Las tiendas se ven desde el andén de la estación. Tienen la misma pinta que un campamento fronterizo del norte de Marruecos, como si un trozo del monte Gurugú o de los montes de Bel Younech hubiera sido arrancado de cuajo y trasplantado en la ciudad nueva de Fez, a dos pasos de las vías del tren: paisaje de plásticos azules, humo de cocinar arroz con patas de pollo y suelas de zapatillas gastadas de kilómetros recorridos en suelos africanos.
Sólo que la ciudad de Fez, la capital espiritual del país, no está cerca de la frontera europea. El punto fronterizo más a mano es Fnideq, junto a Ceuta, a 300 kilómetros por carretera. Melilla está a 320 kilómetros de distancia y Tánger a 400. ¿Por qué, entonces, se ha montado un campamento tan lejos de la puerta de entrada a Europa? La razón es el empeño de Marruecos de alejar a los inmigrantes de las fronteras. De momento, lo está consiguiendo.
Langa, un joven camerunés de 23 años que no quiere dar su nombre real, lleva dos años y medio en Marruecos y en el último año ha notado un cambio en la política migratoria. Ahora la policía no le pide los papeles a cada paso y puede viajar sin que le molesten, con una excepción: el norte del país es territorio prohibido.
“Me lo han dicho a la cara los militares marroquíes en Nador y en Tánger: que Marruecos ha recibido mucho dinero para defender las fronteras por todos los medios posibles, que Europa y España lo han acordado así con Marruecos y que no nos pueden dejar pasar”, señala.
Marruecos ha aplicado en el último año una política migratoria de palos y zanahorias. En 2014 regularizó a 18.964 personas y recientemente ha anunciado que va a estudiar 9.000 solicitudes que fueron rechazadas para regularizar así al 92% de los que presentaron la solicitud. También se ha llegado a un acuerdo para garantizar a los inmigrantes el acceso a los servicios básicos de salud en la seguridad social marroquí, la RAMED. Hasta aquí, la zanahoria.
Los palos llegaron casi al mismo tiempo, con la quema y el desmantelamiento de los campamentos del monte Gurugú, frente a Melilla. Al monte le siguió el desalojo del barrio tangerino de Boukhalef y las redadas en los montes cercanos a Ceuta, que se hicieron más duras después del salto de 87 personas a la ciudad autónoma el pasado 3 de octubre. Todo salpicado de palos.
Los inmigrantes han denunciado agresiones, detenciones arbitrarias y expulsiones a otras partes del país, hacia el sur. En los autobuses de la policía muchos pedían quedarse en Fez, y la policía accedía a bajarles. Por eso en los últimos meses la ciudad se ha ido llenando de inmigrantes que descansan allí y se curan las heridas, las que se ven y las que no se ven, y se quedan un tiempo para hacer algo de dinero pidiendo en las calles antes de volver a intentarlo.
Cuentan que la gente en Fez es más amable, que da más dinero y que hay más posibilidades de encontrar un trabajo de unos días que en Rabat o en Casablanca. La policía les deja tranquilos en el campamento formado por decenas de tiendas construidas neumáticos, baldosas de cemento y plásticos que les ha dado una organización cristiana.
Las cifras varían, pero Langa, que visita el campamento todos los días, calcula que esta semana hay unas 450 personas bajo las tiendas. Otras 500 se han buscado un piso compartido en la ciudad. De una de las tiendas sale con un ojo vendado Adam, un camerunés de 19 años que acaba de regresar de la “petite forêt”, el pequeño bosque de Fnideq. Pasó allí unos días esperando la ocasión para entrar en Ceuta, pero algo salió mal durante la espera: “Llegó un grupo de marroquíes y me agredieron. La situación es muy difícil en el norte”.
Le han operado un ojo en Tetuán y le han dado medicamentos en Cáritas de Rabat, pero no quiso quedarse allí. En Fez están sus amigos, y necesita reposo y compañía antes de volver a subir a intentarlo. Como a la mayoría de los habitantes de los plásticos, no le interesan los papeles marroquíes. “De todos modos, con o sin papeles no hay trabajo”, explica Langa.
