La desesperación es un salto de veinte metros al agua. Después de miles de kilómetros a pie, para huir de un país súper violento y con un altísimo nivel de desempleo, encaramarse a una valla fronteriza sobre un puente, agarrarse a una cuerda y caer a un río parece un mero trámite para alcanzar una meta todavía lejana llamada Estados Unidos.
El 11 de octubre, el gobierno hondureño informó de una próxima subida entre un 12 y un 18% del precio de la luz. El anuncio, que no trascendió fuera del país, es clave para entender parte del porqué de la huida masiva que comenzó sólo dos días después, y que se llamó la caravana migrante. Honduras es un país en el que siete de cada diez personas sobreviven con empleos informales en medio de barrios controlados por pandillas. Pese a todo esto, el presidente Juan Orlando Hernández, llegará hoy día 20 a Guatemala a negociar que la gente que se regrese. México ya ofreció 45 buses para hacerlo.
Ahora, más de 4000 hondureños esperan sobre el puente de un kilómetro que separa la frontera de Tecún Umán (Guatemala) de Ciudad Hidalgo (México). Desde las doce del mediodía del 19 de octubre, después de derribar la valla fronteriza del lado guatemalteco, las personas, entre las que hay centenares de niños, aguardan a que el gobierno mexicano abra la frontera. Dicen que les dejarán pasar a las siete. El puente, en la madrugada, parece un campo de refugiados.
Saltar al río
Pero no todos le tienen paciencia a la geopolítica. Porque cruzar Guatemala es la parte más corta del viaje, apenas 700 kilómetros a pie para la mayoría, que llega desde San Pedro Sula, la capital industrial de Honduras. Aún les falta cruzar todo México, que les puede llevar cuarenta días. Y enfrentarse a la respuesta de Donald Trump en la frontera estadounidense, que el mismo presidente ya advierte que será represiva.
Como consecuencia, alrededor de cincuenta jóvenes osados saltaron ayer al río Suchiate, que separa las orillas de México y Guatemala. Y se quedaron horas sentados en las rocas del lado de México para armar un grupo grande para pasar por Ciudad Hidalgo y seguir su camino. Eso hizo Juan García, un chico flaquísimo de 17 años, que dejó a su hermana, de 14, arriba en el puente. No quería que ella saltara. Sin camiseta y con los pantalones de chandal empapados, a las tres de la tarde, sólo pensaba en llegar a Nueva Jersey. Por su hermana no se preocupaba. Es más lista que él, decía.
Otros pagaron poco más de 2 euros para viajar cinco minutos en las balsas que diariamente cruzan contrabando de tabaco, productos de higiene, alimentos y también personas. Así lo hizo Axel Calix, estudiante de derecho de San Pedro Sula. Con 22 años, nunca había pensado en viajar a Los Estados, que es como le llaman a EEUU. Él, que viaja solo como tantos, viene de un barrio que, dice, representa la máxima desigualdad. Calix, alto y grueso, es de los pocos que sí cruzó. Sentado en el parque central de Ciudad Hidalgo, este joven que sacó notas excelentes en bachillerato, contó que se va para ayudar a sus padres. “Pensalo bien, me dijeron: es una decisión que te va a afectar en tu vida”. Pero le apoyaron.
Una gran minoría logró escabullirse y pasar. Ante la mirada divertida de algunos policías antimotines mexicanos que los miraban desde el puente. Entre todos no fueron más de 200 los que lo lograron y durmieron en el albergue temporal, que queda enfrente del parque central de la fronteriza Ciudad Hidalgo. El resto, más de 6000 personas, pasaron el día y la noche en el puente de una de las cinco fronteras que tiene Guatemala con México, la más transitada de todas, pero nunca abordada por tantas personas.
En la mañana, la gente se había organizado en el parque central de Tecún Umán. El plan era que salieran a la frontera a las doce del mediodía, pero siempre mujeres y niños primero. La hora la cumplieron con exactitud británica, pero tras reventar la valla del lado guatemalteco, miles de hombres, sobre todo jóvenes, se adelantaron para llegar los primeros a la valla del lado mexicano. Su grito sonriente de “Viva México, viva México”, de poco sirvió, los más de 200 policías antimotines mexicanos que estaban desde dos horas antes con las bombas lacrimógenas listas, se replegaron y gasearon cuando algunos saltaron la valla con el himno de Honduras que llegaba de miles de gargantas.
Heidy Bonilla, de 19 años, su bebé y su madre sí estaban entre los primeros que se apretujaron en la valla mexicana. La consecuencia fue que Bonilla, junto a otras madres, pasaron al lado mexicano, para ser socorridas por los efectos de lo que la policía federal mexicana denomina agentes inmovilizantes no letales. Porque, como comentaba un policía: “Por los derechos humanos ya no se pueden llamar gases lacrimógenos”. Roja y entre lágrimas, la pequeña joven de pelo rubio teñido, no entendía por qué no les dejaron pasar a todos.
La pregunta de Heidy Bonilla, oriunda de El Progreso [junto a San Pedro Sula], mientras esperaba con otras sesenta personas a solicitar refugio legal en México, no era tan ingenua. A lo largo del día, el embajador de México en Guatemala, Luis Manuel López, insistió en que México tenía “política de puertas abiertas” para los migrantes hondureños. “Es una política de rostro humano, no podemos ser burócratas”, dijo mientras se limpiaba por enésima vez el sudor provocado por la alta humedad del río Suchiate. Pero México no abrió tan fácil las puertas.
La tensión entre la policía mexicana era palpable. Muchos agentes decían que esperaban órdenes. Pero había muchas formas de pensar sobre esas órdenes. Un antimotín, de unos 40 años y rostro ajado, decía que, por él, había sido migrante indocumentado a los 18 años, que pasaran todos, que todos son personas. Pero otro antimotín, de unos 60, respondía por lo bajito al grito insistente de los hondureños de El pueblo unido, jamás será vencido: “Jamás será vencido en tu país, aquí no sois bienvenidos”.
“Usted se quiere ir, no la vamos a detener”
Karina Linares, de 39 años, y su novio Antonio Turcios, de 45, se quedaron arriba del puente. Desde allí miraban la alegría y escuchaban las bromas y los cánticos de los que se armaron de valor para saltar al río y llegar a la orilla mexicana agarrados a una cuerda amarilla atada al puente por unos balseros.
Ella dejó a sus tres hijos en San Pedro Sula. Porque, dice, ya son mayores. Con una coleta amarrada con gomina y una mochila azul regalada en el camino, esta mujer chiquita aseguraba que nunca animaría su hija, que tiene tres hijos, a hacer esta ruta. “Ellos me dijeron: usted se quiere ir, no la vamos a detener”. Y eso hizo la mujer que últimamente sólo recolectaba leña para poder comer algo cada día.
Hija y hermana de maltratadores, la sonrisa apagada de Linares se enciende al hablar de lo mucho que extraña cocinar baleadas, el irónico nombre del plato más popular de Honduras, que son tortillas de harina con queso, alubias y lo que se le añada. Por 30 céntimos de euro cada baleada, dice que es imposible que pueda pagar la luz o lo que sea.
Silencioso, su novio Antonio Turcios, de gruesas cejas y bigote, la observa y reflexiona sobre la idea de que migrar significa no estar de acuerdo con algo. Ya sea un política migratoria, un aumento de la tarifa eléctrica o la violencia pandillera. ¿Cómo entender por qué huyen? “Para entender este tipo de situaciones, la gente tendría que estar en el lugar de nosotros”.