Cuando tenía 15 años, me sumí en una larga depresión que se prolongaría hasta bien entrada la veintena. Mi madre, mis dos hermanos y yo acabábamos de llegar a Londres y, como estábamos solicitando asilo como refugiados, nos llevaron a un albergue para familias vulnerables en Fitzjohn’s Avenue, en la parte adinerada del noroeste de la ciudad.
El viaje hasta Londres había sido tan difícil que varios meses antes nos habíamos tenido que separar de mi padre, de uno de mis hermanos y de mi hermana. El albergue se encontraba en una arbolada avenida que conecta Swiss Cottage con el barrio de Hampstead. Un agradable paseo hacia el norte conducía hasta Hampstead Heath y Keats House, y hacia el sur a Regent’s Park, donde solíamos ir a caminar por la bella rosaleda y sentarnos junto a la fuente, nuestro lugar favorito.
Cuatro años antes, en otoño de 1992, mi familia había abandonado nuestro hogar en Kabul, después de que la repentina retirada de los estadounidenses de Afganistán dejara a las milicias enfrentándose por el poder, imposibilitando con ello el curso normal de la vida. Las frecuentes reuniones familiares quedaron reducidas a funerales con muy pocos asistentes. La comida y el agua escaseaban. Apenas salíamos de casa: solo salían los adultos para hacer los recados más esenciales. A veces, mi tío cruzaba la ciudad en bicicleta entre una lluvia de misiles para traernos agua potable mientras nosotros esperábamos angustiados a que volviera.
Mis padres querían quedarse. Llevaban un año hablando de la paz en Afganistán como si pudiesen hacerla realidad a fuerza de voluntad. De vez en cuando discutían la posibilidad de marcharnos, pero eran planes hipotéticos que solo se acometerían si no quedaba otro remedio. Mi madre seguía yendo a trabajar de maestra, cuidaba del jardín y hacía planes para un futuro imaginario en Afganistán.
La panadería de la esquina
Al final, la decisión se tomó de golpe, cuando una bomba alcanzó la panadería de la esquina de nuestra calle partiendo en dos al hijo del panadero, y mi madre empezó a temer que uno de nosotros acabase mutilado o muerto.
La mañana que dejamos Kabul hacia Mazar-e-Sharif, una ciudad en el norte de Afganistán, mi madre se despidió de mi abuela diciendo que nos reuniríamos pronto. Algo en el estoico gesto de mi abuela me decía que en el fondo no lo creía posible, pero aún así abrazó a mi madre y contestó que sí, que volveríamos a estar juntos.
A comienzos de los años 90, antes de que Internet uniera al mundo, y de que los grupos de Facebook comenzasen a ayudar a los migrantes a evitar las rutas más peligrosas, viajar por Afganistán era una aventura. No sabíamos dónde dormiríamos ni cuál sería nuestro siguiente paso cuando llegáramos a una ciudad. Nuestro único plan era escapar de la violencia.
Caía la tarde cuando llegamos a Mazar-e-Sharif, tras un viaje largo y difícil desde Kabul. El camino estaba plagado de minas (sigue estándolo a día de hoy) y la ruta, flanqueada por tumbas fangosas con lápidas sin nombre donde yacían víctimas de minas antipersona. Cada vez que pasábamos junto a una o el autobús atravesaba un bache, los pasajeros rezaban por las almas de los muertos. Aunque la mayoría pedían llegar a destino sanos y salvos.
La primera noche lejos de casa fue la más larga de mi vida. Yo siempre había dormido al lado de mi abuela, y ahora, separada de la persona que más seguridad me infundía, me sentía sola y a la deriva. Mi padre nos llevó a una casa de acogida donde otra media docena de familias había encontrado cama para pasar la noche. Mi familia, que incluía a mi tío, su mujer y su bebé recién nacido, se acurrucó para dormir sobre unos colchones sin sábana por los que habían pasado muchos inquilinos. Aquella noche estuve horas oyendo a mi madre hablar susurrando a mi padre y no logré dormirme hasta el amanecer, un patrón que me ha acompañado hasta el día de hoy.
