Le quedaban pocos minutos para cerrar la puerta de su casa para siempre, pero Hobig hablaba de rosas. Estaba a punto de subirse al coche para abandonar un lugar que ha dejado de existir, la disuelta república autoproclamada de Artsaj, en Nagorno Karabaj, pero se paró a agarrar una de las flores plantadas por él mismo frente a su vivienda y recordar con su familia el día que las plantó. “Puedo decir con orgullo que somos de los últimos en salir de Nagorno Karabaj”, decía detrás de la cámara mientras enfocaba a una calle, su calle, completamente desierta.
Sabía que su regreso es casi imposible tras el control azerí, pero el hombre echó el cerrojo y guardó sus llaves en el bolsillo.
Desde la rendición de las tropas karabajíes frente a la ofensiva lanzada por Azerbaiyán, Hobig necesitaba algo más de tiempo para asimilar lo que estaba por llegar: el control azerí sobre Nagorno Karabaj, ubicado en suelo azerí pero habitado por armenios desde hace más de un siglo hasta autoproclamar en 1991 una república independiente con gobierno e instituciones propias –no reconocidas por la comunidad internacional–. Pero cuando observó las calles vacías y se despidió de todos sus vecinos, decidió que era el momento de marcharse.
Apenas queda ningún civil en Karabaj, según afirman las autoridades armenias y la misión de la ONU desplegada el pasado fin de semana en el territorio. En un despacho del Ayuntamiento de Goris, la ciudad a la que han llegado más de 100.000 desplazados en la última semana, el asesor del gobernador de Syunik, Karen Balyan, confirma a elDiario.es que dan por terminada la primera fase del éxodo de la población karabají: “Pensamos que ya ha salido toda la población civil”.
Hobig muestra otro vídeo de sus últimos días en Stepanakert, la antigua capital de la extinta república de Artsaj, ahora llamada Jankendi por Azerbaiyán. Paseaba antes de su salida por un mercado central destartalado, abandonado y sin producto, después de los nueve meses de bloqueo azerí del único paso que conectaba Armenia con Nagorno Karabaj. Es una ciudad fantasma.
“Está casi completamente desierta, con los hospitales cerrados, el personal médico y administrativo fuera... el escenario es surrealista”, ha descrito el representante del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), cuyos equipos han entrado en la zona este martes con el objetivo de evacuar a los últimos habitantes, muchos de ellos ancianos o enfermos.
El éxodo
En la plaza central de Goris, la ciudad armenia más próxima a Nagorno Karabaj, varios operarios desmontan las carpas por las que han pasado más de 100.000 desplazados para obtener ayuda y registrarse en Armenia. Alrededor de 4.000 karabajíes abarrotan la mayoría de hoteles de la localidad. El resto de desplazados han sido distribuidos por las autoridades por otros puntos del país, especialmente en las regiones rurales, mientras que otros se han trasladado por su cuenta a casas particulares, muchos de ellos acogidos por familiares.
Sentada en un sofá marrón en la recepción de uno de esos hoteles, Karina golpea su pierna con la mano cuando habla de sus últimos días en Nagorno Karabaj. “¿Cómo puede ser que 120.000 personas hayamos tenido que salir de un mismo lugar? ¿Cómo puede ser que nadie haya hecho nada?”, lamenta la señora, de 67 años, rodeada de otras mujeres karabajíes.
Abandonó su ciudad el 29 de septiembre y también era una de las últimas que quedaban en salir: “En mi calle solo quedaba una familia y yo. No había nadie. Esperamos, pensábamos que quizá algo pasaba, algo lograba frenar lo que estaba pasando y nos podíamos quedar, pero cuando lo vimos vacío nos asustamos”, dice la mujer, que vivió dos guerras en Nagorno Karabaj.
Cuando Karina y sus hijas fueron conscientes de que debían marcharse, corrió a recoger los documentos importantes, algo de ropa y varias fotografías. “No cerramos la puerta para que no la rompan al entrar”, dice, asumiendo que las tropas azeríes o la población que podría acabar poblando su ciudad ocupará su vivienda. Sentada junto a ella, Marina, enfermera de 37 años, se lleva la mano a la cara y solloza mientras habla de sus últimas horas en Karabaj.
El 26 de septiembre, una explosión en una gasolinera donde cientos de vehículos esperaban para repostar antes de su salida del enclave agravó las últimas horas de los armenios en la que consideran su tierra ancestral. Como sanitaria, Marina atendió a decenas de heridos. Tras acabar su jornada, se marchó. En el trayecto por corredor de Lachín, la carretera que une Nagorno Karabaj con Armenia, soldados azeríes controlaban las salidas del territorio con la intención de detener la huida de determinadas personas, como exmiembros del gobierno de Artsaj. Desde la capitulación karabají, varios antiguos altos cargos de la república han sido arrestados por Azerbaiyán. Entre ellos, el exministro de Estado (primer ministro) Rubén Vardarián, el antiguo titular de Exteriores, David Babayán, y altos jefes de las fuerzas armadas.
