Niños refugiados viven solos en las calles de Sicilia después de arriesgar su vida en el Mediterráneo

“¡Ahmed!, ¡Ahmed!, ¡Ahmed!”. Una voz acelerada suena al otro lado de la plaza y despierta un efecto dominó entre los que descansan a su alrededor. Se levantan nerviosos para localizar al afortunado y corear su nombre. La persona que grita tiene un teléfono móvil en sus manos. Ahmed (nombre ficticio) salta del banco y corre hacia ella para responder a uno de los bienes más preciados en este punto de la ciudad siciliana de Catania: una llamada desde otro país europeo.

Se lo acerca a la oreja y escucha. Sonríe. Quien habla al otro lado del teléfono es su hermana. Llama desde Suecia. Ahmed es eritreo y llegó a la isla italiana hace un mes después de atravesar el Mediterráneo en un bote de plástico; de aguantar semanas de miedo, maltratos y encierros en Libia; de cruzar el desierto en 'pick-up' sin agua ni comida suficientes, atravesar Sudán y Etiopía. Ahmed tiene cerca de 12 años y ha recorrido miles de kilómetros solo, sin compañía de familiares.

El pequeño vive junto a unas 15 personas –la mayoría eritreas, menores y potenciales refugiados– en los alrededores de la Estación Central de Catania, convertida en punto de encuentro para aquellos migrantes que quieren salir, primero de Sicilia y después de Italia. Malviven en esta zona hasta conseguir el dinero necesario para poder finalizar su viaje: alcanzar el norte de Europa.

No tienen comida, no tienen agua potable, no tienen ropa con la que cambiarse ni un techo bajo el que dormir. Subsisten con la ayuda de diferentes asociaciones y ONG, cuyos trabajadores y voluntarios aparecen de vez en cuando para entregar bolsas con bocadillos, repartir ropa o productos de higiene. La mayoría ha decidido vivir en la calle porque teme que, si permanece más tiempo en los centros, tenga que quedarse. Para ellos Italia es un mero país de tránsito, una puerta hacia Alemania, Holanda o Suecia.

La mayoría huye de Eritrea, un Estado que “comete crímenes contra la humanidad sistemáticos”, según un reciente informe de la ONU. “No hay libertad. No existe. Yo huyo porque quiero libertad”, resume Kabede (nombre ficticio), de 16 años, tumbado en el césped de la plaza. Por eso subió en un bote de plástico abarrotado de personas y pasó horas atravesando el mar en plena noche, tocando el Mediterráneo con uno de sus pies. Por eso continuó su viaje a pesar de sufrir un disparo en Libia, a pesar de ver morir a dos compañeros cuyos cuerpos quedaron abandonados en el desierto del Sáhara. “Murieron de hambre o de sed”.

Ahora necesitan 38 euros para pagar su billete a Roma, el primer paso de esta etapa final de su proyecto migratorio. Muchos esperan el envío de dinero por parte de sus familias. “Para efectuar las transferencias electrónicas, como suelen hacerlo, necesitan documentos y ser mayores de edad. Por eso, acaban acudiendo a intermediarios, que en algunos casos les piden dinero a cambio. Es difícil saber si quien envía el dinero es un familiar o un traficante, con el que se acaba generando un deuda”, explica Andrea Bottazi, técnico del proyecto 'Open Europe' de Oxfam Italia. “Otros simplemente limpian coches para recolectar el dinero. Ganan cinco euros por coche, por lo que no les cuesta mucho conseguirlo”.

Sus bolsillos están cargados de papeluchos arrugados con decenas de números de teléfono apuntados, como los que no deja de escribir Ahmed mientras continúa hablando con su hermana. “Existe una comunidad muy fuerte de eritreos en Europa. Tienen una red muy arraigada. A lo largo del camino, hay diferentes puntos en los que los migrantes entran en contacto con traficantes”, apunta Bottazzi.

Algunos números corresponden a personas que podrían ayudarles en el camino. Otras de esas cifras con diferentes prefijos europeos esconden a Gyrman, el hermano de Abdul que vive en Holanda. A Fatima, que desde Sudán pregunta cómo se encuentra a su hermano Sami. A Mariam, su madre, que desde Eritrea se interesa por el tipo de lugar en el que vive su hijo. Y el pequeño, en la plaza en la que pasa sus días, evita detallar su situación. “Estoy en Catania”.

Oxfam Intermón y varias asociaciones locales calculan que durante el 2016 ha aumentado alrededor de un 20% el número de menores que llegan a Italia solos. En lo que va de año, cerca de un 17% de las 79. 851 personas que han arribado al país arriesgando su vida en el Mediterráneo son menores, según Acnur.

Temen tener que permanecer en Italia por ser niños

Cuando preguntas acerca de su edad, responden de forma similar. “Tengo 16 años”, contesta Sami con cierto aire chulesco frente a la estación. Su pequeño cuerpo, su cara, su estrecha espalda sugieren que ronda los 12 años. Sus ojos despistan. Su mirada transmite la inocencia de una edad desprendida por su apariencia física, pero también refleja la desconfianza derivada de una pesada carga de recuerdos que contrasta con su estatura.

