En un barrio en guerra, cuando no mueres, matas. Por eso, Christian, el joven que inventó una tregua en La Limonada, una de las comunidades más peligrosas de Guatemala, lleva a la virgen en el pecho y una bala en su espalda. Síntesis vital: plomo y perdón.
Hace siete años, la lucha entre la maras lo ató para siempre a una silla de ruedas. “Aquella bala tenía nombre”. Christian García entendió que entre el cielo y el infierno había una salida: evitar que más nombres como el suyo engordasen la lista negra de las pandillas.
En toda la mañana no se ha escuchado ni un balazo y en el barrio andan preocupados. Lo habitual en este horizonte de callejuelas herrumbrosas es que las semanas se cuenten por balaceras. La pasada hubo tres. Y dos muertos. Uno de ellos, Josué, de 15 años, era amigo de Christian.
“Aquí sabemos que en cualquier momento puede pasar algo”, avisa un muchacho a la entrada de La Limonada. Aunque no es El Gallito ni la zona 18, sigue siendo una de las barriadas más peligrosas de la capital de Guatemala. Una favela dividida en dos: la mitad pertenece al Barrio 18. La otra mitad, a la Mara Salvatrucha.
A esta hora, tras el almuerzo, La Limonada parece un lugar tranquilo. Un grupo de chiquillos corretea por la rampa recién asfaltada mientras sus hermanas mayores palmean las últimas tortillas –el plato de maíz típico del país– de la plancha. Por el cerro, sus madres, o las de otros como ellos, remontan la montaña que las separa de su jornada en el servicio doméstico de algún barrio adinerado. En Cayalá o en la zona 10.
Aunque apenas un paseo de veinte minutos aleja la barriada del centro histórico, la ciudad vive de espaldas a ellos. “Por aquí no vienen los presidentes”, ni el que está en prisión por corrupción ni el que tiene a su hijo y a su hermano investigados, bromea uno de los vecinos con una sonrisa tan seria que se vuelve contagiosa.
Aquí, entre los techos de chapa, las paredes marcadas y esa tormenta oscura que asoma al otro lado de la ladera, “la vida no es fácil” para ninguno de los 60.000. Solo hay una escuela con capacidad para menos de cien alumnos y, si se ponen enfermos, los vecinos tienen que salir del barrio en busca de atención médica, porque ni siquiera la tienen garantizada.
“Cuando ocurrió lo de Christian”, recuerda su madre hablando sin hablar de aquel día en el que una bala le atravesó la espalda, “no lo querían atender porque tenía tatuajes. '¡Que se muera!', decían”.
Adentro tampoco hay trabajo y deben mentir sobre su lugar de residencia para conseguirlo fuera. Nadie contrata a los chicos de La Limonada. Como tampoco a los del Gallito ni a los del asentamiento del basurero. “La falta de oportunidades de los padres es la causa por la que las familias no puedan acceder al sistema de educación, salud y alimentación. Entonces los muchachos se ven obligados a delinquir”, explica la trabajadora social Madely Amézquita.
Eso lo saben las maras, expertas en ejercer todos los papeles: son a la vez la familia que protege, los amigos que entienden y el Estado que provee. “A los chicos les dan un porcentaje de las extorsiones. Así los captan”, resume David.
La tregua de don Otto
“Qué tranquilo se ve ahora” el barrio, vocifera Otto García, “don Otto”, como todos le llaman aquí, desde su atalaya, un pequeño estudio de veinte metros cuadrados en el que se cosen zapatos y almas. “Pero no te fíes, de repente se empiezan a escuchar las sirenas de las ambulancias”.
Desde los años 90, cuando miles de centroamericanos comenzaron a ser deportados desde Estados Unidos, el fenómeno de las maras no ha dejado de crecer en el Triángulo Norte. Las pandillas se hicieron con el monopolio de la violencia que abandonaban el Ejército y la guerrilla tras décadas de conflicto armado interno y convirtieron su mandato en un reinado de la extorsión. Hasta las prostitutas tienen que pagar hoy el impuesto.
Pese a los esfuerzos policiales, cada semana son más los chicos que se unen a estos grupos. Solo en El Salvador –donde el Gobierno del excomandante guerrillero Salvador Sánchez Cerén mantiene desde 2015 una guerra declarada contra el movimiento pandillero que se ha cobrado la vida de más de 5.000 personas en el último año–, se estiman en más de 60.000 los miembros del Barrio 18 y la MS-13.
Cifras propias de países en guerra
Las cifras de asesinatos están disparadas en la región. 14.870 en 2016. En El Salvador, la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes es de 81,7; en Honduras de 58 y en Guatemala, de 27,3. Números de países en guerra.
Y esto podría ser solo la víspera de lo que está por venir. Si la Administración de Trump ejecuta su controvertida política migratoria, el Triángulo Norte se convertirá en una bomba de relojería: llegará una nueva remesa de jóvenes desarraigados en un territorio donde las cifras de pobreza rondan entre el 30% y el 60%. El caldo de cultivo perfecto para que las pandillas encuentren en los barrios marginales un nuevo caladero de chicos dispuestos a seguir librando la batalla a tres: entre ellos y contra el Estado.
