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Acampada de refugiados en el desierto de Níger para protestar por el retraso en el proceso de acogida europea

Llegaron a este rincón del Sahel, en mitad de uno de los países más pobres del mundo, con la promesa de ser trasladados a suelo europeo. Pero el pasado 16 de diciembre explotó la desesperación de las más de 1.600 personas acogidas en el campo de refugiados de las afueras de Agadez (Níger), creado en 2017 para albergar a quienes huyeron de los abusos sufridos por los migrantes en Libia. El cumplimiento del compromiso se retrasa demasiado debido a la lentitud que marca el procedimiento de los reasentamientos.

Sumado a un deterioro de la ayuda humanitaria y las condiciones de salud, unas mil personas emprendieron una caminata para recorrer los cerca de 20 kilómetros de distancia y desierto que separan el campo de la oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Agadez, explican los manifestantes. La movilización se mantiene hasta la fecha y, según varios de los participantes contactados por eldiario.es, pretende continuar.

“Hemos tomado la decisión de que nunca volveremos al campamento hasta que no haya soluciones a nuestros problemas. Mientras tanto, seguiremos las protestas frente a la oficina de ACNUR”, asegura Yahya Dawood Hamid, de 29 años, que, tras huir de la guerra de Darfur y del infierno libio, vive en el campamento de Agadez desde hace dos años y medio.

Mahamat Nour Abdoulaye, jefe de la subdelegación de ACNUR de Agadez, reconoce que el organismo que representa es conocedor de las peticiones de los manifestantes. “Los motivos reales por los que los refugiados abandonaron el centro humanitario están vinculados a la demanda de reasentamiento colectivo en un tercer país. En sus pancartas leemos: 'No hay vida en el desierto en Níger'. Sin embargo, también citan condiciones médicas como causa de su manifestación”, explica el trabajador de ACNUR.

Cientos de mujeres y hombres cumplen 10 días de protesta. “Lo hacemos para exigir nuestros derechos, después de aguantar dos años y medio sin nada. Protestamos por las dificultades para salir del campo y poder ir a otro lugar, pero también al ambiente generado”, describe Yahya. “Muchos refugiados tienen problemas psicológicos, otros han tenido intentos de suicidio, algunos se han perdido y hasta ahora no sabemos dónde están. Además, a esto se suma el maltrato de los empleados del campo”, continúa este joven sudanés, quien solicita a la comunidad internacional, que “interfiera lo antes posible para resolver esta crisis humanitaria”.

Aisha Hassan coincide en las reclamas. Esta madre de familia, sudanesa de 29 años, añade a su preocupación el número de mujeres embarazadas “sin asistencia adecuada” e incide en la “falta de oportunidades y empleo” en el centro humanitario.

El papel de las mujeres en las manifestaciones es notorio, ellas también se sienten presas del hartazgo colectivo que, a su vez les dificulta recuperarse de los duros traumas vividos en Sudán y en Libia. Fátima, que prefiere camuflarse en un nombre ficticio, asegura que ha batallado durante años para borrar de su memoria el olor del cuerpo calcinado de su hermano después de ser atacados en su casa por los yanyauid cuando tan solo tenía siete años.

Ghali también se ha sumado a las protestas. Al igual que otros compañeros, acude con su teléfono móvil para documentar con vídeos e imágenes que más tarde son volcadas en las redes sociales, con el fin de expandir su grito.

Este joven tiene 16 años y llegó al centro humanitario de Agadez con 14. Lo hizo solo, sin la compañía de ningún adulto. Los recuerdos de su infancia están marcados por la destrucción, violaciones y asesinatos que las milicias árabes –conocidas como yanyauid– cometieron en Darfur, la región de Sudán donde nació. Pese a su corta edad, para escapar de ese calvario, siguió las huellas de muchos compatriotas que buscan refugio y seguridad en Europa, un destino que se estancó en Libia.

“Allí experimenté mucho sufrimiento. Iba con dos amigos, pero uno de ellos fue asesinado en prisión y del otro no sé qué pasó. Cuando escapé de prisión, conocí a un hombre nigerino que me ayudó a llegar a Níger desde Libia. Ahora solo busco una vida segura y poder estudiar”, confesaba Ghali a eldiario.es en octubre, antes de que comenzaran las protestas. Narraba parte de su trayectoria vital desde una de las casetas blancas prefabricadas y marcadas con la insignia de UNHCR (ACNUR en inglés), colocadas en hilera, que dan forma a este campo de refugiados en mitad de la nada.

Partidos de fútbol, una pequeña sala con dos ordenadores convertida en una suerte de centro recreativo para adolescentes o actividades de teatro y música programadas por entidades como MEDU (Médicos por los Derechos Humanos, en sus siglas en italiano) se cuelan en la cotidianidad de este campo de refugiados surcado por un mar de arena. Allí, el techo, la comida y el agua dependen exclusivamente de la ayuda humanitaria internacional. Pero la larga espera hacia un futuro autónomo ha colmado el límite de la paciencia de muchos. “Los procedimientos para salir del campo desde 2017 son muy escasos, algunos de nosotros ni tan siquiera hemos hecho nunca una entrevista para obtener documentos y tramitar el traslado”, se queja Ghali dispuesto a protestar hasta alcanzar una solución.