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Ser periodista en el feudo del narcotráfico en México: “Vemos como algo natural que nos amenacen”

– ¿Cuál es su último deseo?– le preguntó su captor.

– Que Dios le perdone, porque va a dejar a tres niñas huérfanas– respondió la periodista.

Quizás esas palabras le salvaron la vida. Era la primera vez que una de sus víctimas bendecía al verdugo, quien luego hizo todo lo posible por frenar la orden de ejecución de Dulcina Parra, la reportera sinaloense que habían secuestrado hacía unas horas.

– Hoy no se va. Hoy no es su hora– le dijo el joven sicario tocando su rodilla. Antes había discutido por teléfono con su jefe por negarse a disparar a una mujer. Dulcina sintió en esa mano un alivio, una tranquilidad inmensa en medio del pánico: “En aquella situación, era lo más cercano al amor, a la vida”. Ese mismo 19 de diciembre de 2009 la soltaron en un inhóspito camino de tierra. “¡Avanza sin voltearte a mirar!”, le gritaron los hombres armados desde la camioneta. “Cada paso que daba, cerraba los ojos esperando la bala. Le pedía a Dios por mis hijas. Escuchaba, ida, el retumbar de los coches a lo lejos. Era consciente de que me iban a matar porque ya les había visto la cara”, relata la reportera.

Una semana antes había publicado una investigación periodística sobre un hospital local donde el Cártel de Sinaloa intimidaba a los médicos para que no diesen parte de sus integrantes heridos que atendían. Cuando el Ejército cercó el centro sanitario, los narcotraficantes creyeron que Dulcina era informante de los militares. Tras un intenso interrogatorio durante las seis horas de cautiverio, se percataron de que estaba limpia (no trabajaba para el crimen ni para la autoridad).

Después de su liberación Dulcina descansó durante unos días, pero nunca pensó en abandonar su ciudad, Los Mochis, feudo del narco donde se produjo la última captura del capo mexicano Joaquín 'el Chapo' Guzmán en enero de 2016. La periodista volvió a agarrar su libreta a los diez días de su levantón (secuestro exprés) debido a la desaparición de otro compañero, José Luís Romero, que indagaba sobre el mismo tema. Consciente de la importancia de actuar en las primeras horas, Dulcina sintió la obligación de volver a reportear sobre aquel hecho ya que ninguno de sus colegas se atrevía a denunciarlo por temor a represalias contra ellos. A las dos semanas lo encontraron muerto.

Nada ha cambiado en México desde hace una década para garantizar la libertad de expresión. Igual que en 2009, en 2018 fueron asesinados nueve periodistas en el país sin guerra declarada más peligroso para ejercer el oficio, solo por detrás de Afganistán (15) y Siria (11), según cifras de Reporteros Sin Fronteras. Esta semana ha sido especialmente cruenta, hasta tres periodistas han sido asesinados. Rogelio Barragán, director del portal Guerrero al Instante, fue encontrado en el interior de una furgoneta con claros símbolos de tortura. En el mismo estado de Morelos ha sido encontrado el cadáver de Édgar Nava, director de La verdad de Zihuatanejo. Jorge Celestino Ruiz Vázquez, reportero del diario El Gráfico, fue asesinado el viernes a balazos en el distrito de Veracruz.

También esta semana, en el norte del país la redacción de un diario local ha sido atacada con cócteles molotov, obligando al director ha dejar de imprimir la publicación. Estos últimos homicidio elevan a nueve el número periodistas asesinados bajo los primeros ocho meses de la Administración de Andrés Manuel López Obrador, uno menos que la cifra registrada durante los últimos once meses de mandato del gobierno anterior en 2018, según la ONG Article 19.

