“Paramos el racismo”: Marchas árabe-israelíes contra la ocupación
Jerusalén. La cabeza de la manifestación comienza a avanzar hacia Kikar Hahatulot, la “plaza de los gatos”. Un hombre se para a leer la pancarta; después escupe en el suelo mirando a los ojos a quienes la portan, desafiante, con desprecio máximo. Una mujer embarazada grita y va directa hacia quienes se manifiestan; la policía la detiene, la calma, se va. La calle es estrecha y acaba de anochecer. Eso añade aún más intensidad a esta sensación de ahogo y de excepcionalidad. Todo ocurre despacio, el sonido y los movimientos están como apelmazados.
La escalada de violencia (la “ola de terror”, para la opinión pública israelí) comenzó a principios de octubre. Según datos de Al Jazeera, desde entonces han muerto 57 personas palestinas, 8 israelíes y un soliciante de asilo eritreo. La policía israelí sigue órdenes estrictas de disparar a matar a cualquier presunto atacante palestino. El periodista de Haaretz Gideon Lévy ha denunciado que se trata de “penas de muerte fuera de la ley”, pero la gran mayoría de la población israelí apoya esta política, que considera necesaria en este clima.
De hecho, no basta con la supuesta defensa que el estado les garantice, sino que muchas personas en el país han decidido tomarse la justicia por su cuenta. Hace unas semanas se agotaron las existencias de gas pimienta en el país. El miércoles anterior a la manifestación, el ministro de seguridad pública, Gilad Erdan, cambió la legislación para que obtener una licencia de armas fuera más fácil, y desde entonces hay colas diarias fuera de las tiendas de armas.
Ahora, a las metralletas de militares adolescentes que ya eran parte del paisaje urbano, se suman las pistolas de viandantes que no tienen ningún reparo en llevarlas a la vista. Y eso ocurre, sobre todo, en Jerusalén, por cuyas calles marchan ahora unas 2000 personas, tras la controvertida pancarta. Su lema: “Paramos el racismo”. No dicen “paremos”, en subjuntivo, como un deseo, sino “paramos”, en indicativo, como una realidad de la que la propia manifestación es prueba: personas árabes y judías que caminan, juntas, “sin miedo ni odio”, como dice la consigna más coreada durante el recorrido. Y eso es, de por sí, entendido como una provocación por mucha gente en Israel.
La segregación es una de las claves de la política israelí, una herramienta necesaria y eficaz para perpetuar la ocupación de Palestina. En este país, romper filas respecto a esa política ha sido siempre un gesto que conducía a la marginalidad; ahora, en este tiempo de preintifada, es, además, peligroso.
El término “preintifada” es de Hadas Pe’ery, una de las portadoras de la pancarta. Hadas lleva días nerviosa. Es profesora de música en una escuela para niños y niñas árabes y judíos y, varias veces por semana, toma clases de árabe en Jaffa, la parte más antigua de Tel Aviv, mayoritariamente árabe. Pertenece a Hadash, el “Frente democrático por la paz y la justicia”, creado en 1976 por el Partido Comunista israelí (Maki), una coalición árabe-judía cuya base es el fin de la ocupación y la creación de un Estado Palestino con capital en Jerusalén Este.
“Nos negamos a ser enemigos”
Hadash es una de las organizaciones que, el domingo pasado, creó la plataforma Omdim Beyajad (Estamos juntos), un grupo formado por personas árabes y judías que, en lugar de quedarse en una denuncia de la violencia de las últimas semanas, apunta a su raíz: la ocupación. Para quienes la han impulsado, la plataforma ha sido posible gracias a un acuerdo de mínimos de dos puntos: la unidad palestino-israelí y la exigencia del fin de la ocupación.
Eso ha permitido que ahora marchen juntos, juntas, militantes de Meretz (un partido que también defiende la solución de los dos estados y también está contra la ocupación, pero que, al contrario de Hadash, se declara socialdemócrata y sionista), Lehamim Leshalom (combatientes por la paz, un grupo de ex soldados y soldadas israelíes y combatientes de Palestina en contra la ocupación), Women Wage Peace (el grupo de mujeres que, este verano, en el aniversario de la guerra de Gaza, hizo un ayuno de 50 días frente a la residencia de Netanyahu para exigir negociaciones de paz), Shatil (la iniciativa del fondo israelí por el cambio social) y Palestinian-Israeli Bereaved Families for Peace (una organización de más de 600 familias palestinas e israelíes que han perdido a familiares en el conflicto).
“No a la escalada, no queremos otra Guerra”; “Jerusalén no se callará”; “Árabes y judíos nos negamos a ser enemigos”; “Netanyahu, dimite, la paz es más importante”; “La respuesta a la derecha: Israel y Palestina”. Consignas así se oyen. Se ve en muchas caras la excepcionalidad mezclada con el orgullo de estar ahí, en la calle, mientras el país sigue virando a la derecha.