A la noche siguiente, cruzamos un puente hacia Uzbekistán. Un autobús destartalado de color azul y blanco trasladaba a veinte personas en cada viaje. Desde el lado afgano de la frontera, la cuidad uzbeca de Termez relucía en la oscuridad. “Tienen electricidad”, susurró mi madre a mi tía. Ambas respiraron hondo, emocionadas. Parecía casi una aventura.
Los siguientes cuatro años fueron un ajetreo de trenes, pueblos y ciudades, gente que nos abría su puerta cuando no teníamos otro sitio adonde ir y gente que miraba con hostilidad al ver pasar a nuestra familia de cuatro adultos y seis niños pequeños de camino hacia Occidente. Yo era la mayor y aún no había cumplido los 11 años.
La promesa
Cuando nos instalamos en la habitación de Fitzjohn’s Avenue, cuatro años más tarde, lo hicimos con la promesa de que por fin estaríamos a salvo. Después de un viaje agotador, allí estábamos, en Londres, a punto de empezar una nueva vida. Sin embargo, nuestras expectativas eran imposibles.
Imaginábamos una vida más fácil. Imaginábamos que de algún modo, nada más llegar allí, todo lo que habíamos pasado quedaría atrás y pasaríamos página y que la incertidumbre que sentíamos se evaporaría en cuanto aterrizáramos. Y de esta fantasía dependían muchas cosas. Para sobrevivir al viaje, necesitábamos historias de esperanza. Para nosotros, esa historia era la seguridad de Londres, pero la realidad resultó ser muy distinta.
Una vez pasada la emoción de llegar a un sitio nuevo, nos invadió el agotamiento. Al principio, fue algo físico. Los cuatro dormíamos hasta después del mediodía y nos levantábamos con pesadez e inquietud. Después vino la pena, como una ola densa y muy repentina. Pasarían años hasta que cualquiera de nosotros tuviera un respiro.
Mi madre se encargó de dar sentido a nuestro nuevo hogar. Dependíamos de ella para todo. Como había estudiado algo de inglés, se las arreglaba en el supermercado o para coger el autobús, pero más allá de eso, le costaba bastante. Ella se enfrentó a la ardua tarea de lidiar con la burocracia de solicitar asilo en Reino Unido. Allí todo requería un impreso. De repente, nuestra vida exigía que tuviéramos todos nuestros documentos controlados para poder presentar el formulario necesario cuando hiciera falta, ya fuese una tarjeta para acceder al biblioteca o al club juvenil del barrio, un carné de transporte o una cita médica.
Una y otra vez, tenía que rellenar impresos y presentar una identificación, lo cual era complicado dado que básicamente éramos apátridas. Como la oficina de correos era algo bastante nuevo para nosotros, ella intentaba entregar todos los formularios que podía en persona.
Escriba en mayúsculas
A menudo volvía con otro montón de formularios para rellenar. Se desesperaba tratando de seguir las instrucciones. “Please, write in block letters (Por favor, escriba en mayúsculas)”. ¿Qué significaba eso? El diccionario no ayudaba. Buscábamos “block” y “letters”, pero juntas no tenían mucho sentido. A veces, las instrucciones sonaban a amenaza. Las palabras “no se salga de las casillas, de lo contrario su solicitud podrá ser rechazada” la llenaban de pavor.
El Ministerio del Interior exigía que justificáramos constantemente por qué habíamos abandonado nuestro hogar. Demostrar que mereces asilo es complicado. No basta que las noticias digan que la población civil de Afganistán, Siria o Irak está siendo atacada sin cesar: tienes que demostrar que tu vida corría peligro en un momento concreto.
Para nosotros, probarlo resultó un proceso largo y extenuante, y pasaron años hasta que pudimos estar tranquilos con nuestra situación en Reino Unido. Mi madre nos despertaba al amanecer para coger un tren a Croydon y ponernos a la cola de las entrevistas de asilo en el Ministerio del Interior, junto a montones de personas taciturnas y asustadas que esperaban para defender su permanencia en Inglaterra.