Un entorno permeado por el narco

Seis meses después de su secuestro mientras cubría un enfrentamiento, Dulcina se topó con uno de sus captores, el joven que a su vez le había perdonado la vida. Este se quitó el pasamontañas para que lo reconociese, “como señal de agradecimiento por no haberlos denunciado –cree– la condición que me pusieron para liberarme”. En 2013 volvió a verlo al llegar a la escena de un homicidio. Muerto. Yacía en el suelo, baleado. La reportera rompió a llorar cuando se le acercó una joven: “Él era mi esposo. ¿Usted es Dulcina? 'Tavo' me hablaba mucho, él siempre estuvo al pendiente de Usted. Sé que hizo cosas malas pero era por necesidad, porque somos muy pobres”.

Ese encuentro la marcó para siempre. Dulcina comprendió los difusos márgenes que engloba la etiqueta 'narco': “Algunos jóvenes se meten a policías y terminan comprados, otros de gatilleros, otros drogadictos. Todos entran por cierta carencia y luego se vuelve codicia. Algunos vienen de familias pudientes y colaboran con su empresa puntualmente, para el blanqueo de dinero. Después ya ninguno puede salirse. Todos terminan asesinados pronto (como sus cuatro secuestradores)”, reflexiona sobre las escasas alternativas en un contexto permeado por el narcotráfico.

En la costera ciudad de Los Mochis se respira una aparente normalidad. Algunas parejas de extranjeros incluso pasean apacibles por las amplias y limpias avenidas al estilo de las metrópolis estadounidenses. También transitan a sus anchas los lujosos todoterrenos de narcos junto a sus buchonas (chicas operadísimas de apariencia extravagante) que suelen exhibirse al mediodía en las tradicionales marisquerías.

Los Mochis, donde las amenazas se vuelven rutina

La muerte en Los Mochis tan solo merodea entre quienes osan inmiscuirse en los negocios ilícitos. Entre ellos, la mayoría de informadores locales que sufren hostigamiento y que se han acostumbrado a vivir con una carta de adiós bajo la almohada. “La cultura del narco que tenemos aquí hace que veamos como algo natural que te amenacen, perdemos la capacidad de asombro”, asegura Dulcina. Ella ha recibido desde mensajes intimidatorios por redes sociales hasta una corona fúnebre con su nombre. “Lastimosamente si nos amenazan significa que estamos haciendo bien nuestro trabajo, porque alguien se siente descubierto por nuestra información”, añade.

Otra forma de callar a los periodistas consiste en comprarlos. “Es habitual que el narco ofrezca dinero. Y muchos se ven obligados a tomarlo, porque o lo aceptas o te matan. Conmigo ni siquiera lo han intentado porque saben que lo rechazo y además luego los destapo”, enfatiza con sorna.

Dulcina ha pasado por varias de las radios, periódicos y televisiones locales, así como algunas nacionales. Siempre dedicada a temas de seguridad, lo que en Sinaloa se traduce en cubrir tiroteos, redadas, detenciones y sacar a la luz las actividades de los cárteles y la corrupción de las autoridades. Ha informado sobre el homicidio de un puñado de comandantes que ella misma había señalado por su vínculo con el tráfico de droga.

A veces las advertencias provienen directamente de la misma fuerza pública. “No se crea de hule [creerse de hierro], porque también le entran las balas. Por eso matan a los periodistas, por ser muy bocones”, le soltó un jefe policial en plena rueda de prensa. En esa época la guerra contra el narco escaló hasta el intercambio de paquetes con cabezas decapitadas. Para Dulcina, un 90% de la policía municipal está en la nómina del narco, es decir, reciben sus sobornos. O forman en sí una estructura delictiva. Así lo manifiesta por enésima vez frente al micrófono de Nova Radio, la humilde emisora donde cada mañana locuta su boletín.

El hallazgo de 15 cadáveres

Además de su cotidiana cobertura de crónica roja, Dulcina desempeñó tras su secuestro cierto activismo en la prevención del reclutamiento de jóvenes por parte de los cárteles y en los derechos de las víctimas, sobre todo mujeres. En los últimos tiempos ha centrado sus esfuerzos en monitorear la lucha de las madres de desaparecidos en la región, organizadas entorno al colectivo 'Rastreadoras de El Fuerte'. Este nombre se lo puso Javier Valdez, el reconocido cronista de Culiacán (capital de Sinaloa) asesinado el 15 de mayo de 2017, cuyo homicidio dio la vuelta al mundo para evidenciar el peligro que corren los comunicadores mexicanos.