Mishy Hartman, un productor de radio israelí, se siente confundido:“Esto es emocionante y, a la vez, patético”, dice refiriéndose a la cantidad de gente y comparándola con la gran manifestación que, el año pasado, reunió a 10.000 personas en Tel Aviv para denunciar la ofensiva israelí en Gaza y exigir el fin de la ocupación.
¿Qué son, en realidad, 2000 personas para una manifestación a nivel nacional? Para Hadas, son muchas: la izquierda en el país está debilitada, y la gente tiene miedo de exponerse ante el clima de violencia, sobre todo en esta ciudad. Junto a ella, Adam Maor, uno de sus mejores amigos, que también lleva la pancarta, asiente. Adam también pertenece a Hadash, también es compositor y también volvió a Israel hace dos años.
Hadas vivía en París; Adam, en Ginebra. El mundo de la música contemporánea es pequeño: uno había oído hablar de la otra durante varios años, pero no se conocieron hasta mucho tiempo después. No se cayeron especialmente bien. Pero luego fue la vuelta a Israel y la gran paradoja de estar en tu país y que ese mismo país niegue sistemáticamente la existencia de otro. Entonces se volvieron a encontrar, en una cafetería de Jaffa.
El tiempo y su cadencia tienen esas cosas: Hadas había vivido durante mucho tiempo en el extranjero: estudió en Nueva York, vivió en París y en Berlín. Antes de irse de Israel, dice, “yo era una nacionalista convencida: el adoctrinamiento aquí empieza desde la infancia”. Recuerda cómo les inculcaban la narrativa del país víctima y del país anhelado y del país por fin creado por medio de canciones. Tararea algunas.
“¿Sabes que Yerushalayim Shel Zahav (Jerusalén de oro, una especie de segundo himno de Israel, después del oficial, Hatikvah) es un plagio de una canción tradicional vasca?”, pregunta. La compositora, Naomi Shemer, confesó en 2005 que se había basado en una canción de Xenpelar -y que se la había oído tocar a Paco Ibáñez, en una visita que hizo a Israel en 1962. Shemer también hizo otras cosas: la canción se convirtió en el himno del ejército israelí en la Guerra de los seis días, y ella misma se la cantó a los soldados como arenga.
La historia de dos amigos israelíes, Hadas y Adam
Hadas se marchó de Israel con sólo 10 años, y en el extranjero empezó, en cierto modo, a construirse un país basado en esas canciones. Hasta que un día, ya adolescente, empezó a pensar en lo que decían: Jerusalén de oro, por ejemplo, proyectaba la imagen de una Jerusalén que esperaba la llegada de los judíos, las calles vacías, el viento. Como si allí no hubiera habido otro pueblo antes, dice.
Cuando se mudó a París, después de terminar la carrera de música, ya estaba en contra de la ocupación, pero aún sentía que tenía que defender a Israel de las críticas en el extranjero. Adam nunca sintió eso, porque fue precisamente criticar a su país lo que le hizo marcharse de él. Adam es uno de “los 5 refuseniks”, aquellos jóvenes que, en 2004, fueron condenados a entrar en prisión por una corte marcial. Su crimen: haberse negado a hacer el servicio militar. Pasaron casi dos años en la cárcel.
Para Adam, todo empezó con un panfleto; no recuerda dónde lo encontró, se titulaba “80 razones por las que Arafat no hubiera aceptado el acuerdo de Barak”. Recuerda a Ehud Barak ante la cámara, diciendo que había prometido al país que removería todas las piedras para conseguir la paz, pero que no lo había logrado. Recuerda el principio de la Segunda Intifada. Recuerda el impacto; no estaba preparado ideológicamente para hacer frente a esa violencia, dice.
Cuenta todo esto despacio, con máxima precisión, como si lo contara por primera vez, como si por primera vez lo recordara. Tenía 17 años, y poco después le tocaba hacer el servicio militar. Pasó semanas pensando sobre su ideología; se dio cuenta de que le habían mentido. Entonces rompió “con la izquierda biempensante”. Por aquel entonces, 62 shministim (jóvenes en el último año de instituto) habían enviado una carta a Ariel Sharon: denunciaban la política violenta y racista de su gobierno y las consiguientes violaciones de derechos humanos: las expropiaciones de tierras, demoliciones, ejecuciones sumarias, torturas. Y se declaraban objetores de conciencia:
“Obedeceremos a nuestra conciencia y rechazaremos ser parte de acciones de opresión contra el pueblo palestino, actos que deberían ser calificados de terroristas”, decía la carta, que desató una verdadera polémica en el país. Poco después, ya había 400 firmantes: Adam era uno de ellos. El día de su juicio (un juicio conjunto a “los 5 refuseniks”), no cabía nadie en la sala: familiares y amigos, pero también medios de comunicación y muchas personas que fueron a mostrarles su apoyo. Cada uno de los cinco tuvo dos horas para explicar por qué se negaban a hacer el servicio militar.