Como cualquier lugar donde se deciden asuntos de vida y muerte, el ambiente en el centro de inmigración era denso e incómodo, apenas había espacio para otra cosa que no fuera el miedo. Hacíamos cola en la puerta hasta que abrían y, una vez nos dejaban entrar, seguíamos a nuestra madre hasta una máquina dispensadora de números. Luego nos sentábamos bajo la luz blanca de los tubos fluorescentes y esperábamos a oír nuestro turno.
Cuando por fin llegaba, mi madre intentaba explicar nuestra situación a una persona apostada detrás de una mampara de vidrio, que raramente mostraba emoción alguna, mucho menos empatía.
Una vez, la funcionaria del cubículo le preguntó “¿Por qué aquí? ¿Por qué en Reino Unido?”. Mi madre se quedó muda de la impresión. Los tres la miramos intensamente, comprendiendo la urgencia de la pregunta, hasta que por fin logró sacar las palabras: “Todo es Tierra de Dios”. La funcionaria ni siquiera contestó, solo anotó algo en nuestro expediente, lo cual nos inquietó todavía más. Después de aquellas sesiones, volvíamos a nuestra habitación en Fitzjohn’s Avenue y mi madre se pasaba el resto del día en la cama con migraña.
Fuera de lugar
En aquellos primeros tiempos, cuando Inglaterra aún no era nuestra casa, caminábamos por el barrio con la alucinógena sensación de que todo el mundo nos observaba. Sentirte fuera de lugar hace que todo se llene de ojos que te siguen dondequiera que vayas. Si el cajero del supermercado miraba hacia nosotros, conteníamos la respiración, preguntándonos si habíamos hecho algo mal.
Tampoco ayudaba el no poder hablar para explicar nuestras fechorías imaginarias. Al llegar a Reino Unido, mi parlanchina familia perdió el habla de la noche a la mañana. Mi hermano, que solía dar su opinión acerca de todo, se quedó mudo y empezó a ir pegado a mi madre dondequiera que fuésemos. A mí me agotaba la idea de aprender otro idioma. Lo único que sabía decir en inglés era “thank you” y “hasta la vista, baby” (Terminator era mi película favorita por aquel entonces) sin saber que ni siquiera era inglés.
Cuando teníamos que pedir algo en la tienda, como “¿Dónde está el arroz basmati?”, la familia entera buscaba una estrategia para repartirnos el miedo entre todos de manera justa. ¿Quién lo pedía? ¿A quién se lo pedíamos? ¿Quién parecía más amable? ¿Qué hacíamos si algo salía mal? La tarea acababa recayendo inevitablemente sobre mi madre, que hablaba más que cualquiera de nosotros, mientras los tres formábamos un círculo a su alrededor ofreciendo nuestros escuálidos cuerpecillos como escudo.
La mayoría de la gente se mostraba indiferente o completamente ajena a la importancia de todas conversaciones para mi familia. Yo prestaba atención a cada palabra, a cada gesto, tratando de recordar los sonidos, memorizar la sensación que notaba en la boca al intentar pronunciar la th.
Nuevos códigos sociales
Para sobrevivir, no solo teníamos que hablar un idioma distinto, sino aprender gestos nuevos, historias nuevas y, lo que era más importante, entender la moneda de cambio que te daba acceso a la sociedad. En un país donde tu capital social está ligado a la clase y la raza, aprender los códigos sociales podía condicionar la trayectoria de tu vida.
Cuesta describir la sensación de estar desplazado. A las personas que nacen en lugares que las protegen del dolor del desplazamiento, les resulta difícil entenderlo. Las imágenes de gente de raza negra o lo que en inglés se llama “marrón” que aparecen en las noticias o en anuncios de organizaciones benéficas les hacen parecer como suspendidos en ese acontecimiento único (una hambruna, una guerra), como si no hubiese nada antes del hambre o de la violencia, ni tampoco hubiera nada más allá de ellas. A la gente le cuesta identificarse con esa desgracia porque, viendo esas imágenes, uno siente como si el destino de esa persona fuera inevitable.
