Todavía falta hora y media para que amanezca. El autobús se para antes de llegar a una pequeña población a más de un centenar de kilómetros de Nador, ciudad fronteriza con Melilla, al noreste de Marruecos. Sin encender las luces, el conductor se acerca hacia las escaleras de la parte trasera y se dirige a unos chicos negros sentados en la última fila: “Es aquí, tienen que bajar ahora”, les advierte. Los chicos pasan uno por uno frente al chófer, le pagan y salen del autocar. En el exterior se distingue alguna luz en medio de una llanura árida infinita. Los jóvenes se quedan ahí para evitar ser detenidos en un control policial si continúan el viaje.
Los controles de documentación por perfil racial son uno de tantos dispositivos que Marruecos ha puesto en marcha para evitar que migrantes y solicitantes de asilo lleguen a las fronteras españolas. A la entrada de Nador el bus se vuelve a detener. Un gendarme sube de forma precipitada y revisa con una linterna los asientos. Va rápido, solo se fija en el rostro de los pasajeros. De mitad para atrás el bus está vacío; avanza directamente hasta el final. No hay nadie. Todo en orden: “Allah y'awnek, sidi” ('Que Dios le bendiga, señor'), el agente se despide del conductor y el autocar retoma la marcha.
Nador se ha convertido en un lugar hostil para quienes se ven obligados a llegar a Europa a nado o saltando la valla de Melilla, como los decenas de solicitantes de asilo procedentes de Sudán, donde los enfrentamientos entre el Ejército nacional y la principal fuerza paramilitar del país han dejado 413 muertos y 3.551 heridos, según el recuento difundido por la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Tras la tragedia de Melilla, las autoridades marroquíes han reforzado los controles en la zona, después del aumento de la vigilancia fronteriza ligada al giro de posición de España con respecto al Sáhara Occidental. Los migrantes que consiguen llegar a Nador, tratan de sobrevivir en los bosques que rodean la ciudad, donde, cada cierto tiempo la policía lleva a cabo redadas. Según la Asociación Marroquí de Derechos Humanos de Nador (AMDH), hace unas semanas hubo una “batida violenta” en el monte Gurugú en la que arrestaron a 80 migrantes, cinco fueron heridos.
Cuando la policía los atrapa, acaban en centros de detención o son trasladados de forma forzada lejos de la frontera. O las dos cosas. Esa es la vida que le ha tocado vivir a Ali desde que sobrevivió a la tragedia de Melilla. La noche que precedió a ese fatídico día fue la última que pasó en esos bosques de Nador. Y ahí empezó todo. “La policía asedió el bosque. Nos atacaron con gases lacrimógenos y una bomba de agua. Nos tiraban piedras, nosotros las recogíamos y se las tirábamos a ellos. Hasta que nos dijeron: Rendiros o volveremos con todo a por vosotros. A primera hora de la mañana fuimos todos hacia Melilla”, explica el joven de 18 años, solicitante de asilo sudanés.
Ali cuenta que el 24 de junio consiguió llegar a España. “Entré a Melilla, pero los policías españoles me agarraron y me pegaron. Yo no pude más. Me entregaron a los marroquíes y ellos me sacaron a la otra parte”.
Antes de que se acabara el día, Ali fue trasladado de forma forzada a más de 700 kilómetros al sur de Nador. Jamás logró volver a llegar a la frontera sin ser arrestado y trasladado a la fuerza bien lejos de esta. Hoy cuenta su historia desde Casablanca. Acaba de volver de otra ciudad, situada a más de 200 kilómetros al sureste del país, donde le abandonaron después del último traslado forzado. “Me encerraron dos noches y me alejaron [de la frontera], pero esta vez no me pegaron ni me robaron el móvil. Ahora estoy aquí y en unos días me iré otra vez”.
Casablanca es el eterno punto de partida y de retorno. Esta incansable ciudad de más de cuatro millones de habitantes es un lugar de paso que, para muchas personas, se ha convertido en un destierro donde los días y la espera se eternizan. Allí tratan de recuperarse en comunidad y retomar fuerzas antes y después de cada intento frustrado de llegar a la frontera y cada traslado forzado de la policía. Es el lugar donde se cruzan los caminos de centenares de solicitantes de asilo que, como Ali, se encuentran bloqueados en su viaje hacia Europa.
Represión e indiferencia institucional
Una antigua escuela abandonada de la ciudad sirve ahora de refugio para decenas de demandantes de asilo sudaneses. Cartones, mantas y colchones hechos polvo cubren el suelo de las aulas. No hay ventanas ni puertas y un antiguo patio de colegio ahora está cubierto de maleza y basura. Tampoco hay luz, ni agua. Donde estaban los inodoros hay agujeros abiertos a la alcantarilla y las duchas son un vertedero de residuos de todo tipo. El hedor es insoportable. Los muros de este sitio delimitan un incierto espacio de seguridad en el que sobreviven en comunidad gracias a lo que consiguen de la calle y la ayuda de los vecinos.