En La Limonada saben lo que duelen las luchas fratricidas. Aquí, en la barriada de los cielos oscuros y las coladas de colores, vivir significa matar para seguir viviendo. “La vida está empeorando por la violencia”, asegura David, quien ya, rondando los 50, ha visto demasiados muertos como para seguir sonriendo. De uno y otro bando. Números y Letras.
A diferencia de otras barriadas, convertidas en bastión de la 18 o de la Salvatrucha, La Limonada es un territorio en disputa: hay huellas de balas y pintadas en las paredes. Cada esquina es un punto de no retorno. “Hay una fuerte rivalidad –entre las pandillas– y la gente es la que paga las consecuencias”.
A él le pasó hace siete años. Por aquel tiempo, Christian frecuentaba a los muchachos de la mara. Igual que lo había hecho su padre. Igual que lo hacían todos sus amigos. Un día, quizá el más inesperado de los días, le alcanzó el tiroteo.
“Yo me lo busqué”, sentencia desde el sofá acharolado que es hoy su ventana al mundo. “Esa bala tenía nombre”, añade don Otto.
A Christian la bala le quebró la espalda. Ya nunca más podría caminar. Pero al menos estaba vivo. El médico que lo atendió dijo que no duraría más tres días, pero Don Otto, que como todos los que viven sobreviviendo no entiende de resignaciones, se lo llevó a casa. “Con los cuidados de la familia y la ayuda de Dios se salvó”. Una retahíla de vírgenes con mantos marrones, azules y dorados y de peluches también marrones, azules y dorados atestiguan las plegarias de aquellos días.
Le queda de entonces doce llagas que le laceran el habla, una gorra de los New York Yankees y la pasión por los tatuajes. Hace unos años, con una rasuradora, una batería, un botón de camisa, un lapicero y las cuerdas de una guitarra construyó su propia máquina para tatuar. Aún la guarda en un cajón de su improvisado despacho, junto al microondas y las tazas de café. “En el futuro le gustaría tener su propio estudio de tatuaje”, apunta don Otto.
“A los que vienen aquí los respetan”
Hace tiempo que don Otto ha aprendido a entender los silencios de Christian. Es su propia tregua. “Queremos evitar que otros niños sufran lo que él ha sufrido”. Por eso crearon hace siete años una fábrica de calzado, Calzado Limonada, para dar una oportunidad a los chicos del barrio. Si creen en el futuro, quizá dejen de odiar el presente.
Por el taller de don Otto –apenas dos estancias de paredes desnudas en las que huele a pegamento, el mismo que muchos de los chicos acaban esnifando junto al riachuelo nauseabundo que atraviesa el barrio–, han pasado decenas de jóvenes. Algunos salen adelante, otros, como Josué, vuelven a las redes de las pandillas. Y casi todos acaban muertos.
Es cosa suya, aclara el patriarca de los García, “a los que vienen aquí los respetan. Saben que están intentando rehacer su vida”. Es la tregua de los zapatos: a los chicos de don Otto no los tientan las maras.
Aquí la jornada empieza a las nueve, pero todos, el diseñador, el aprendiz, los de la horma y los hijos de don Otto, están en casa media hora antes, para el desayuno. Allí, en las tres alturas atestadas de santos y colchones húmedos, duermen nueve y comen quince.
Al mes sacan alrededor de 400 pares. Hubert, el diseñador que aprendió de la necesidad, dibuja las colecciones. Las corta y las envía a los de la horma. Eso es tarea de don Otto y de los chicos. A Christian y a Jorge, otro de los García, les queda comprobar que todo esté bien. El control de calidad. Hoy mismo tienen entrega, 376 pares para la compañía estadounidense Root Collective. Pero ya está casi todo listo, anoche terminaron de trabajar de madrugada. Afuera se escucha el eco de las balas perdidas.
A don Otto, que en esta vida ha sido árbitro, imitador íntimo de el Buki y superviviente, hubo un día que se le volvió a partir el alma. Hacía poco que había pegado los trozos que le quebraron cuando dispararon a Christian.
Iba por la calle, por una de esas calles tatuadas de La Limonada, cuando se cruzó con tres hermanos. Era la hora del almuerzo y el mayor llevaba un mendrugo de pan para comer. “Lo repartió, un pedazo para cada uno, pero luego el mediano se le acercó: 'Me va a dar hambre', le dijo. Así que el mayor tomó su parte y la partió en dos”. A don Otto no se le va esa escena de la cabeza. Los niños, en la Guatemala del siglo XXI, siguen pasando hambre.
Con el dinero que consigue del calzado, don Otto organiza cada jueves un comedor social. 35 comidas, 20 niños y 15 adultos. “No tenemos para más”, confiesa. En cada celebración especial, como en fin de año, “armamos una gran fiesta”. Payasos, música y fuegos artificiales. Lo que sea necesario para que por una noche el hambre no le robe los sueños a los niños de La Limonada.