En nuestro caso, antes de que llegara la violencia existía todo un mundo. Nuestro hogar en Kabul, en mi mente, era el mejor lugar donde podía crecer una niña. La casa en sí era pequeña, con varias habitaciones y una cocina, y por fuera, la pintura amarilla se desteñía y desconchaba cada año. Pasábamos gran parte de nuestro tiempo en el salón, donde mi abuela nos reunía a su alrededor para cada comida y donde nos sentábamos junto a la radio para escuchar la BBC internacional. La radio era indispensable porque funcionaba a pesar de los constantes cortes de luz: con solo un puñado de pilas gordas, podíamos sentarnos a oír las historias de Las Mil y Una Noches en la BBC Persian.
Recuerdo esas imágenes con dolorosa nostalgia, como un tiempo en que mi familia aún estaba junta, pero el lugar más mágico en mi mente sigue siendo el jardín: un espacio verde y abierto, rodeado de árboles y lechos de flores. En verano, mi abuela plantaba rosas y albahaca morada, y su olor perfumaba las sábanas de nuestras camas en el porche, donde dormíamos para mitigar el calor.
Teníamos manzanos y perales, vides, un huerto donde cultivábamos cebolletas y tomates, y en medio del jardín había un viejo y robusto almendro en cuyas ramas pasaba la mayor parte de mi tiempo durante los meses más cálidos. En primavera, echaba unas delicadas flores blancas y una fragancia sutil y fresca que anunciaba la llegada del verano. Cada año que pasa, esta imagen me parece más vívida, más permanente.
Crecí en una familia que se tomaba la ciudadanía muy en serio. Mis padres tenían un gran sentido de su papel en la sociedad y participaban activamente tratando de luchar contra las injusticias que veían. El trabajo de mi madre como maestra ocupaba gran parte de su tiempo: conocía en profundidad a sus alumnos y hacía todo lo que estaba en su mano para ayudarles en la escuela.
A veces, cuando hacía rondas de visitas familiares, yo la acompañaba a sus casas donde intentaba convencer pacientemente a los padres de que apoyaran la educación de sus hijos. Recuerdo que parecían muy asustados. Generalmente, la violencia y la pobreza les hacían tomar decisiones que a nosotros nos costaba entender, pero nunca era porque no les importara.
Mi padre, ávido lector, nos enseñaba acerca de nuestra historia, nuestra identidad y el mundo. La suya era y sigue siendo una ideología colectivista. Crecí escuchando sus sermones (“para el bien de muchos, no de unos pocos”) y sintiendo la necesidad de hacer mi propia aportación. Me imaginaba viviendo en Kabul y, como mi madre, formando parte activa de la sociedad, tal vez como escritora o como médico. Sin embargo, todo aquello quedó en el aire cuando la guerra asoló todos los ámbitos de nuestra vida, y nuestra identidad quedó reducida a gente a la fuga, gente de fuera.
El antiguo hogar
Aquel primer verano en Londres, me costaba recordar nuestra casa sin un elemento de pensamiento mágico. Los recuerdos de Kabul y nuestro hogar acechaban en algún lugar de mi subconsciente, alimentando mis pesadillas y arrebatándome el sueño. Solo recordaba impresiones, no me llegaba nada definido con perfiles, esquinas o líneas: tan solo un caos de color y emoción. Mi estado mental oscilaba entre el agotamiento y la inercia. Ahora que debíamos construir un hogar nuevo, nuestro antiguo hogar quería volver, pedía atención como un hijo muerto o un amante, y yo no sabía cómo apaciguarlo.
A pesar de que nuestro nuevo hogar debía ser un lugar “seguro”, casi todo nos angustiaba y desorientaba. Londres fue el primer lugar donde pude ir a la escuela con seguridad. En sus buenos momentos, mi madre nos motivaba sobre el hecho de recibir una educación británica, diciendo, “sois muy afortunados” o “podréis hacer lo que queráis”. A mí, ambas ideas me resultaban desconcertantes. ¿Cómo podíamos decir que la suerte formara parte de nuestras vidas? Y ser capaz de hacer lo que quisiera me parecía una fantasía lejana.
