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El coche del pueblo envenena al pueblo y al pueblo le da igual

En París celebraban el domingo pasado el Día Sin Coches y uno diría que la cosa fue un éxito. Desde este lado de la conexión a Internet se veían fotos de gente muy sonriente abarrotando los Campos Elíseos y disfrutando de una jornada soleada por un lugar vedado normalmente para los que no tienen cuatro ruedas y un motor de combustión. Posiblemente, no todo fue tan bonito. Seguro que hubo mucho cabreado al volante y unos cuantos recuerdos para la familia española de la alcaldesa Anne Hidalgo. Por suerte para mis últimamente delicados sentimientos, los insultos no pasaron los filtros de mis redes sociales.

Por desgracia, sí que lo hicieron algunas quejas por el segundo domingo de Ciclovía en Madrid. Nada muy duro, en cualquier caso. Sobre todo comparado con lo que se oyó el martes pasado, que fue el día sin coches aquí. Ese día le salió el palillo de la boca no sólo a Esperanza Aguirre sino a parte de la prensa local, que tituló como si Armageddon significase en hebreo corte de tráfico. Por cierto, que la predicción apocalíptica terminó rematada en muchos medios por eso del plan contra la contaminación anunciado por los nuevos mandantes. Un plan, por otra parte, dentro de normalidad europea y de la lógica modelo aplastante.

Hay que ver qué cortitos de miras somos a veces. Sobre todo teniendo tan a mano las noticias sobre la maravillosa industria del automóvil que iban y van corriendo paralelas. El coche del pueblo alemán, que eso significa Volkswagen, ha estado engañando a sus clientes de todas partes y contaminando más de lo que decía. El asunto es un escándalo de Champions League no sólo por la marca tan gorda que lo protagoniza y por el tamaño del engaño, sino por las consecuencias de las que nadie habla. Salvo el cenizo de turno: ya se dijo por aquí que los coches matan más por la porquería que sueltan al aire que por los accidentes, lo cual ya es mucho matar.

Por eso, porque estamos ante algo un caso de intento de envenenamiento masivo, a uno le dejan muchísimo más tranquilo las reacciones de nuestros gobernantes. Veo cómo el ministro Soria pone firmes a los capos de Volkswagen y siento que estoy protegido. Me entero de que lo primero que ha hecho este hombre es ponerse de rodillas, juntar las manos y pedir que no se lleven las fábricas que tienen en España y respiro tranquilo aire contaminado. Observo cómo luego Soria les acaricia el lomo para que devuelvan los mil eurillos por coche del plan PIVE que puso el Gobierno y ya ahí me pongo a esnifar tubos de escape.

Y ahora es cuando empiezo a escribir subido a la silla y pegando voces. Porque hace falta ser completamente idiota para dejar que esto ocurra sin que pase nada. Hablo del Gobierno, claro. De esos señores que de perderse en el tíovivo cuando eran delegados de clase pasaron a ocupar su edad adulta divirtiéndose con las puertas giratorias y que permiten que haya un caso de trampa venenosa y organizada como fue, por ejemplo, el del aceite de colza sin ponerse serios y revisar todos los privilegios que tiene no sólo la Volkswagen de las narices sino toda la industria del ramo. Hablo de los medios, ocupados en limarse las uñas de las elecciones catalanas y pensando que esto de los coches es un tema menor que no interesa a sus lectores y, sobre todo, a sus departamentos comerciales y contables, que hay que ver la manía que tienen las marcas de poner anuncios por doquier. Y hablo de los ciudadanos, que en vez de estar en el atasco quejándose porque unas horas de un día al año corten un poquito el tráfico tendrían que estar haciendo un colectivo día de furia, bajando a lo Michael Douglas de sus coches contaminantes y dirigiéndose a los concesionarios de todas las marcas para pedir explicaciones.

En serio, poca reacción veo acorde con la magnitud del asunto. Está la campaña informativa y movilizadora de la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), la denuncia del Defensor del Paciente ante la Audiencia Nacional y, claro, las quejas de los ecologistas coñazo, que decía el plasta, él sí, de Ussía. Poco más.

Y no lo entiendo. No nos entiendo. Esto no es (sólo) un tema medio ambiental. Esto es un gravísimo pifostio de salud pública, una muestra de libro de comportamiento criminal organizado que habría que investigar, aclarar y hacer pagar y que nos debería servir —insisto: a todos— para replantearnos qué narices estamos haciendo con nuestras vidas en nuestras ciudades rodeados de coches que nos están matando pero que nos venden como si nos estuviesen dando la vida.

En París celebraban el domingo pasado el Día Sin Coches y uno diría que la cosa fue un éxito. Desde este lado de la conexión a Internet se veían fotos de gente muy sonriente abarrotando los Campos Elíseos y disfrutando de una jornada soleada por un lugar vedado normalmente para los que no tienen cuatro ruedas y un motor de combustión. Posiblemente, no todo fue tan bonito. Seguro que hubo mucho cabreado al volante y unos cuantos recuerdos para la familia española de la alcaldesa Anne Hidalgo. Por suerte para mis últimamente delicados sentimientos, los insultos no pasaron los filtros de mis redes sociales.

Por desgracia, sí que lo hicieron algunas quejas por el segundo domingo de Ciclovía en Madrid. Nada muy duro, en cualquier caso. Sobre todo comparado con lo que se oyó el martes pasado, que fue el día sin coches aquí. Ese día le salió el palillo de la boca no sólo a Esperanza Aguirre sino a parte de la prensa local, que tituló como si Armageddon significase en hebreo corte de tráfico. Por cierto, que la predicción apocalíptica terminó rematada en muchos medios por eso del plan contra la contaminación anunciado por los nuevos mandantes. Un plan, por otra parte, dentro de normalidad europea y de la lógica modelo aplastante.