Osman es poco mayor que Ali y también ha huido de Sudán, concretamente de la región en guerra de Darfur, en la frontera con Chad. Sus caminos se cruzaron poco antes de la tragedia de Melilla y desde que sobrevivieron a la masacre han compartido parte del camino y diversos intentos frustrados de entrada a Ceuta. Hoy se vuelven a reencontrar en esta escuela abandonada. Ali está pensando ya en partir de nuevo; Osman explica que le duele el cuerpo por los golpes que le dio la policía en los tobillos la última vez que le devolvieron a Casablanca, pero siente que no puede esperar más. En unos días se irá con su amigo.
“Es imprescindible pasar mi próxima noche en España”, dice Osman sentado sobre el cartón que también usa para dormir en una de las aulas. “No tenemos trabajo ni nada para sobrevivir. No podemos quedarnos. Y si nos atrapan yendo a la frontera, nos trasladan a otra más lejana, la de Mauritania o Argelia”, explica. Recuerda con rabia el sufrimiento vivido como consecuencia de estos traslados forzados: “Agonizas gateando, después de que te atrapen y te peguen. A veces hasta te roban la ropa y los zapatos, haga frío o nieve. He pasado tres días sin comer ni beber, sin techo, con la lluvia cayendo sobre mi cabeza”.
“Somos refugiados”
Hoy se siente “desorientado” y “agotado” por el bloqueo. Tiene clara la solución, defiende: “Yo tengo derecho a vivir. Soy refugiado y tengo derecho al asilo. La Unión Europea puede abrirnos la frontera o gestionar nuestro asilo a través de las organizaciones que hay aquí. Nos conocen, estamos registrados, pero nos dan el papel del registro y nos dejan en la calle”, expone Osman. “Somos refugiados, si nos encuentran en las fronteras deben ayudarnos, pero en lugar de ayudarnos y abrir las fronteras nos pegan, nos odian, nos menosprecian y nos violentan, no nos quieren”, añade.
En el patio al que dan las aulas, uno de los chicos enseña el papel del registro al que se refiere Osman. Es el resguardo de la solicitud que ha presentado en la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), para ser reconocido como demandante de asilo. El chico se llama Ahmed, tiene 15 años y viene de Chad. Hace tres días que ha llegado a la escuela. “Ayer fui a la oficina de ACNUR, me dieron el papel, aunque me dijeron que no me podían dar comida, ni dinero, ni lugar para dormir. Fui yo quien me busqué este sitio”, cuenta.
“Te dan un papel que tienes que renovar cada siete u ocho meses y después tienes que volver. Si no lo tienes, la policía no te deja en paz y te puede deportar a la frontera con Argelia”. Cuenta que ha pasado varios días difíciles en las afueras de Casablanca buscando trabajo para sobrevivir, sin suerte. “Yo vine aquí porque mi país está en guerra. No he dicho que quiera llegar a Europa, me quedaría en Marruecos si pudiera estar bien y estudiar”, asegura Ahmed.
El Estado marroquí no tramita las peticiones de asilo de estos jóvenes; ni les ofrece refugio ni asistencia temporal. A diferencia de lo que ocurre en España, ACNUR se encarga de registrarle. Desde esta organización explican que se ha doblado el número de demandantes de asilo y refugiados desde 2020, calculan que actualmente hay unos 20.000 en Marruecos, y dicen no disponer de recursos suficientes ni medios para agilizar los trámites de asilo. En la práctica, las embajadas europeas tampoco ofrecen vías eficaces para poder pedir el protección internacional desde Rabat.
“Marruecos no es un país seguro”
Al laberinto sin salida para conseguir el asilo y a la represión policial, se añaden los ataques racistas que sufren en las calles de Casablanca y otros puntos del país. Las últimas agresiones han colmado la paciencia de muchos. Hace unas semanas, más de un centenar de jóvenes sudaneses y chadianos varados en esta ciudad decidieron salir a manifestarse contra la violencia y contra la represión que sufren, al grito de “Marruecos no es un país seguro”.
Denuncian que varios de sus compañeros fueron brutalmente agredidos después de que un grupo de personas les insultaran y les robaran el móvil. Aseguran que en estos casos la policía no les ofrece ayuda ni persigue a los agresores.
“No hay seguridad para nosotros en Marruecos”, afirma uno de los jóvenes, que ejerce de portavoz rodeado de decenas de compañeros. “Si vamos a la policía nos dicen que les enseñemos los papeles de residencia y, como no los tenemos, no nos ayudan. Nos consideran criminales. Y nosotros no somos criminales, venimos de la guerra. Necesitamos que nos trasladen a un Estado seguro urgentemente”, explica. En las pancartas que han escrito a mano sobre cartones se repiten los mensajes: “No al racismo, no a la represión, no a la violencia, no a la discriminación”.