No es el único. Todos dicen tener entre 16 y 17 años. Lo dicen convencidos, con normalidad, hasta que la pregunta se repite. Entonces, las miradas de reojo aparecen acompañadas de sonrisas contenidas. “Nos han dicho que a los menores que son muy pequeños, de 12 o 13 años, les meten en centros y no se pueden ir. A los mayores de edad les llevan a campos muy lejos, en medio de la nada, donde no hay nada que hacer”, responde uno de ellos, uno de los que no aparenta ser tan pequeño.

“Los menores de 16 años tienen que ir a la escuela, por lo que el control sobre ellos será mayor. Por otro lado, si los mayores de edad registran sus huellas a su llegada y después se van a otro país europeo, pueden ser devueltos a Italia en aplicación del Reglamento de Dublín, mientras que los menores solos no están incluidos en la normativa y pueden quedarse allá donde vayan”, explican desde Oxfam Italia.

“Les informamos de sus derechos, para que ellos elijan”

Unos permanecen en la plaza para irse de Italia, pero no son todos. Otros están en la Estación de Catania porque no saben dónde estar. Con el objetivo de localizar estos casos, la unidad móvil de Oxfam Italia recorre Sicilia en busca de recién llegados que hayan quedado fuera del sistema de primera acogida debido a posibles irregularidades en los centros de registro ('hotspot').

“La mayoría de personas que me encuentro en situación de calle se va de los centros porque quiere irse de Italia, pero hemos localizado a otras personas que querían pedir asilo y se quedaron fuera del sistema antes de tener la oportunidad de hacerlo”, añade. Son ya varios los casos de potenciales refugiados que, perdidos y desubicados, dormían en la calle porque desconocían que tenían derecho a ingresar en un centro y pedir protección.

Mechal (nombre ficticio) muestra sus papeles con cierto temor frente a la Estación de Catania. No entiende el contenido de todos los documentos que guarda con extremo cuidado en un sobre que no pierde de vista. Una trabajadora de la asociación siciliana Borderline, contraparte de Oxfam, le tranquiliza explicando su contenido y le detalla sus derechos en Italia. “Aunque deberían habérselo explicado en los centros de recepción, muchos no conocen sus derechos. Les ofrecemos la información necesaria para que decidan por sí mismos si prefieren quedarse o irse”, añade el responsable de la unidad móvil de Oxfam.

“Cuando me rescataron no era yo, mi cabeza estaba mal”

Pero Mechal quiere reunirse con su hermano en Francia. El joven etíope no es de los pequeños que no quieren ser tan pequeños, ni de los mayores que no quieren ser tan mayores. Él muestra los documentos que detallan sus 23 años. Lo hace, primero porque parece sentir la necesidad de contar a quien le rodea que, nada más desembarcar en el Puerto de Catania, después de atravesar el Mediterráneo desde Egipto, fue enviado a un hospital psiquiátrico donde permaneció ingresado ocho días. “No era yo. No sé qué me pasaba, estaba muy mal. Mi cabeza...”, lamenta Mechal. “No era yo”, repite sentado en un banco frente a la estación.

Sentado en un sofá destartalado situado en medio de la plaza, asegura que pasó dos semanas para alcanzar Sicila desde Egipto. “15 días en los que todo era mar, mar y mar”. Antes hubo más, este fue únicamente el último de todos los recuerdos que acumula en su cabeza. Para explicarlo, para sentir que transmite con precisión la dimensión de su viaje, pide papel y bolígrafo.

Dibuja Etiopía, posiciona la capital como punto de referencia, pero su travesía comenzó en el sur del país. “Desde aquí, donde vivía, fui a pie hasta Addis Adeba”, dice el joven para describir su viaje. Continúa dibujando Sudán y Egipto.

El intenso calor de la isla italiana cansa a los menores que pasan las horas en esta plaza tumbados en el césped, esperando una llamada, un mensaje de Facebook, el ingreso del dinero o la caridad de uno de los muchos turistas que pasan cada día por la estación. Uno de los niños más pequeños del campamento improvisado se acerca a la Fontana di Proserpina, la fuente que corona la plaza. Inclina su cuerpo hacia el agua estancada, rellena una botella y bebe. “Es agua, hace calor, y es lo que hay...”, dice con una sonrisa de resignación.

Llega la noche y la plaza empieza a despejarse. Mechal y sus dos amigos etíopes se levantan y comienzan a recorrer algunas calles cercanas en busca de un lugar donde dormir. En el camino cuentan sus motivos para salir solos de Etiopía. “Allí no podía estudiar, allí no hay futuro”, explica Abdul (nombre ficticio). “Quiero estar tranquilo y estudiar ingeniería”, añade Mechal. Han detenido su camino en un semáforo antes de llegar al punto exacto en el que dormirán. Aquí prefieren despedirse. “Vamos a dormir por aquí, en cualquier sitio, no tenemos dinero”, dicen mostrando cierta vergüenza.

Como cada noche, se despiden con el mismo pensamiento en la cabeza. Con el mismo deseo de transformar ese 'hasta mañana' en una verdadera despedida.

“Mañana, Roma”.

__

Nota: Los gastos derivados del viaje necesario para realizar esta cobertura han corrido a cargo de la ONG Oxfam Intermón.