Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.
Por qué es necesario limitar la capacidad de puertos y aeropuertos: si el turismo fuera un país sería el tercero más contaminante del mundo
Hay que poner límites a la capacidad de los aeropuertos y de los puertos. Lo dijo el viernes la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, tras su visita al Rainbow Warrior de Greenpeace, y aseguró que va a tratar de incluirlo en la declaración de emergencia climática de la ciudad que está preparando. El uso de la perífrasis verbal en la oración anterior demuestra mi poca confianza en que se consiga realmente reducir el tráfico del puerto y el aeropuerto de Barcelona, dos infraestructuras en vías de ampliación. Pero la noticia es que por fin alguien al mando ha afirmado lo evidente: no se pueden abordar los problemas que genera el sector turístico sin abrir el melón de la gestión de la capacidad de carga. Y para ocuparse realmente de tal cosa, es evidente que no basta con poner tornos en la plaza de San Marcos de Venecia o cupos para entrar al Parque Güell: hay que ir a por las grandes infraestructuras.
Los movimientos de viajeros suben cada año. En 2018 fueron 1.400 millones de llegadas internacionales, el 6% más que el año anterior, que fue el penúltimo de una serie de récords. El turismo es el negocio que más aumenta, supone más del 10% del PIB mundial y en torno al 9% del empleo, es el cuarto sector en importancia detrás del comercio, las finanzas y el petróleo y el gas. Por todo esto, no resulta fácil imaginar que las palabras de Ada Colau vayan a ser realidad próximamente. La tendencia no es a limitar sino a crecer. Europa ha decidido volcar su economía en el sector servicios y muy especialmente en esta área: de los 1.400 millones de llegadas, 713 fueron en nuestro continente. Los demás también quieren su parte del pastel. Todos suben en más del 6% menos América (que lo hace sólo un 3%). ¿Y qué ocurre con todo este crecimiento? Que provoca un aumento de los costes sociales y medioambientales.
He dejado escrito en Exceso de equipaje (Debate, 2018), mi libro sobre el tema, que, si el turismo fuera un país, sería el cuarto más contaminante del mundo. No es cierto. Los datos para afirmar tal cosa los saqué de la propia Organización Mundial del Turismo (OMT), organismo de la ONU que es, sobre todo, promotor del sector, y que le atribuye el 5% de las emisiones de gases de efecto invernadero. Ahora hay estudios que suben el porcentaje al 8% y, según esta cifra, estaríamos hablando del tercer país más contaminante del planeta, por detrás de China y EE. UU y por delante de la India.
El transporte supone el 75% de estas emisiones y la aviación representa el 40% de ese dato. Últimamente se ha hablado un poco de una palabra sueca, flygskam, que explica la vergüenza por coger aviones y el rechazo de algunos ciudadanos del norte de Europa a semejante dispendio medioambiental. Desgraciadamente, una palabra no va a frenar la tendencia a moverse. El tráfico aéreo creció en el mundo un 6,1% respecto al año anterior y la previsión es que este ritmo siga más o menos así hasta 2037. Holanda está tratando de empujar a los otros miembros de la UE para gravar el combustible de los aviones —que, conviene recordar, no soporta ninguna tasa—. Incluso la aerolínea nacional, KLM, se ha sumado con una campaña, Fly Responsibly, en la que invita a sus potenciales pasajeros a pensar si de verdad necesitan serlo. Pero tampoco hay que tenerle mucha fe a esta vía holandesa; ya hace meses nuestra ministra Teresa Ribera reconoció que un euroimpuesto a las compañías aéreas era una buena idea pero que le parecía difícil por la presión del sector turístico.
Los restos de nuestras vacaciones
Más allá de los aviones, los cruceros también son fábricas de porquería flotantes. Mientras está en puerto, un barco expulsa monóxido de carbono, dióxido de azufre y óxido de nitrógeno como 12.000 coches. Navegando, puede llegar a contaminar como un millón. Como cuenta Elizabeth Becker en su libro Overbooked, una nave produce una media diaria de 80.000 litros de aguas residuales de procedencia humana, 650.000 litros de agua de duchas, lavadoras y demás, 24.000 litros de líquidos provenientes de motores y maquinaria, 11 kilos de baterías, fluorescentes, residuos médicos y químicos y 8.500 botellas de agua. Según las normas del convenio MAR POL, promovido por la Organización Marítima Internacional, sólo tienen restricciones para deshacerse de las aguas sucias en las primeras 12 millas náuticas. La salida de residuos químicos y petrolíferos está más limitada, pero qué más da. La Cruise Lines International Association, patronal que representa a buena parte del sector, jura que los mecanismos de autocontrol consiguen hacer efectiva su política de desperdicio cero. En realidad, no es así. Bastantes sanciones a grandes compañías del ramo y muchísimas más denuncias de ONG vienen demostrando que, efectivamente, el agua de los océanos está también envenenada por los restos de nuestras vacaciones. Por cierto, este formato de viaje y ocio también está en alza, con crecimientos de pasajeros anuales de más del 4% y previsiones de que siga siendo así en las próximas décadas.
Como digo, probablemente la propuesta de Ada Colau no llegue a ninguna parte. Las competencias en las infraestructuras que ha señalado las tiene el Estado y no es previsible que vaya a haber en mucho tiempo un gobierno de España capaz de enfrentarse a la presión de un sector poderoso como pocos y que se puede atribuir más del 12% del PIB del país y el equilibrio en la balanza comercial: el turismo, recuerdo, computa como exportación. El turismo es también uno de los negocios preferidos de los grandes capitales internacionales; una actividad transversal que toca todos los sectores y que está no sólo bendecida por los gobiernos sino por los propios ciudadanos, por mucho que suframos ya de forma evidente las consecuencias medioambientales resumidas en este texto y muchas otras, como el impacto en los precios de la vivienda o la precarización del empleo. Da igual, seguimos considerando los viajes como un capital social exento de culpa. Incluso los que presumimos de conciencia y de responsabilidad viajamos mucho más de lo que el planeta se puede permitir. Confundimos el derecho al descanso con un derecho al turismo que no existe.
Nos equivocamos. La única manera de parar es… obligarnos a parar. No vamos a frenar el impulso del mercado a base de palabras suecas ni campañas de publicidad, sólo podemos hacerlo a base de decisiones políticas. Por eso, aunque es casi imposible que Colau consiga ahora limitar el tráfico del puerto y el aeropuerto de Barcelona, empezar a promover que así sea, allí y en todas partes, es la única posibilidad que tenemos.
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