El transportista se quejó de que no sabía dónde dejar las vallas. El hombre, de bigote cano, dijo que ni los policías federales mexicanos tenían claro el destino de las cercas metálicas de tres metros. Mientras las cámaras enfocaban a los agentes que blindaban la frontera de Ciudad Hidalgo (Chiapas), un autobús blanco salía por el lateral. Manos saludando y caras sonrientes identificaban a varias mujeres y hombres hondureños a través del cristal. Era el instante del despiste.
En una tarde bochornosa, el bus recorrió los 32 kilómetros que separan Ciudad Hidalgo de Tapachula custodiado por dos coches de la policía federal. Su destino: la estación migratoria Siglo XXI, un eufemismo para llamar a lo que en realidad es un centro de detención temporal de migrantes. Un edificio blanco con actitud de búnker, en el que nadie quiere ejercer de portavoz, cuestionado por varias ONG por ejercer violencia psicológica contra las personas.
El secretismo impera en la frontera mexicana. A la una de la tarde de ayer, México abrió las puertas del puente, que une Ciudad Hidalgo con la ciudad fronteriza de Tecún Umán (Guatemala). Allí más de 4000 hondureños esperaban desde hace más de 48 horas a que el gobierno accediera a dejarlos pasar después de una semana de viaje.
Fue inútil. A la una de la tarde, sólo un grupo de unas 300 personas, entre mujeres, niños y hombres enfermos, pasaron legalmente el 20 de octubre al interior de la oficina migratoria. De estos, unas sesenta personas salieron inadvertidos en bus, mientras la policía federal desplegaba vallas y una señora desconocida jugaba a captar la atención de los medios al agradecer la ayuda de una parroquia católica.
De los demás, los estoicos del puente sobre el río Suchiate, la mayoría cruzó ilegalmente en balsas sobre neumáticos a México y la minoría, aunque fueron centenares, regresó a Honduras en buses gratuitos desde Tecún Umán. Y aún queda gente en el puente.
Para ese momento, el puente llevaba 23 horas cerrado desde que el día anterior se desató una batalla campal entre los policías antimotines y los migrantes de la caravana más mediática de la historia reciente de Centroamérica. Ese día, unas doscientas personas, entre mujeres, niños y algunos hombres detenidos por enfrentarse a los agentes, fueron subidos a buses para ser trasladados a algún lugar. Un destino que no trascendió entre los más interesados.
“No me dejan verlo, ni hablar con él, ni saber cómo está”
Hace más de treinta horas que en la caravana nadie sabe nada de las primeras personas que subieron a buses. De todos los pasajeros de los últimos dos días, no hay información pública sobre quiénes son ni cómo están. Son más de 380 personas registradas para obtener el estatus de refugiado temporal en México, según la agencia de la ONU para refugiados (Acnur).
En estos días, Acnur ya visitó la estación migratoria Siglo XXI y la extensión del edificio en una nave de un parque ecológico de Tapachula. Pero no ha dado declaraciones. También y tampoco la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Al menos dos oenegés han solicitado acceder para ver a los hondureños y el no fue la respuesta a corto plazo.
El misterio con que México trata los casos, entre los que no todos son solicitantes de refugio porque también hay detenidos por enfrentarse a los antimotines, crispó el aguante de miles de hondureños. “Realmente no se sabe quiénes están en la estación y quiénes en los refugios”, afirma Marcela Alonso, de la Red Jesuita Por Migrantes en México.
La desinformación es tan grande que el pánico definió ayer el aguante de la gente. En el puente, la petición de los líderes de la caravana fue que no hubiera buses, para así acelerar el paso de los migrantes a pie. Bajo un sol infame de mañana y un hedor de basura acumulada por una noche larga, los portavoces insistían a los diplomáticos mexicanos que no hubiera trampas. El trasfondo era el miedo generalizado a que si se subían a un bus, iban a ser deportados a Honduras. Y ni las oenegés pueden certificar que no suceda.
Una flaca y triste mamá mexicana de 18 años observó la entrada del bus del día 20 en la estación migratoria Siglo XXI. No se llama Leslie García, pero pidió anonimato. Ahí, abrazada a su bebé de ocho meses, daba vueltas en el pequeño parque que rodea al edificio, en el que fuera sólo había un matrimonio de Ghana y el vigilante del edificio. Su novio, que fue trasladado en el primer bus, estaba detenido en la estación. Hacía 26 horas que no le veía. Y subiendo. Los policías del centro de detención, contaba, le insistieron en que seguro había sido deportado.
Mientras daba el pecho de pie, Leslie García lloraba ayer para contar su espera. Hace seis meses que había dejado Ciudad de México, de donde es oriunda, para ir con su pareja a presentar a su hija a su abuela, en San Pedro Sula, la ciudad más violenta de Honduras. Al ver la caravana por la televisión, decidieron regresar así a México. Se posicionaron frente a la valla mexicana y ambos pasaron.
Ella subió a un bus y él, a otro. Por su nacionalidad, no podía entrar al centro de detención y por eso rondaba ayer como alma en pena fuera de la estación migratoria. “No me dejan verlo, ni hablar con él, ni saber cómo está”, decía esta joven mamá, cuya angustia era que su bebé, de pelo alborotado, era muy apegado a su padre, por lo que al menos quería que pudieran despedirse. Una situación incierta en la que la Secretaría de Gobernación (Segob) de México desafía a su propio mandato sobre estaciones migratorias. Entre los derechos de los detenidos está poder comunicarse, llamar y recibir visitas de familiares.
En el puente, que ya está casi vacío, la gente pasó días de mucha incertidumbre. Los miles de hondureños que decidieron pagar 2 euros para cruzar en balsa por el río Suchiate ante la vista gordísima de la policía, quieren continuar ahora el largo camino a Estados Unidos, que durará al menos cuarenta días.
Pocos saben que para pedir el refugio temporal de 45 días en México, que sirve para al menos cruzar legalmente, no tiene que probar nada. Cualquier persona que huye de su país puede solicitar refugio. Y miles de hondureños huyen de realidades con niveles extremos de violencia. Las dudas de proceso migratorio quedan en segundo plano. Lo urgente es llegar.
Sentada en el suelo del parque del centro de detención, Leslie García espera a ver como pagarse un hostal por segunda noche. Porque no le queda dinero, porque no sabe qué pasó con su novio, con el que llevaba tres años. “Nosotros quisimos pasar por las buenas”, dice esta niña de voz ronca, “pero no nos dejaron”.