14 de octubre de 2016. Aquel iba a ser un día feliz para la familia de Ko Mratt, que se preparaba para dar la bienvenida a un nuevo miembro. Su hermana estaba dando a luz en su casa en Maungdaw, un municipio habitado por la etnia rohingya al oeste de Myanmar (Birmania), cuando varios soldados irrumpieron en la vivienda.
“A eso de las tres de la tarde los militares entraron en mi casa y mataron a mi madre, que tenía 70 años. Mi hermana, que estaba pariendo un niño, otra hermana que estaba embarazada de siete meses, mi hijo de cuatro años y mi sobrino de cinco fueron asesinados a tiros. Mi esposa también recibió un disparo. Cuando pasó la bala atravesó a mi hijo, que estaba en su regazo en ese momento”, relata Ko Mratt.
“Incendiaron mi casa. Saquearon todas mis cosas. No tenemos ni ropa”, recuerda en un testimonio recogido por la ONG Burma Human Rights Network. Unos 1.250 hogares rohingyas, como el de Ko Mratt, fueron incendiados en una violenta operación del Ejército birmano tras varios ataques a comisarías en octubre, estima Human Rights Watch.
En el caso de Ko Mratt, la familia se había negado a permitir que los militares entraran en la casa mientras la mujer estaba de parto, según corroboró un imán de la localidad, en el Estado birmano de Rakhine. Cuando irrumpieron, a pesar de ver a mujeres y niños –y no hombres armados escondidos como “posiblemente creían”–, abrieron fuego de forma indiscriminada, explica la organización. Los familiares del hombre fueron enterrados en una fosa común y él huyó, como tantos otros, a Cox's Bazar, un distrito al sureste del país vecino, Bangladesh.
Han pasado varios meses y las escenas de destrucción y desplazamiento forzoso se repiten estos días en Rakhine, donde viven más de 1,1 millón de rohingyas. 164.000 refugiados han huido echándose al mar o cruzado montañas y ríos en las dos últimas semanas para llegar a la frontera con Bangladesh, según ha informado este jueves Acnur.
El 80% son mujeres y niños, recalca Unicef, y caminan durante días desde sus aldeas con lo poco que pudieron salvar de sus casas. “Están hambrientos, débiles y enfermos”, señala la Agencia de la ONU para los refugiados.
414 personas han muerto en la ola de violencia desatada desde el 25 de agosto, cuando insurgentes mal armados del Ejército de Salvación Roginhya de Arakan (ARSA) asaltaron presuntamente una veintena de puestos gubernamentales. Esta situación de inseguridad y las restricciones del Gobierno han provocado además que, desde hace días, el personal humanitario no pueda repartir suministros básicos como medicinas, agua y comida en la zona.
Un pueblo históricamente discriminado
Los rohingyas sufren una creciente persecución en Birmania desde 2012, cuando estalló el brote de violencia entre budistas de la etnia rakhine y musulmanes que dejó decenas de muertos y unas 120.000 personas confinadas en 67 campos de desplazados.
Pero esta etnia cultural, religiosa y lingüística, considerada una de las más perseguidas del mundo por Naciones Unidas, sufre una discriminación histórica por parte de las autoridades birmanas. Estas consideran que son inmigrantes bengalíes que llegaron hace décadas de la actual Bangladesh, que tampoco los reconoce como ciudadanos propios.
Los musulmanes rohingyas se convirtieron en apátridas en Birmania –un país de mayoría budista donde la religión es un símbolo de identidad nacional–, en 1982, cuando el régimen militar del General Ne Win aprobó una ley según la cual solo pueden optar a ser ciudadanos de pleno derecho los miembros de aquellos grupos étnicos que se hallaran en territorio birmano antes de 1823, el comienzo de la ocupación británica.
El Gobierno reconoció con ese decreto a un total de 135 grupos indígenas donde no está incluida la población rohingya. “Muchas familias rohingyas emigraron y se establecieron en Rakhine durante el período colonial británico, lo que inmediatamente los excluiría de la ciudadanía. Incluso para aquellos rohingya cuyas familias se establecieron en la región antes de 1823, la complicada carga de la prueba ha hecho casi imposible que todos, salvo un puñado de ciudadanos, puedan demostrarlo”, explica HRW en un informe.
Las autoridades también iniciaron una campaña nacionalista de discriminación de las minorías étnicas. En la práctica, todo esto ha significado que los rohingyas se hayan visto despojados de todos sus derechos, entre ellos, la libertad de circulación, su derecho a casarse y el acceso a la educación o la asistencia sanitaria.
Estas restricciones también afectan a los desplazados internos que se confinan desde 2012 en campamentos, guetos urbanos y pueblos, según detalla la organización Burma Human Rights Network (BHRN) en un informe publicado esta semana.
“Esto refuerza la sensación de que los musulmanes son una amenaza a la seguridad que necesita control y proporciona una base para posibles violencias futuras”, alerta la ONG. Además, se han sucedido las alertas sobre la carencia de alimentos al oeste de Rakhine. El Programa Mundial de Alimentos detectó en julio un aumento en los niños que requerían tratamiento por malnutrición aguda y elevaba esta cifra a 80.500 menores de cinco años.