Hace tres semanas las Rastreadoras hallaron 15 cadáveres –o pedazos de ellos– enterrados en un terreno baldío a las afueras de Los Mochis. A primera hora de la mañana habían encontrado dos cuerpos y hacia la tarde ya llevaban una docena. Se trataba de un panteón del narco, un cementerio clandestino, la mayor fosa común descubierta en el estado desde que el colectivo inició sus búsquedas hace cuatro años. Un notable descubrimiento, pero irrisorio en cifras en un país con más de 40 mil personas desaparecidas.

Dulcina grababa con su teléfono para retransmitir durante horas el hallazgo a través de un Facebook Live, mientras varias mujeres hundían sus varillas y cavaban en los pedazos de tierra blanda. Un par de hoyos emanaban un hedor putrefacto, cadáveres arrojados recientemente. De uno de los huecos sacaron tres cuerpos envueltos en una tela, apilados. En otro se veía un cráneo. La tristeza, el estupor de encontrarlos sepultados como animales; se mezclaba con la alegría, el consuelo de al menos haberlos encontrado. “¿Será el mío, mi hijo?”, se preguntaban las madres entre sollozos y abrazos alentadores.

Algunas de las mujeres vestían camisetas blancas con el rostro de su hijo y un juramento a su espalda: 'Te buscaré hasta encontrarte'. Las que ya habían dado con su familiar usaban camiseta verde con la frase: 'Promesa cumplida'. En ocasiones, este segundo grupo también se ponía camisetas blancas, porque su solidaridad se mantenía intacta ante una tarea incompleta, interminable.

“Hay que seguir buscando, aquí hay muchos más”, exclamaba repetidamente Mirna Medina, la lideresa del colectivo. El intenso sol y las incesantes picaduras de los jejenes (mosca negra de molesta picadura) no impedían continuar escarbando. Tampoco detenían a Dulcina para narrar sin descanso cada detalle.

Reducir riesgos gracias a un Facebook Live

Los pocos periodistas locales que acudieron a la escena, así como otras madres de desaparecidos y algunos vecinos solidarios que trajeron comida, se enteraron gracias a la emisión en directo de Dulcina. La presencia de un mayor número de personas al lugar sirvió como protección para las madres, que apenas contaban por casualidad con el resguardo del escolta armado de Mirna. “Estamos en una zona muy caliente, de mucho riesgo. Si aquí han trasladado tantos cuerpos, se trata de un enclave del crimen organizado. Pueden venir en cualquier momento porque no les interesa que se descubra esto. Y ellos manejan armas largas, poco puede ayudarnos un solo hombre con pistola”, advertía Dulcina en medio de unos maizales alejados a varios kilómetros de la mancha urbana. La inseguridad tampoco asustaba a esas mujeres.

Al mediodía se presentaron un par de patrullas municipales para brindar cierto apoyo y no fue hasta el final de la tarde cuando acudieron los representantes de la Fiscalía con los forenses encargados de levantar los cuerpos. “Han tardado más de siete horas en venir porque a las propias autoridades ni les interesa que se descubra esto. ¿Quién sabe si hay agentes implicados en esas desapariciones, como suele suceder? Después de este hallazgo vuelvo a estar en el punto de mira por las consecuencias que puede traer para los culpables”, considera Dulcina mientras conduce al anochecer para salir de los cultivos. En ocasiones ha recibido avisos en referencia a su tarea con las familiares de desaparecidos: “Anda con cuidado si no quieres acabar como ellos”.