Este chico sudanés explica que él y sus compañeros también protestan contra la violencia policial y para exigir respuestas sobre la desaparición de muchos de sus compañeros, así como la liberación de los compañeros encarcelados tras la tragedia de Melilla: “Tenemos hermanos en la cárcel y hermanos que no sabemos si están presos o muertos. Exigimos saber dónde están los desaparecidos y pedimos la liberación de los sudaneses que están en prisión. Ningún ciudadano merece estar en la cárcel por ser migrante”.
Presos, muertos y desaparecidos
Alrededor de 300 sudaneses y chadianos se encuentran encarcelados en la prisión de Nador, según la Asociación Marroquí de Derechos Humanos (AMDH). Muchos de ellos están incomunicados dentro de la prisión, ya que no tienen dinero para hacer llamadas, denuncian varios defensores de derechos humanos sobre el terreno. A la mayoría los detuvieron después del intento de entrada a Melilla del pasado mes de junio. A las pocas semanas de la tragedia, los declararon culpables por los delitos de entrada ilegal en Marruecos, facilitar la inmigración clandestina y ultraje a las autoridades, entre otros cargos.
El 24 de junio de 2022 marcó un antes y un después en la estrategia de las autoridades marroquíes para impedir que los solicitantes de asilo lleguen a territorio español. Es la primera vez que se juzga a tantas personas migrantes, relata un alto funcionario de la justicia de Nador. Algunas de estas personas aceptarían optar a la extradición, pero tras varios contactos entre gobiernos, todavía no se ha abierto esta posibilidad, aseguran las mismas fuentes.
“Acoso judicial”
“El hostigamiento judicial es la continuación de la represión que sufren las personas migrantes y refugiadas desde la terrible tragedia del 24 de junio”, denuncian en una nota conjunta diversos colectivos de defensa de derechos, entre ellos la Asociación Marroquí de Derechos Humanos (AMDH), principal organización independiente que vela por el respeto de los derechos de migrantes y refugiados en Marruecos. “Existe un acoso judicial que afecta especialmente a los sudaneses”, dice Omar Naji, presidente de la sección de la AMDH en Nador.
Gracias al trabajo conjunto que realiza con las comunidades migrantes y sus familias, la AMDH de Nador tiene registros con nombres y apellidos de las víctimas de la frontera. Según la información que han podido recopilar, el día de la masacre hubo 40 víctimas mortales, aunque las autoridades de ambos lados de la valla solo reconocen 23 muertos. Además, denuncian que desde ese día han desaparecido más de 80 personas. A día de hoy, solamente una de las víctimas ha podido ser identificada por los suyos y enterrada en Nador. “La mayoría de familias están en Sudán y no pueden venir a Marruecos porque no tienen medios económicos ni visados. Los gobiernos no están facilitando nada”, explica Omar Naji.
Reconciliación diplomática
El miembro de la ONG explica que la represión contra los solicitantes de asilo en Marruecos ha incrementado desde la reconciliación entra Marruecos y España. Para Naji, la nueva cooperación en la frontera es “más peligrosa que nunca” para la vida de las personas migrantes. Explica que en marzo de 2022, en plena crisis diplomática, centenares de sudaneses pudieron llegar a Melilla sin ser reprimidos por las autoridades marroquíes. “Tres meses después, resuelta la crisis, fueron masacrados”, concluye.
Precisamente, el refuerzo del control migratorio fue uno de los pilares de la nueva etapa diplomática abierta entre España y Marruecos después del apoyo de Moncloa al plan de autonomía marroquí para el Sáhara Occidental. A finales de 2022, el número de personas que lograron llegar a territorio español cayó un 20%. En lo que va de año, las entradas han descendido un 50% respecto al año anterior. Desde 2018, España ha pagado más de 120 millones de euros a Marruecos para intensificar el control y frenar la llegada de migrantes. Además, la Unión Europea prevé inyectar más de 500 millones de euros al país magrebí hasta el año 2027 en el marco de la externalización del control migratorio, lo que supondrá alrededor de un 50% más del periodo precedente.
Mientras, los solicitantes de asilo bloqueados en Marruecos sienten que el país se ha convertido en una especie de cárcel a cielo abierto de la que salir es cada vez más difícil y peligroso. Según el monitoreo del colectivo Caminando Fronteras, 11.522 personas han muerto y desaparecido en las rutas de acceso a España desde 2018. “Como extranjeros, no tenemos lugar en Marruecos. Estamos como encarcelados, como si fuéramos criminales. Y somos refugiados, tenemos derecho a vivir en un país seguro”, concluye Osman poco antes de dejar Casablanca para, de nuevo, intentar llegar a la frontera que le separa de sus derechos.