El silencio de Suu Kyi
A pesar de que la líder de facto del Gobierno birmano desde 2015, Aung San Suu Kyi, prometió respetar los derechos humanos –algo nada extraño en una persona que recibió el Premio Nobel de la Paz–, evita condenar las violaciones de derechos que sufren los rohingyas y utiliza el mismo lenguaje ultranacionalista y xenófobo que el régimen militar anterior que la mantuvo encarcelada durante años. El partido de Suu Kyi, la Liga Nacional para la Democracia (LND), mantiene la visión oficial de que son bengalíes que llegaron al país de forma ilegal.
La 'Dama', apodo por el que es conocida, se pronunció este miércoles por primera vez sobre la violencia desatada en Rakhine a finales de agosto. Lo hizo en una conversación telefónica con el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, en la que acusó a los insurgentes rohingyas de “terroristas” y de difundir un “iceberg de desinformación”.
Suu Kyi ha recibido las críticas de ONG, Naciones Unidas y gobiernos extranjeros por su falta de soluciones para esta minoría. “El Ejército de Myanmar sigue acostumbrado a sus tácticas brutales de antes, en detrimento del liderazgo civil”, indica Matthew Wells, asesor de Amnistía Internacional.
Hay también quien apunta a la ambición política de la mandataria para dar una explicación a su silencio. “Es cierto que al hablar en contra de la persecución genocida de los rohingyas es probable que pierda muchos votos entre la mayoría budista birmana, pero puede que no. Una vez tuvo un enorme capital moral y político y tuvo la oportunidad de desafiar el vil racismo y la islamofobia que caracteriza el discurso político y social birmano”, opinaba en un artículo en 2015 Penny Green, profesora de la universidad Queen Mary de Londres.
“Esto nunca estuvo en el programa político de Aung San Suu Kyi”, prosigue la académica, y recuerda para ello una conversación privada recogida por el Washington Post en diciembre de 2014, cuando Suu Kyi aún no había llegado al poder: “No guardo silencio porque políticamente me interese. Guardo silencio porque con independencia de qué lado apoye, habrá más sangre. Si yo hablo a favor de los derechos humanos, ellos (los rohingyas) solo sufrirán. Habrá más sangre”.
“Si esperamos que Suu Kyi hable en contra de este genocidio, no quedarán rohingyas”, sentencia Green.
No solo son los rohingyas
Desde los sucesos violentos de 2012, se ha producido un incremento “sistemático” de la persecución contra todos los seguidores del islam a lo largo del Birmania, no solo en Rakhine, según denuncia BHRN en su investigación. Un acoso del que la ONG responsabiliza tanto el Gobierno de Suu Kyi, como al Ejército, a grupos ultranacionalistas y a comunidades de monjes budistas “extremistas”.
Aunque esta campaña tiene mayor incidencia en los rohingyas –que profesan el islam suní–, la organización reitera que también se extiende al resto de personas musulmanas, que forman el tercer grupo religioso del país (un 4% de la población), por detrás de los budistas (la gran mayoría, un 90%) y los cristianos (un 6%).
La ONG detalla la denegación “continua” de documentos de identidad cuando los musulmanes tratan de renovarlos o la exigencia de documentación “difícil de obtener” que demuestre un linaje familiar centenario para conseguir la ciudadanía. Sin estas tarjetas, difícilmente pueden acceder a viviendas, trabajo formal o graduarse en la universidad. También pueden enfrentarse a multas y encarcelamiento por carecer de documentación, según explica la BHRN.
A esto se le añade, según la ONG, la falta de lugares de culto por la negativa de las autoridades birmanas a permitir la reconstrucción de las mezquitas destruidas en los últimos años. Por ejemplo, ocho mezquitas permanecen sin reparar desde marzo de 2013 en la ciudad de Meikhtila, en el centro del país. “Un grupo de cuatro residentes que buscan permiso para reabrirlas no ha tenido éxito, en parte porque, afirman, las autoridades están siendo presionadas por miembros del grupo nacionalista budista Ma Ba Tha”, relatan los autores.
Además, en los cinco últimos años, 21 poblaciones se han declarado “libres de musulmanes”. “Con el permiso de las autoridades, han erigido letreros que advierten a los musulmanes de que no entren”, explica la ONG.
Estas personas también viven a diario casos de islamofobia e intolerancia religiosa entre la población, hostigada a menudo por “grupos extremistas”. Las autoridades han cancelado en varias ocasiones la celebración de días sagrados para el islam con el objetivo de evitar enfrentamientos con sectores budistas.
“Si los musulmanes quisieran practicar la armonía interreligiosa, entonces deberían unirse a otras religiones para comer curry de cerdo”, dijo un monje ante una multitud de 300 personas congregadas frente a un acto musulmán el pasado enero en un pueblo de Rangún.