Autocensura como mejor medida de precaución

A lo largo de la jornada la periodista sinaloense ha enviado su ubicación y mensajes a varios compañeros para avisar que se encontraba bien. Esa es una de las pocas medidas de autoprotección que habitualmente toman los periodistas bajo amenaza. “Si me desaparecen, así pueden actuar rápido. Y si me matan, que al menos tengan una idea de dónde buscarme”, afirma Dulcina, que conoce la angustia entorno a la desaparición.

Con frecuencia la única forma de protegerse pasa por la autocensura, tanto por parte del trabajador como del medio. “Es muy fácil acusar a instituciones en general pero, cuando tienes que citar nombres propios, te lo piensas dos veces. Aunque una vez delante del micro, te puede la emoción y no puedes callarte”, admite.

En su mayoría, añade, “tu propio jefe te pide que desistas de contar cierta información, que él no quiere que le tiroteen la redacción o le pongan una bomba”. Por eso algunos reporteros como ella han encontrado en las redes sociales la oportunidad de ejercer el periodismo que limitan los mismos medios de comunicación.

Así sucedió en el caso de María Jesús Estrada, conocida como 'Marichuy', otra redactora de Los Mochis amenazada recientemente. A mediados de febrero firmó una investigación en su diario local El Debate, en la que denunciaba el desvío de fondos federales por parte de tres administraciones municipales. El mismo día de la publicación se presentó en su casa un hombre armado exigiendo que le entregase los documentos que revelaban ese acto de corrupción.

“Cuando me pidió los archivos se puso la mano en la pistola. Le dije que no tenía esos documentos y luego se marchó en una camioneta seguida de un coche de la policía municipal”, cuenta Marichuy, quien supone que esa intimidación “sólo pudo venir de los políticos involucrados, porque solo a ellos les implicaba, ni siquiera al narco”.

Cerca de la mitad de las agresiones contra la prensa mexicana las comete un funcionario público: 230 ataques el pasado año, según datos de Article 19, ONG que registra los delitos contra la libertad de expresión. “La política, al menos en Los Mochis, cada vez está más coludida con el narco”, interviene Dulcina. Ese hostigamiento obligó a Marichuy a mudarse durante un tiempo a otra ciudad. Tras el incidente su periódico detuvo la publicación de la segunda parte de las averiguaciones.

De poco sirvió. A comienzos de abril forzaron la puerta de casa de Marichuy mientras estaba fuera. No se llevaron nada, no era un robo. Para ella se trató de otra advertencia que esta vez le hizo plantearse huir de su ciudad indefinidamente por temor a un recrudecimiento de los ataques. “Yo no quiero formar parte de las estadísticas”, como se refieren los periodistas mexicanos a ser asesinados.

Protección deficiente, sobre todo para las periodistas

El gobierno estatal le ofreció un escolta que jamás se presentó en persona, tan solo la llamó por si lo necesitaba, y le entregó un teléfono de emergencia, “que tampoco tendría tiempo a usar en caso de un ataque”, considera Marichuy. “¿Cómo voy a confiar en un guardaespaldas enviado por las mismas autoridades que he denunciado, de las que seguramente provienen las amenazas?”, cuestiona.

Ante la inoperancia del Mecanismo de Protección para Defensores de Derechos Humanos y Periodistas, El Debate la respaldó con todos sus gastos, le mantuvo el sueldo y la ayudó en su traslado. Un apoyo inusual por parte de los medios, que a menudo abandonan a sus redactores. Cynthia Yarel Valdez, otra corresponsal en Sinaloa tuvo que refugiarse en Ciudad de México al día siguiente del asesinato de su colega Javier Valdez hace dos años. Después de su huida los medios nacionales para los que colaboraba le dieron la espalda.

Cynthia y Javier publicaron en sendos portales la misma entrevista con 'el Licenciado', uno de los empleados del Chapo Guzmán que se disputaba el control del narco en Sinaloa tras la detención de su jefe. Esa publicación supuestamente precipitó el homicidio del cronista de Culiacán a manos de 'los hijos de El Chapo', el cártel rival. “Tras esa publicación nos amenazan de muerte. Quieren [los narcos] que ya no investiguemos sobre ellos y que solo saquemos la información que se estaba manejando a nivel nacional. Entonces nosotros guardamos silencio, dejamos de reportear. Pero Javier siguió”, explica afligida.