Marina lo sabía. Por eso para ella fueron tan angustiosas las horas de atasco hasta lograr llegar a Armenia. “Mi hijo ha sido comandante. Tenía muchísimo miedo porque hay una lista con las personas que han participado en la guerra”, explica en la recepción de un hotel de Goris. “Nos pararon, revisaron el maletero, pero nos dejaron pasar”.
La región de Nagorno Karabaj ha sido fuente de tensiones desde antes de la creación de la Unión Soviética. En 2020, tras años de escaramuzas entre ambos lados, Azerbaiyán inició, con clara ventaja militar, una guerra de 44 días que buscaba recuperar los territorios perdidos en 1994, cuando las fuerzas armenias se hicieron con la zona y con varios territorios azeríes colindantes. La victoria de Bakú en la última contienda dio al bando azerí aproximadamente un tercio de Karabaj.
El acuerdo del alto el fuego concluyó con el despliegue de unos 2.000 soldados de paz rusos cuya misión era proteger la única carretera que une Armenia y Nagorno Karabaj, clave para abastecer de suministros a la población y para mantener las comunicaciones terrestres con el exterior. Pero, en diciembre del año pasado, las autoridades azeríes bloquearon el único camino que conectaba la extinta república con Armenia. Nueve meses después, con la población agotada sin apenas suministros, una operación relámpago de 24 horas se hizo con el control del enclave.
Svietlana y Sbieta caminan agarradas del brazo por un camino de tierra a escasos kilómetros del puesto de control instalado por Azerbaiyán en la carretera que serpentea una alta montaña tras la que se esconde Nagorno Karabaj. Las dos hermanas se han quedado por ahora en la población más próxima al lugar del que escaparon.
“Acabamos de llegar. Queremos entender dónde estamos y luego ya veremos qué podemos hacer con nuestra vida”, explica Svetlana. “Es un sentimiento triste pero sabíamos que íbamos a salir de allí”, dice Sbieta, cuyos cuatro hermanos fallecieron en las anteriores guerras por el disputado territorio.
El recuerdo del genocidio
Un territorio ocupado desde hace más de un siglo por armenios apenas aloja ya a ciudadanos de una etnia que ha atravesado este éxodo masivo con la vista anclada en el genocidio de 1915 y el temor a una nueva limpieza étnica de su población. Aunque las autoridades de Azerbaiyán niegan las acusaciones que apuntan a un intento de limpieza étnica en el Karabaj y rechazan que existan planes para obligar a la población local a irse, el miedo transmitido por la decena de desplazados con los que ha hablado elDiario.es evidencia la imposibilidad actual ante la “reintegración” de ciudadanos armenios defendida por Bakú. La población armenia no se fía de las autoridades azeríes, después de décadas de conflicto y violaciones de derechos humanos contra los civiles. Por eso se han ido.
“Nosotros no podemos vivir bajo el dominio turco [como llaman a los azeríes]. Tenemos el mejor ejemplo con el genocidio armenio de 1915. No es cierto que no podíamos vivir con ellos. Lo que no podemos es vivir subyugados por ellos, porque, si no, nos van a exterminar. Y por eso sabía que tenía que salir en algún momento de ahí”, dice Hobig en Erevan.
Gohar también es una de las karabajíes alojadas en casa de un familiar en la capital armenia. Ella sí salió los primeros días. Llevaba semanas temiendo que llegara el día en que tuviese que despedirse para siempre de su lugar de origen. El bloqueo de nueve meses anterior a la capitulación de las tropas de Nagorno le hacía sospechar que Azerbaiyán podía ir más allá.
“No nos importaba vivir a base de pan y agua con tal de no abandonar nuestro hogar. Pero después de los ataques del 19 se septiembre y con las tropas azerís ya entrando en las ciudades, ya no se trataba de aguantar con pan y agua, sino que ya era un cerco en el que ponían en peligro la vida de sus hijos. Entonces muchos estábamos esperando a que se abriese el corredor para poder salir de allí”.
No era una mañana normal para Gohar, pero aquel último día en Stepanakert intentó que lo pareciese por un rato. Ella y su familia se sentaron a desayunar. Cuando terminaron, sin decirse apenas nada unos a otros, recogieron la mesa, fregaron los platos y barrieron el suelo. No volverían a casa, no sabía qué pasaría con ella, pero todo tenía que quedar limpio: “Como si algún día fuese a volver”.