We’ve Got a Bigger Problem Now es una canción de los Dead Kennedys de 1981; una evolución de su primer sencillo, salido un par de años antes, California Über Alles. Musicalmente, es una propuesta insólita entonces, en la que los cambios de ritmo típicos del hardcore van de la rabiosa velocidad del punk al jazz de orquesta de hotel de tres estrellas. La letra retoma el ataque al gobernador de California de la primera versión del tema —que anunciaba una especie de autoritarismo zen impuesto por el progresista Jerry Brown—, para reconvertirlo en una predicción de feo futuro conducido con mano de hierro por el “emperador Ronald Reagan”, recién llegado a la Casa Blanca.
Por supuesto, la canción de los Dead Kennedys me viene a la cabeza el día después del primer martes después del primer lunes de noviembre de 2024. Tenemos un problema más gordo ahora. Sí, pero la cuestión quizá no esté tanto en el predicado, el problema, como en el sujeto, nosotros.
No hace falta ser Schopenhauer para afirmar que el mundo es en este momento una reunión de desastres. Por mencionar sólo algunos, están las guerras, la creciente desigualdad y la crisis climática que no cesa, sino todo lo contrario —cuando más creemos que estamos haciendo, batimos récords de emisiones—. Tenemos unos cuantos problemas, efectivamente. Los teníamos antes de Trump y es probable que con él se hagan más grandes, aunque hay quien dice, no sé si con intención de postularlo al Nobel de la Paz, que cuando fue presidente no había guerras. En este caso, esa primera persona del plural representa a la totalidad de la especie o sociedad humana. Un nosotros imposible de abarcar no tanto por la cantidad y diversidad de gente que incluye sino por lo atomizado que está el concepto de lo común.
Quizá nunca en la historia hayamos estado en una situación así. Divididos en montones de islas identitarias sostenidas, en muchos casos, contra otras identidades que, a su vez, también se sostienen a la contra. No es algo extraño. “Somos unas criaturas con un fuerte sentimiento de tribu. No es sólo que pertenezcamos a un tipo humano, sino que preferimos a los de nuestro propio tipo y se nos persuade fácilmente de que estamos enfrentados a los otros”. La cita es del filósofo anglo ghanés Kwame Anthony Appiah, de su libro Las mentiras que nos unen (Taurus, 2019), en el que reflexiona sobre la presente guerra de identidades desde el conocimiento, la experiencia y la calma. No es algo extraño, decía, pero nunca este sentido bélico del nosotros había estado tan extendido e hipertrofiado. Quizá porque nunca había sido tan accesible.
Ahora, para estar en un estado de permanente conflicto contra el otro basta con tener acceso a internet y dedicarse comentar noticias en medios o a postear en redes. Lo estamos sufriendo con las inundaciones en Valencia, una catástrofe horrorosa cuyo relato digital ha sido insoportable, con todos los bandos aprovechando el desastre para atacarse sin mostrar ningún tipo de sensibilidad o respeto por lo que está pasando. En este momento, cualquiera puede decir cualquier barbaridad en cualquier momento, incluso desde el anonimato, sin aparentes consecuencias. Aunque haberlas, haylas. Porque, como digo, esta dinámica nos está encerrando en tribus cada vez más aisladas y enfadadas.
Vuelvo a Donald Trump. El próximo presidente de los Estados Unidos ha dicho nada más proclamarse vencedor que empieza “una nueva edad dorada” para su país, pero nadie diría que la ilusión haya sido el alimento de su victoria. Es más bien la ira la que está detrás de sus votos, la ira y la nostalgia.
No es novedad que las élites políticas, económicas y militares utilicen la rabia como forma de desviar la atención sobre sus actuaciones y seguir así consiguiendo sus propósitos, pero quizá antes esto se combinaba con momentos en que ofrecían la esperanza de algo nuevo y bueno por venir. Ahora, como mucho, sólo se promete lo de antes, es decir, lo imposible.
En todos estos procesos de atomización y enfrentamiento está influyendo de forma decisiva un hecho económico. Algunas de las grandes empresas del mundo basan sus modelos de negocio en mecanismos de captura de nuestra atención en los que la creación de burbujas y el alimento de la ira son tanto medio como fin. Por supuesto, el trayecto hacia el individualismo y la economía de la atención existían antes de la disociación digital, pero ésta nos ha traído a toda velocidad a este colérico momento.
La verdad está ahí fuera, pero no donde decían los de Expediente X. La verdad, la ampliación y recuperación necesaria del nosotros, está en las calles, en los pequeños y grandes conflictos que se abordan en persona. Está en el apoyo y la movilización para ayudar en Valencia. Está en discutir a la cara, incluso a gritos, en esforzarse por entenderse, en mirarse, en tocarse. Está en estar.
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