Cynthia vive escondida en la capital azteca bajo la protección del Mecanismo, que critica con dureza: “He sufrido una revictimización, por parte de las instituciones, del mecanismo federal, del local. Todo es un monstruo burocrático al que te enfrentas para acceder”. Es una de los 292 periodistas bajo ese esquema de seguridad que brinda el Estado y que acoge también a 498 defensores de derechos humanos.

Le facilitaron un apartamento, un coche blindado y un botón de pánico. Pero Cynthia considera esas medidas insuficientes. “No hay un apoyo integral sobre todo para las mujeres comunicadoras, porque debe tenerse en cuenta que tenemos familia, hijos. No hay una unidad de atención con enfoque de género, se viola el principal derecho de los niños a la educación, porque no existe ese apoyo y acompañamiento”, reclama.

Una respuesta ambigua del Gobierno de AMLO

Ante esas deficiencias el ejecutivo de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) anunció a finales de marzo un incremento de unos seis millones de euros del presupuesto para el Mecanismo. “Más allá de los aspectos administrativos, el problema es la enorme burocracia, ligada a limitaciones en la formación de personal capacitado para evaluar el nivel de riesgo”, reconoce a eldiario.es Alejandro Encinas, subsecretario de Gobernación para Derechos Humanos.

De igual modo, exige mayor cooperación a los periodistas sujetos al Mecanismo: “No tienen encendido siempre el botón de pánico, porque no quieren que la autoridad sepa dónde se mueven (de los 790 botones, 209 fueron apagados por sus usuarios). Se requiere también que cumplan normas básicas y colaboren a no generar situaciones de peligro innecesariamente”.

Esa afirmación culpabiliza a los reporteros por asumir peligros en su labor, en la misma línea de la insinuación del presidente AMLO en una rueda de prensa reciente: “Creo que ustedes [quienes asisten a sus conferencias matutinas diarias] no solo son buenos periodistas, son prudentes porque aquí les están viendo y si ustedes se pasan, ya saben lo que sucede”. El propio mandatario ha etiquetado despectivamente a cierto sector de la prensa y ha menospreciado en público a algunos medios.

Numerosas organizaciones civiles han reprochado esas descalificaciones hacia los periodistas hasta el punto que en marzo un centenar de activistas y ONG firmaron una carta de rechazo titulada 'En democracia se vale no estar de acuerdo'. “Esos comentarios tienden a criminalizar la labor periodística. Si el presidente externa esas opiniones, luego esa postura se replica entre los gobernadores y alcaldes. Y en el ámbito local, esos señalamientos frontales pueden costar vidas de reporteros”, apunta a este diario Sara Mendiola, directora de Propuesta Cívica, colectivo que provee asesoría legal para casos de periodistas amenazados o asesinados.

Un 99,13% de los crímenes contra informadores quedan en la impunidad, según Article 19. Pese a esta casi absoluta falta de justicia, el gobierno de AMLO planteó en su propuesta de presupuestos una reducción del 30% para la Fiscalía Especializada en Delitos contra la Libertad de Expresión. “Eso demuestra que la protección a periodistas ni siquiera figura como una de las prioridades del actual gobierno igual que tampoco para los anteriores”, destaca Mendiola. En los ocho meses desde la llegada al poder de AMLO han sido asesinados once reporteros en México por razón de su oficio; menos que nueve muertos durante los once primeros meses de 2018 con el gobierno de Enrique Peña Nieto, según datos de Article 19.

