañeros de viaje, observa algunas de las fotos tomadas en el barco de rescate. En una se para. Sus ojos se humedecen. “El capitán”, dice el pequeño.
Observa la imagen tomada por el fotoperiodista Olmo Calvo. Se emociona al ver de nuevo el abrazo con el que se despidió de Marco Martínez, el capitán de la última misión del Open Arms, poco antes de ser el primero en dejar atrás el barco de rescate y comenzar su vida en tierra firme.
De nuevo luchan el niño y el adulto que las circunstancias le han obligado a ser. Sus lágrimas quieren salir, sus ojos están a punto de rebosar, pero se las traga. Logra aguantarlas. No ha podido ser niño durante un tiempo y no es tan fácil dejarlo fluir. Tiene nueve años y ha tenido que dejar su hogar, presenciar abusos y encierros, ha pasado horas en una barca, en la oscuridad de la noche.
Esta actitud, explica Amat, es “habitual” entre los menores que se ven forzados a vivir experiencias traumáticas, como el viaje migratorio de Kingsley y su familia. “Asumen un rol de adultos y, poco a poco, cuando se sienten seguros tienen que recuperar sus funciones de niños”, explica el especialista.
“Cuando viven situaciones complicadas para su familia, se suele depositar sobre los menores una mayor responsabilidad: quizá tienen más capacidad de conseguir alimentos o toman ciertos roles de adulto dentro de la unidad familiar forzado por su experiencia vital. Cuando llegan, viven un momento de adaptación para recuperar su rol de niño”, señala el coordinador del proyecto encargado de su acogida.
“Los niños son espejos de los padres”, recuerda Carmen Requena, técnico de proyectos educativos de Save The Children. “En procesos migratorios, asumen el miedo de la madre pero no tienen recursos para lidiar con una alta ansiedad y se ven desbordados”, explica la experta en infancia. “Un adulto puede canalizarlo, un niño no, pero también son los que más rápido pueden recuperarse si reciben la atención necesaria”.
Al haber llegado a España en verano, Khingsley no empezará a asistir a la escuela hasta septiembre, si su familia realiza los trámites oportunos y puede permanecer en España. Durante estas semanas, indica Amat, el niño está asistiendo a clases de español y a actividades lúdicas. “Juega con otros niños, se ríe, está respondiendo muy bien”, relata el coordinador de la Fundación que los acoge. “El niño está más visible”, concluye.