Los discursos de esos 5 adolescentes fueron un verdadero manifiesto contra la ocupación, y hasta se hizo un libro con ellos. Cuando el fiscal –el Capitán Yaron Costelitz– le preguntó si estaba a favor de que los palestinos mataran a soldados israelíes, Adam respondió:
“La verdad es que si un ejército extranjero ocupara Haifa, la ciudad donde vivo, si hubiera cortes de carreteras que nos impidieran la libertad de movimiento más básica, si hubiéramos crecido viendo a nuestros padres humillados por soldados extranjeros, honestamente, no sé lo que hubiera hecho.” Cuando salió de la cárcel, supo que se tenía que ir, porque no soportaba la presión: de los medios de comunicación, de la gente en la calle.
Adam y Hadas recogen la pancarta con premura. La manifestación ha llegado a Kikar Hahatulot y ahora tienen otra función: situarse en los extremos de la plaza donde la gente escucha los discursos finales y asegurarse de que ningún simpatizante de la extrema derecha los ataque.
La policía también trata de sellar la plaza: impresiona su agudeza visual para reconocer a los miembros de Lehava que tratan de pasar de incógnito. Lehava significa “Organización contra la asimilación en Tierra Santa”. Su tarea es impedir las relaciones de cualquier tipo entre personas judías y no judías, desde sentimentales hasta laborales. Hace unos años que expiden un certificado especial a los negocios que solo empleen mano de obra judía, por ejemplo. O reparten flyers en los que advierten a los hombres árabes de lo que les espera si salen con chicas judías.
El propietario de un bar que queda a un lado de la plaza sube el volumen de la música. Son canciones religiosas que anuncian la llegada del mesías. Poco a poco se congregan allí decenas de judíos ortodoxos, vestidos de estricto blanco y negro, mezclados con los jovencísimos y las jovencísimas integrantes de Lehava y muchas, muchas banderas israelíes.
Algunas personas que han participado en la marcha se suben a un murito y los miran, en silencio. Pero son las menos; la mayoría está escuchando los discursos del final de la manifestación, tristemente acostumbrada a estas escenas cada vez que sale a la calle. Volver a este país, como lo hicieron Hadas y Adam, después de haberse dado cuenta de lo que este país hace en su nombre, es precipitarse en la tierra de la contradicción.
Durante mucho tiempo, Hadas se preguntó si esta necesidad de volver a Israel no sería una idea que el sionismo le inculcó en la infancia y que se le había grabado a fuego. Cuando por fin regresó, la discriminación que sufren las palestinas y los palestinos a diario se le hizo insoportable: desde las calles de Jaffa -muchas llevan nombres de rabinos, etc.- hasta el tratamiento que reciben en las instituciones estatales. En el extranjero, dice, siempre “te enfrentas a leyes que dificultan la vida, pero siempre puedes volver a tu casa; los palestinos no pueden: son un pueblo sin derechos en su propia tierra”.
Cuando Hadas y Adam se encontraron en esa cafetería, ella se sentía solísima: ninguno de sus amigos compartía su crítica a la ocupación, su denuncia de la política racista y asesina de su gobierno. Adam había regresado a las amistades que dejó antes de marcharse -los y las refuseniks, activistas propalestina y miembros de Hadash-, pero no estaba especialmente contento con su situación profesional: no tenía ningún contacto en el mundo de la música contemporánea israelí. Hadas los tenía casi todos.
Por separado, los dos cuentan la historia del intercambio con las mismas palabras: decidieron que ella le presentaría a gente del mundo de la música contemporánea, y él la introduciría en los círculos de activistas. En el autobús de vuelta a Tel Aviv, les pregunto si se sienten cómplices de su gobierno, cómo viven la contradicción, si tienen esperanza. Adam dice que, aunque viviera en Suiza, seguiría siendo igual de responsable de la opresión del pueblo palestino, solo que estaría más lejos, y podría hacer menos cosas.
Hadas dice que lo siente como una responsabilidad: que todos, que todas, se hacen constantemente la pregunta de si deberían irse, pero que si quienes están contra la ocupación se fueran, entonces sí que no habría posibilidad de cambiar nada. Sobre la esperanza: “No nos queda más remedio que tenerla”, responde Hadas. Y Adam cuenta la historia de un activista italiano que, tras la Segunda Guerra Mundial, quemaba su carné del partido fascista para hacerse miembro del comunista: “las cosas pueden cambiar muy rápido”, sonríe, casi cómplice.