El colegio resultó un trago difícil para una chica que había vivido una infancia poco convencional y que no hablaba el idioma. No encajábamos en nada, ni siquiera en la ropa.
El primer día de colegio, llegué con mi chándal morado y fucsia, e inmediatamente tuve la sensación de que llamaba la atención entre una marea de adolescentes vestidos con vaqueros militares y camisetas oscuras. Al unirme a la fila del comedor, me sentí como si fuera un ramo de flores artificiales puestas en la sala de espera de un dentista para distraer a los pacientes del dolor que les aguarda.
Me sentaba en la última fila de la clase de ciencias, sin entender una sola palabra de lo que decían. No conocer un idioma es como ver una película extranjera sin subtítulos: por muy dramática que sea, acabas perdiéndote en tus pensamientos. En clase, me aislaba en el pasado, caminando a través de recuerdos de nuestro viaje y contemplando nuestras vidas. Tenía muchas preguntas sobre lo que había ocurrido. Dejando a un lado la violencia, la guerra es como una pantomima: ridícula y absurda. Para darle sentido, la gente que vive rodeada de violencia aprende a contar historias que mantengan a raya el dolor.
En aquella época, esa obstinación de los seres humanos por buscar el lado bueno de las cosas, fuera cual fuera su situación, me parecía patológica. Oía a una mujer decir: “Gracias a Dios, han encontrado el cuerpo de mi hijo: al menos sé dónde descansa”, y no era capaz de entender cómo podía verse alguien tan arrinconado en el agradecimiento cuando lo que debería sentir, pensaba yo, era rabia. Me desconcertaba que la gente atribuyera esa actitud a algo como el coraje: en mi adolescencia, me parecía una postura cobarde. Ahora entiendo que necesitamos historias para sobrevivir. Parecemos incapaces de enfrentarnos a la humanidad tal y como es: desnuda y llena de terror.
Cuando tu principal ocupación es sobrevivir, otras cosas se quedan por el camino. Durante el viaje, las celebraciones y los rituales familiares empezaron a desaparecer de nuestras vidas. En el Islam, estar de viaje exime de la obligación de ayunar, y como las fiestas religiosas giran en torno a la comunidad, nos resultaba difícil celebrarlas mientras huíamos. Llegar a Londres para nosotros significaba alcanzar nuestro destino y la posibilidad de que la vida volviera a empezar.
Las especias olvidadas
La importante comunidad del Sudeste asiático residente en Londres ya se había hecho un lugar en la ciudad. Tras varios meses en el norte de la capital, a finales de verano nos mudamos al Este de la ciudad, cerca de Green Street Market, en West Ham. El bullicioso mercado vendía dulces y especias que casi habíamos olvidado. Carniceros halal, decenas de tiendas de alimentos del sudeste asiático y puestos llenos de golosinas indias despertaban nuestros sentidos.
Después de cuatro años sobreviviendo en lugares donde las piezas de fruta se vendían por unidad, mi madre estaba encantada con aquella abundancia de fruta y verdura. Cuencos de manzanas, naranjas y tomates se vendían a una libra. Un día, se detuvo de pronto delante de una tienda donde sonaba una vieja canción de Bollywood: se quedó allí de pie, agarrando la mano de mi hermano y escuchándola con atención hasta que terminó. “No escuchaba esa canción desde que era pequeña”, nos dijo.
Hacíamos cuanto podíamos por convertir nuestra nueva casa en un hogar. Era un apartamento pequeño en una calle residencial entre Plaistow y West Ham, y mi madre se esforzaba al máximo por alegrarla. Compró un mantel con estampado de fresas para la mesa del comedor y yo, que ya empezaba a estar obsesionada con Bollywood, me compré un póster de Shah Rukh Khan para mi habitación. Íbamos a por caramelos a Ambala, la mejor confitería india de Londres.
