Hace unas semanas que Sofía (nombre ficticio), su esposo Jesús y sus dos hijos pequeños huyeron de la extorsión que sufrían en Colombia. Llegaron a España para solicitar protección internacional pero, después de toparse con la negativa de ser acogidos por recursos oficiales como Cruz Roja o Samur Social, se vieron “en la calle, solos, sin ayuda”.
Evitaron dormir a la intemperie gracias a una compatriota que les acogió por unos días, aunque pronto volvieron a encontrarse “sin un lugar en el que vivir”, lamentan. Fue entonces cuando se dirigieron al Centro Pastoral de Fontarrón (Vallecas) abierto de manera extraordinaria para familias que migraron forzosamente y que, a su llegada, no cuentan con ningún recurso habitacional. “Fue una bendición, allí conocimos a unas personas maravillosas. Desde el Padre Pablo, hasta el resto de voluntarios”, cuenta Sofía agradecida.
Durante ocho días durmieron en este espacio, integrado en la Mesa por la Hospitalidad, una iniciativa lanzada en 2015 por el arzobispo de Madrid, Carlos Osoro, al calor de la conmoción que dejó la muerte del pequeño Aylan. Esta plataforma eclesiástica llama a la colaboración de parroquias, familias, movimientos vecinales o congregaciones religiosas, para abordar la acogida de personas migrantes y refugiadas envueltas en una situación de calle ante el desamparo de las administraciones.
Desde su nacimiento, la Mesa por la Hospitalidad ha atravesado varios momentos clave. Uno de ellos se produjo el pasado año, con el aumento de llegadas de personas migrantes a las costas españolas, de los refugiados devueltos por el Convenio de Dublín excluidos del sistema de acogida y de solicitantes de asilo sin cabida en recursos oficiales. El segundo ha llegado en los últimos meses.
“Ahora estamos en una situación mucho peor, porque están llegando más personas y las administraciones siguen mirando para otro lado”, se queja Rufino García, delegado de Migraciones de la Diócesis de Madrid. Según matiza, “no es verdad” el imaginario generado por las “las opiniones xenófobas que dicen que hay una avalancha o que nos invaden”, sino que “no existe voluntad política de acogida”.
Desde el uno de julio, las dos iglesias habilitadas por la Mesa por la Hospitalidad acogen exclusivamente a hombres solos. Hasta la fecha no cuentan con ningún espacio para alojar a familias después de la clausura reciente de la parroquia de Santa Irene y el centro pastoral de Fontarrón.
Este lunes, Sofía y los suyos volvieron a preparar su modesto equipaje para trasladarse a la parroquia San Carlos Borromeo que, aunque no forma parte de la plataforma del arzobispado de Madrid, ha dado respuesta a este tipo de emergencias en varias ocasiones. La última comenzó el 6 de junio, cuando llegaron Mohamad y Muna -embarazada de ocho meses- devueltos desde Alemania en virtud del convenio de Dublín. Esta fue la primera familia en entrar, pero actualmente comparte espacio con otras cinco. Entre ellos se encuentran 14 menores con edades comprendidas entre los cinco meses y los 17 años.
“Tuvimos que vivir en la clandestinidad”
Fran y Ana llegaron a la parroquia vallecana convertida en dormitorio con su bebé de cinco meses y su hija de cuatro años. La mayor de las niñas no se desprendía de su pequeña mochila y preguntaba a sus papás cuándo volverían a casa. “No mi amor, nos quedamos aquí”, lograba responder su padre con mucho cariño, después de unos segundos de silencio que evidenciaban su dolor. Cuando crezca quizá sabrá que sus padres salieron de El Salvador de manera repentina para poner a salvo a su hermana y a ella.
“Un día nos dejaron una nota amenazándonos de muerte si no pagábamos lo que pedían”, relata Fran para explicar el detonante de su huida. Desoyeron esas órdenes de extorsión, pero también el lema de las pandillas que aterrorizan algunas zonas de Centroamérica: “Ver, oír y callar”. No pagaron. Tampoco callaron. Pusieron una denuncia en comisaría que resultó ser otra trampa más de la pesadilla. “En dos semanas quedamos atrapados en fuego cruzado. Tuvimos que vivir en la clandestinidad porque allí no escatiman a la hora de matar, no les importa si son bebés o no”, comenta el joven.
No fueron los únicos en poner tierra de por medio. “Mi papá, mi mamá y mi hermana también salieron, pero fueron hacia Estados Unidos. Pagaron unos 14.000 dólares a las mafias. Ahora están en México en la frontera esperando a ver si pueden pasar o no”, cuenta Ana. No siguieron la misma ruta por temor a los posibles riesgos que podrían enfrentar sus niñas. “Al menos aquí no te separan de tus hijos y de tu familia”, añade.
Al llegar a Madrid, pasaron unos días en un hotel que habían reservado para poder acceder a España. Hasta que sus ahorros se agotaron. Acudieron al Samur, Cruz Roja y CEAR, pero ninguna entidad les dio la atención habitacional que precisaban.
“El día que íbamos a dormir en la calle fue cuando llegamos acá a la parroquia”, recuerda Fran. Aquella noche cenaron pupusas, un plato típico salvadoreño, que había preparado con otras compatriotas también hospedadas en la San Carlos Borromeo. “El trato más humano y de cariño lo hemos recibido aquí”, confiesa poniendo en valor la buena relación generada con las personas de la Red Solidaria de Acogida y la Coordinadora de Barrios, que les acompañan en su día a día. “Es como el inicio de todo lo que nos espera. Aquí nos sentimos seguros”, dice convencido y con los ojos húmedos, mirando a su mujer que se seca las lágrimas.
Tres noches en el aeropuerto
Anginneth, una joven maestra venezolana, y su hija Jeanneth de 11 años, salieron de su país con la misma necesidad de buscar, y encontrar, refugio y seguridad. Un nexo común a todas estas familias a la espera de poder ingresar en alguno de los recursos del Gobierno, como corresponde en estos casos. Desde el momento de su llegada, se toparon con el cerrojazo de las entidades oficiales.
“En Samur Social me dijeron que no había plaza, que podían apuntar en una lista de espera y me llamarían. Todavía estoy esperando la llamada”, lamenta con incredulidad.
Para no quedarse en la calle, madre e hija, volvieron al aeropuerto, donde durmieron tres días. “Me parecía el sitio más seguro para pasar la noche”, justifica esta madre mientras cena en la iglesia vallecana. Allí dice haber encontrado “no sólo la acogida”, también “la voluntad de gente que quiere ayudar” y “un lugar donde luchar por nuestros derechos”.