Ni un escolta ni la notoriedad salvan una vida

Resulta complejo dimensionar la problemática, ya que a menudo el peligro ni siquiera se reporta. “¿Cómo vamos a denunciar que nos persiguen, nos vigilan, si todo el tiempo creo que me están siguiendo?”, suspira Marichuy. Sufre delirios de persecución al igual que sus compañeras. Tras su secuestro Dulcina experimentó brotes de ansiedad, pesadillas. “Cuando llego a un lugar o por la calle, siempre analizo quién hay, qué llevan en la mano, cualquier movimiento brusco me altera”, cuenta sobre el suceso que trastocó para siempre su calma: “Una tiene miedo, claro. No somos de piedra, la alerta siempre está ahí”.

En el estado de Sinaloa, azotado durante décadas por la violencia, se suele sobrevivir a las amenazas, más que superarlas. Cualquier respuesta del gobierno federal sabe a poco. En esa suerte de territorio comanche, los periodistas trabajan conscientes de que las balas llevan nombres y que, cuando escriben el tuyo en una, ya es demasiado tarde para tomar cualquier medida. “Si de verdad con tu investigación haces tambalear a una gran estructura política o de la droga, no importa que lleves un escolta o un convoy policial entero, te matarán de todas formas”, asegura Dulcina, quien a la semana de su secuestro rehusó el acompañamiento del guardaespaldas que le proporcionaron: “Trabajo con víctimas, muchas veces víctimas de la fuerza pública, no puedo andar con un policía pegado. Eso me limitaba más que las propias amenazas. Y si a mí me impiden ser periodista, me matan”.

Dulcina entró como becaria en una radio local a los 17 años. Ese verano le asignaron una sustitución en asuntos de Seguridad. En el primer enfrentamiento armado que le tocó cubrir, varios compañeros de otros medios la engañaron. La hicieron esperar en una esquina apartada con la promesa de recogerla en un rato, pero se fueron a reportar el tiroteo. “No me permitieron cumplir mi labor, porque eso era trabajo de hombres. ¿Por qué una mujer iba a estar presente en un contexto violento, por qué una mujer les iba a robar la noticia? Eso no se vale”, se dijo enfurecida en aquel momento. Aquel desprecio la llevó a especializarse de lleno en la actualidad policíaca.

Desde su juventud la reportera sinaloense se ha sobrepuesto a la subestimación de políticos y agentes por ser mujer. Todavía hoy hay mucho recelo por parte de los mismos compañeros. “Una debe adoptar un lenguaje más fuerte para imponerse en esos contextos masculinos. Una aprende a hacerse respetar”, subraya. Este diciembre la revista Time la nombró personaje del año junto a otros periodistas de todo el mundo en un reconocimiento coral a 'Los guardianes de la verdad'. “Sin duda eso te da notoriedad, pero aquí en mi ciudad ya me conocían. Por eso quizá no me mataron en 2009. El respeto puede servir de atenuante para ejecutarte o no, pero tampoco es un seguro de vida. Sólo un milagro te salva”, asegura.

La estigmatización por ser mujer periodista

Además de la discriminación laboral y el machismo generalizado, Dulcina se ha enfrentado al escarnio social por ser reportera mujer. “A veces tratan de desprestigiarte a través de las redes con comentarios denigrantes como mujer. En una ocasión, asesinaron a un comandante de la Policía y me acusaron de ser su amante. Eso a menudo te daña más que una amenaza de muerte. Porque esas injurias las leen tus hijas, tus amigos, y pueden llegar a ponerte en duda”, lamenta.

“El acoso y la estigmatización en redes sociales se ha vuelto una práctica recurrente para hostigar a periodistas mujeres”, señala a este medio Ana Ruelas, directora regional de Article 19. Su último informe anual revela un aumento de más del 500% en las agresiones contra las informadoras. Mientras que en 2012 –el inicio del sexenio de Enrique Peña Nieto– se documentaron 32 ataques contra ellas, para 2018 ascendieron a 164. De estos, trece tuvieron connotación de género y diez un componente sexual.

De los 124 comunicadores asesinados en México en lo que va de siglo, 115 son hombres y 9 mujeres, un 7% del total. Un porcentaje que contrasta con el tercio del total de las agresiones que se producen contra mujeres. Es decir, “las periodistas, en proporción, corren mayor riesgo de sufrir ataques, que con frecuencia hemos detectado que se dirigen contra los hijos como estrategia para amedrentarlas”, apunta Ruelas.