Sin embargo, todas las mejoras en la casa se veían ensombrecidas por el dolor que sentíamos. Cada comida familiar estaba teñida de tristeza y, aunque todos intentábamos mantenernos alegres para merecer nuestra nueva vida, la alegría siempre estaba fuera de nuestro alcance. Por primera vez en mi vida, podía irme a otra habitación, lejos de mi familia, y conforme pasaban los días y las semanas, empecé a hacerlo más y más. Las familias desgarradas por la guerra raramente vuelven a encontrar su unidad. Hay demasiado que acarrear, demasiado que aguantar, y a veces resulta más fácil retirarse a otro espacio que intentar sanar juntos.
El nuevo barrio era muy diferente al primero. West Ham y Plaistow tenían una compleja historia que no conocíamos. A pesar de que su población era por lo general diversa, las comunidades estaban dividas en secciones distintas. La zona donde nos alojaron era predominantemente blanca, un hecho al que no prestamos demasiada atención al llegar.
En Kabul, nuestra comunidad era multiétnica y multilingüe: mis padres provenían de etnias distintas y hablaban idiomas diferentes, de modo que estábamos acostumbrados a rodearnos de gente con una identidad distinta a la nuestra. Además, nos encontrábamos en un país mayoritariamente blanco: ¿Por qué no iba a ser blanco nuestro barrio también?
Sin embargo, desde el principio notamos que algo no iba bien. Todo empezó con leves actos de agresión que mi astuta madre percibió de inmediato. La sensación de que nos estaban vigilando se fue agudizando. Cuando intentó explicar nuestra inquietud a una brillante y joven maestra que le había cogido cariño a la familia, no lo entendió inmediatamente. Trató de tranquilizarnos diciendo que era la ansiedad normal de mudarnos a un sitio nuevo y que pronto empezaríamos a sentirnos a gusto.
Pero la realidad nos decía lo contrario, así que mi madre nos prohibió salir sin ella e insistió en que hiciéramos todo lo que pudiéramos juntos. Íbamos al mercado juntos y tratábamos de ir al colegio juntos, a pesar de que el de mis hermanos no estaba nada cerca del mío. Nos quedábamos en casa todo lo posible y evitábamos ir al parque del barrio.
Agresiones
Esto no detuvo la hostilidad de los vecinos. Un día, poco después de instalarnos, volvíamos del supermercado Sainsbury’s en Stratford cuando un joven gritó “¡Paquis!” mirando hacia nosotros. Sus acompañantes simplemente se echaron a reír a carcajadas. Pasamos delante de ellos rápidamente hacia la puerta de nuestra casa. Al día siguiente volvió a ocurrir, y otra vez varios días después. Mi madre no sabía qué hacer y recurrió a nuestro vecino de al lado, un anciano amable, para preguntarle acerca de ello. Él intentó calmarla diciendo que no eran más que adolescentes aburridos y que deberíamos ignorarles todo lo posible.
Evidentemente, nosotros ya habíamos sentido el racismo durante nuestro viaje, pero aquella fue la primera vez que lo sufrimos de forma abierta, y nadie parecía inmutarse por ello. Esa actitud hostil no tardó en pasar a la acción y empezaron a meternos basura a través del hueco para el correo de la puerta de entrada mientras dormíamos.
La imagen de uno de nosotros arrodillado limpiándola era realmente lamentable. Despertaba en todos una sensación de pánico atenuado que ya habíamos vivido durante años por nuestra inseguridad. La supervivencia hace que cueste diferenciar la paranoia de la premonición de un desastre, hasta que la ansiedad erosiona tu sentido de ti mismo. Y yo, que era la mayor de los hijos, temía por la seguridad de mis hermanos.
Un día, mi madre y yo fuimos agredidas en la calle. El agresor se quitó el cinturón y empezó a pegar a mi madre. Ver aquello me sobrepasó, y estallé. Grité tan fuerte como pude y traté de golpearle. No le hice gran cosa, pero mis gritos llamaron la atención de sus amigos, que se pusieron a perseguirme. Eché a correr tan rápido como pude y, mientras huía, un coche de policía que pasaba por allí vio lo que estaba ocurriendo e intervino.