Langa ha decidido postergar un tiempo el sueño europeo. Ha visto morir a sus amigos demasiadas veces. Estuvo en las aguas de Fnideq y Ceuta aquel 6 de febrero de 2014 en el que 15 inmigrantes perdieron la vida y acaba de quitarse la banda negra de luto que se puso en el brazo por sus tres amigos muertos la semana pasada, a bordo de una patera que iba camino de Málaga. “Están desaparecidos pero... ¿hasta cuándo van a estar desaparecidos? Están muertos”, se lamenta.
Fútbol para limar tensiones
Hace unos días cambió la banda negra por petos de colores, camisetas deportivas y balones de fútbol. Se le ha ocurrido, con su amigo Bibi, organizar un campeonato en el que participan los inmigrantes de la estación, los que viven en apartamentos de la ciudad nueva y los estudiantes subsaharianos de paso por Marruecos. “Ha habido algunas tensiones entre la gente de la estación y los estudiantes. Algunos creen que sólo por el hecho de ser hermanos africanos, los estudiantes tienen que darles dinero. Creo que el torneo va a ayudar a mejorar el entendimiento”, asegura ilusionado con su iniciativa.
La final de la “Copa de África de Fez” se juega este domingo y ya hay un favorito: el Real Bamako, formado por inmigrantes malienses que viven bajo los techos de plástico junto a la estación de tren. Tienen fama de buenos futbolistas y lo demostraron el martes, clasificándose para la semifinal. El sol marroquí de noviembre calentaba más a las tres y media de la tarde, pero sobre el arenoso terreno de juego del barrio de Irac, el capitán del Real Bamako, Cheick Tahara, dirigía incansable a los suyos: “¡Laisse, laisse!, ¡déjalo, déjalo, no toques el balón, que se vaya a córner!”.
Cuando el árbitro pita el final del partido, el marcador es Real Bamako: 3 – Free Boys: 2. Los Free Boys lo integran jugadores cameruneses anglófonos. Los Black Star de la estación miran de reojo mientras calientan en la banda, disciplinados como un ejército de espartanos. Saben que los de Bamako juegan con ventaja.
Tahara fue futbolista profesional en Mali y llegó hace dos años a Marruecos con un contrato para jugar con las FAR de Rabat hasta que se rompió el acuerdo: “Habíamos acordado seis meses y sólo me pagaron tres meses, así que me fui”. “Pasan mucho tiempo aquí, sin hacer nada y jugar al fútbol es una manera de olvidar los problemas y afrontar la frustración”, comenta Babi después de poner orden en una grada que se ha inflamado con el fervor futbolero.
Entre todos los inmigrantes y los estudiantes, que juegan con el nombre de Solidaires, han hecho una colecta para comprar los petos. También hay que comprar las medallas para la final, así que Langa está negociando el precio de algunas que ha visto a 15 dirhams (poco más de 1 euro) en una tienda de deportes de la ciudad.
De vuelta al campamento, Kemo Traoré, maliense de 22 años, no puede resistir la tentación de comentar la gesta con todo el que se le cruza entre las tiendas de plástico: “Tres, tres. ¡Hemos marcado tres!”. Traoré lleva sólo nueve meses en el país, así que todavía tiene la moral alta y la sonrisa en los labios, que se hace más grande cuando se acuerda de una chica francesa que se ligó en Tánger.
Los nueve meses en Marruecos los ha pasado contando trenes en Fez y subiendo esporádicamente al norte para intentar cruzar por la valla de Melilla o por el mar, en Tánger. “Lo voy a conseguir. Voy a llegar a España”. Traoré no quiere ser como Beckam, quiere ser como Eto`o y jugar, antes de llegar al Barça, en el Mallorca. La mirada de Tahara, sentado a su lado, dice que el partidillo de calentamiento en Marruecos antes de llegar a Europa va a ser más duro de lo que espera.