Por ejemplo, el único límite de Dulcina para dejar la profesión sería que atentasen contra alguna de sus tres hijas de 10, 14 y 20 años. “Yo ya estoy curada de espantos, pero ellas no tienen que padecer eso”, afirma. Por eso otra de sus precauciones es mantener a la familia al margen: “A ellas nunca les cuento lo que hago hasta después. A veces se enteran por los medios”.

Asimismo, las reporteras en Latinoamérica son “doblemente propensas a ser víctimas de violencia” por razones de género, como indica un estudio de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que establece la violencia sexual como la agresión más comúnmente reportada. Según una encuesta global de International Women’s Media Foundation, el 63% de las comunicadoras señaló haber sido amenazada o acosada en línea; el 58%, en persona, y el 26% víctima de ataques físicos. “Antes de amenazar con matarla, a una periodista suelen amenazarla con violarla”, concluye Ruelas. Así sucedió en el emblemático caso de Lydia Cacho, torturada por la Policía durante una detención ilegal en 2005 en que la amenazaron con dejarla violar por otras presas.

“Matan a muchos más hombres, porque hay muchos más hombres dedicados a temas riesgosos, debido a las dificultades que enfrentamos las periodistas. Si cada vez hay más periodistas agredidas, es porque hemos ganado más espacio en la profesión”, valora Dulcina sobre las estadísticas. Ante ese creciente desafío unas 140 comunicadoras se unieron entorno al colectivo 'Reporteras en guardia'.

Las reporteras asumen mayores sacrificios

Uno de los obstáculos recurrentes se encuentra en el propio hogar, en conciliar su labor con la vida familiar. Dulcina tuvo que renunciar a su matrimonio. “Casi todas las periodistas mexicanas que cubrimos temas de seguridad estamos sin pareja, divorciadas (como ella), porque el hombre no aguanta ese rol de la mujer, que no sea encargarnos de la casa. No soporta que nos reconozcan más que a ellos. Al revés nunca sucede con las esposas de reporteros. Más bien los maridos renuncian a nosotras periodistas”, bromea.

Tampoco pudo dedicar a sus niñas todo el tiempo deseado y se criaron con su hermana Laura, como una madre para ellas. Aun así, Dulcina es muy protectora. Siempre está pendiente de dónde y con quién salen. Interroga a los amigos de su hija mayor cual policía. “Me volví desconfiada con el mundo, con todo lo que me rodea. A veces es un sinvivir, una angustia constante, pero ya no me imagino haciendo otra cosa, con otro trabajo”. A sus 43 años Dulcina no puede entender la vida sin el periodismo.

Ni siquiera el dinero –los sueldos bajos que cobra– recompensa arriesgar tu vida, como alguna vez le exhortaron sus hijas para que abandonase su profesión. “No renunciaría por nada y menos por la plata”, insiste impávida. Sus palabras resuenan frías en la cocina de casa de su madre, donde su familia comparte techo con la de su hermana por el aprieto económico para comprar una vivienda propia. Y por seguridad para que sus hijas siempre estén acompañadas.

A Laura y a su hija Yoselyn, la mediana, se les escapa alguna lágrima al escucharla. Conocen esas respuestas, pero es la primera vez en que se sientan a conversarlo abiertamente. “Mi hija no había tenido el espacio para hablar de nuestra relación con esa franqueza. A veces creo que trato de evadir esa charla, como cuando me piden que me frene un poco por temor. Siempre cambio de tema”, admite Dulcina al ver a su hija estallar en un profundo gimoteo.

– ¿Vale la pena todo ese sacrificio?

Yoselyn es la única que tiene la respuesta e interrumpe el largo silencio con un hilo de voz quebrado:

– Tal vez yo no quiera ser periodista, pero sí tan valiente como mi mamá. Ella hace algo por el mundo.