Una vez en comisaría, un agente nos tomó declaración a mi madre y a mí tomando nota minuciosamente y dijo que esperáramos. Los agresores también habían sido trasladados allí. Yo estaba exhausta y alterada, pero contenta de que el incidente hubiera acabado con su detención. Mi madre callaba inexpresiva, ninguna de las dos dijo nada mientras esperábamos. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos allí pero, transcurrido un rato, el agente volvió y se ofreció a llevarnos a casa.
Mi madre le preguntó qué iba a pasar y qué podíamos esperar. El agente tomó asiento y nos explicó que habían dejado marchar a los agresores porque no había suficientes motivos para retenerles. Además, añadió, “son jóvenes y estúpidos, se les pasará”. Las lágrimas empezaron a caer por el rostro de mi madre. El agente intentó tranquilizarla, “Si vuelven, puede llamarnos otra vez, señora Halaimzai”, dijo, pero ella siguió llorando, allí sentada.
Al volver a casa, subí a mi habitación y me tumbé en la cama. Tenía convulsiones por un dolor que no era capaz de entender. Pensé en nuestras vidas y empecé a comprender la reticencia de mi padre a dejar Afganistán. Lo que sientes hacia la tierra en la que naciste y la tierra donde has acabado son cosas distintas. No se trata de patriotismo, ni de lealtad hacia una frente a la otra. Es sentir que, cuando estás allí donde naciste, nadie puede poner en duda tu derecho a estar ahí. Solicitar asilo te genera inseguridad en torno a tu propia existencia. Hay un sentimiento que impregna todas tus interacciones, como si necesitaras justificar constantemente tu presencia.
Tumbada allí, me preguntaba si tenía algún derecho a esperar que la policía nos protegiera a mi familia y a mí, y no llegaba a ninguna conclusión. Aún no entendía lo suficiente el racismo como para sentir rencor por lo que estaba ocurriendo: lo único que sentía era vergüenza por quiénes éramos.
Identidad británica
No tardé mucho en aprender a hablar inglés. Primero fue un puñado de palabras sueltas, que pronto se convirtieron en frases. Pronto empecé a ser capaz de mantener conversaciones básicas con mis compañeros de clase. Cambié el chándal por unos pantalones militares, me corté mucho el pelo, y para cuando mi padre llegó a Londres unos meses después, ya había descubierto el drum’n’bass. De algún modo, ese sonido, que a mis padres les resultaba alarmante, para mí tenía mucho sentido. Solía meterme en mi habitación a escuchar cintas de raves a las que no podía asistir.
A medida que mis hermanos y yo nos íbamos ubicando, el papel de mi madre en nuestras vidas empezó a cambiar. Pasamos de copiar sus palabras en inglés a corregir su pronunciación. Mientras nosotros desarrollábamos una identidad claramente británica, a ella le seguía costando verse como parte de su sociedad, a pesar de sus enormes esfuerzos por integrarse. Se matriculó en clases de inglés en la universidad local, y recibía con entusiasmo a las testigos de Jehová que nos visitaban cada semana, desoyendo mis advertencias sobre su proselitismo.
Aquellas dos mujeres y mi madre se pasaban horas sentadas, contestando las preguntas de las otras (ellas tenían tanto interés por Afganistán como mi madre por Reino Unido), y lamentando la situación del mundo mientras mi madre les ofrecía higos, nueces y samosas. Cuando recuerdo aquellas reuniones, creo que las tres encontraban solaz en la compañía de las demás.
Tardé mucho tiempo en entender por qué a mi madre le resultaban tan duras aquellas entrevistas en el Ministerio del Interior. Cuando llegamos, yo estaba tan consumida por mi propia ansiedad que era incapaz de prestar atención a la suya. Aquella mujer había perdido todo lo que daba sentido a su vida: su familia, su comunidad, su sustento y su idioma.
Todos sus amigos estaban lejos o muertos, y mientras ella intentaba convencer a un funcionario en Croydon de que no podíamos volver a casa porque nuestras vidas corrían peligro, los talibanes causaban estragos en Afganistán, prohibiéndolo todo, desde la música hasta llevar calcetines blancos. Cualquiera que desafiara sus salvajes normas era amenazado con ser ejecutado públicamente en el estadio de Kabul, donde la justicia había quedado reducida a un sangriento deporte. Y las mujeres y las niñas habían sido declaradas invisibles e inútiles.
¿Qué podía haber más aterrador para alguien como mi madre, que había dedicado su carrera a educar a niñas y a animarlas a valerse por sí mismas? ¿Cómo iba a regresar a aquello? Sin embargo, para el funcionario que llevaba nuestro caso, todo esto no era evidente, y por eso mi madre tuvo que aguantar horas y horas de interrogatorio, tratando de explicar en un inglés chapurreado que sus hijos necesitaban una oportunidad para vivir sin violencia, y al hacerlo perdió parte de su luz.
La ruta en Grecia
Hoy, casi tres décadas después de huir de Afganistán, dirijo una organización sin ánimo de lucro en Grecia que trabaja ayudando a refugiados a lidiar con el trauma, y he visto el dolor y la angustia que sufren familias intentando sortear el proceso de asilo. Grecia ha creado un sistema deliberadamente diseñado para ser hostil, y con ello reducir el atractivo de establecerse en Europa.
En los grupos que organizamos para hombres, mujeres y niños, los participantes describen los sentimientos de pánico y desesperación que experimentan cuando se enfrentan con la burocracia. Una mujer de un grupo estaba tan angustiada por su entrevista para solicitar asilo que empezó a autolesionarse. Me dijo que hacerse cortes le aliviaba, como si al apretar una cuchilla sobre su piel, estuviera soltando la presión que sentía. No podía soportar la idea de que le denegaran la solicitud, ni la posibilidad de ser devuelta a su ciudad medio destruida y aún en guerra.
Jóvenes de un grupo de teatro que montamos en Grecia hablaban a menudo del sentimiento de traición que les inundaba al ver las imágenes y los titulares sobre refugiados. Era como si aquel acontecimiento, aquella circunstancia, hubiera borrado toda su identidad, toda su historia. Ellos seguían diciendo “mi futuro” como algo completamente imaginable y factible, y que la actual suspensión de sus esperanzas y sueños era el purgatorio. Pero insistían en que la lástima era todavía peor. Nadie quiere lástima cuando ha experimentado la humillación de la violencia. Lo que ellos necesitaban era que la gente intentara comprender.
Cuando hablo con madres afganas en Grecia, tan resueltas como lo estaba mi madre a conseguir un futuro para sus hijos, veo el mismo sufrimiento silencioso en sus ojos. Sé lo que cuesta mantener a una familia unida en su situación.
La historia se repite
El hecho de que Afganistán vuelva ahora a estar ahora en manos de los talibanes no ayuda. La historia se repite a medida que toman el país y promulgan los mismos decretos salvajes contra el pueblo, confinando a mujeres y niñas en sus casas. Los afganos, aún frágiles tras décadas de violencia, son impotentes ante las fuerzas que deciden su destino.
En los últimos años se han producido algunas de las peores matanzas civiles de la última década. Quedé paralizada por el horror al conocer la noticia de un ataque contra un hospital de maternidad. Las imágenes de recién nacidos muertos en brazos de sus madres muertas me hacían sentir nauseas. Y a pesar de tanta muerte, aquellos que han intentado huir hasta ahora han sido devueltos, ya que países como Grecia, Reino Unido y Alemania consideraban que era seguro regresar a Afganistán. Es como si mereciéramos toda esta violencia.
Llamo por teléfono a mi madre. En su voz, escucho el mismo estoicismo que oía en la de mi abuela. Le hablo de mi desesperación al ver lo que sigue ocurriendo a gente como nosotros. Le cuento el caso de un afgano que se enfrenta a la cárcel en Grecia porque su hijo se ahogó mientras se acercaban a las costas helenas en una patera llena, buscando asilo. Ella escucha atentamente mi discurso medio en inglés medio en farsi, y cuando termino, dice, “Se enfrente a lo que se enfrente, la gente tiene que sobrevivir. No nos queda elección”.
Traducción de Ana Momplet