Un blog de Juventud Sin Futuro pensado por y para los jóvenes que viven entre paro, exilio y precariedad. Si quieres mandarnos tu testimonio, escríbenos a nonosvamosnosechan@gmail.com.
Cantar la dignidad
Bu – así le llamamos sus amigos en España, aunque su nombre es Bouchaib – me contó a través del cristal de la sala de visitas del CIE que algunas personas cantan dentro de las rejas, mientras desconocen acaso qué pasará mañana, mientras esperan en ese limbo existencial y caprichoso a los antojos administrativos, a que les devuelvan al sitio de donde habían huido tiempo atrás, mucho tiempo atrás. Cantar, no de alegría sino de supervivencia, daba entonces un nuevo sentido al tiempo, arrebatado este de su contenido habitual: el de ser productivo para la vida. Ese humilde acto de cantar, les permitía así pasar el tiempo, sobrevivir a la espera de volver a ser dueños del propio destino. Se convertía entonces en un acto de dignidad.
Llegados a este punto, es importante aclarar que cuando digo tiempo productivo para la vida, o tiempo para vivirlo no me refiero – no tan solo – a las horas que los migrantes emplean ganando dinero para después gastarlo, sumidos en un círculo de consumo del tiempo capitalista al que solemos llamar “integración”. Me refiero a aquel tiempo que los migrantes emplean para la noble aventura de vivir. Resulta asombroso, pero parece que esto se nos ha olvidado. Sus ilusiones, sus sueños, sus recuerdos, sus afectos, sus miedos, sus vidas, no han sido puestas en el centro de la cuestión, y llamar la atención sobre este hecho se ha convertido en algo de ingenuos, idealistas o románticos. Yo les vengo a proponer – juzguen ustedes si ingenua, idealista o románticamente - detenernos a escuchar estas vidas, poner en valor sus relatos, sus historias, su lucha por el futuro cuando apenas existe el presente, su cotidianidad. Acercarnos a los enormes actos de dignidad de las personas migrantes. Pues es la dignidad la que nos permite emprender nuevos recorridos, lanzarnos a los caminos, inventar y elegir en un intento constante la propia vida y la propia identidad.
Pero atreverse a elegir la propia vida puede convertirse en algo por lo que pagar cuando uno nace en el cínicamente llamado tercer mundo. El poder se incrusta en la vida de estas personas, que soportan sobre sus hombros la dureza y la violencia del entramado migratorio. Entonces, la lucha por la propia dignidad es aún más ardua y dolorosa, y constantemente se les intenta arrebatar. Durante estos dos años visitando a internos en el CIE no he dejado de escuchar historias desgarradoras sobre un sufrimiento estéril, que apenas llega a boca de nadie. He visto en los ojos de Mohammed, de tan solo 19 años, reflejado el dolor recordando las trágicas escenas que vivió cuando atravesó la frontera en los bajos de un camión, arriesgando todo, intentando olvidar la vida anterior, aunque la vida anterior nunca se olvide. Historias que cuentan cómo les detuvieron en la calle sin previo aviso para encerrarles en el CIE. Y ahora tienen hambre, y frío, y miedo a ser agredidos en nombre de la seguridad. He sentido las cámaras, las vallas, los muros, los ojos policiales observándoles, y a ellos repetir constantemente “yo no soy un criminal”. Les he visto sentir la pérdida de su intimidad, y cómo su vida social y personal se relegaba cruelmente a un segundo plano por las repetitivas operaciones de control. He sabido cómo, una y otra vez, se les quita el nombre para asignarles un número que aguarda en largos listados oficiales y confidenciales – con una macabra semejanza a la lógica mercantil – para ser arrancado de su propia voluntad y regresado a la fuerza al país de donde decidió partir. Cómo les notifican su expulsión, 12 horas antes en el mejor de los casos. Cómo les despojan de sus pertenencias, cómo se les mutila su identidad. Me han contado después de sus regresos, cómo su gente no les reconocía y que allí, en “su patria”, se siguen sintiendo extraños y presos.
Pero quedarnos en su condición de víctimas sería dar una visión fragmentaria, obviar la resistencia de los que migran. Son sujetos activos, y mientras mediática y políticamente sus biografías se numeran, se cosifican, y se despojan de cualquier matiz de contenido humano, ellos siguen adelante, con sus constantes cantos a la dignidad, con su enorme resiliencia puesta en marcha, haciendo frente, incansables, a cada desafío. Y es que también he visto inquebrantables personas migrantes levantar la mirada y el ánimo mientras, agarrados a sus pocas pertenencias, pese lo que pese la ligereza de equipaje, cuentan historias de constante superación y crecimiento. He escuchado a Bu al teléfono desde el otro lado de la frontera España-Marruecos hablándome del maltrato sufrido por las fuerzas policiales durante el vuelo de deportación, pero seguro y orgulloso de que conseguiría la fuerza necesaria para organizarse con otras personas a las que hubieran deportado. Le he sentido soñar con una ternura desgarradora su futuro en Marruecos, bromeando sobre si montar allí una sidrería, como aquella en la que trabajaba en Asturias. He escuchado a Mussa cuando me hablaba de cómo pasaba el día devorando libros dentro del CIE, y con una noble entereza se mentalizaba sobre una nueva vida llena de oportunidades una vez saliera. Le he visto coordinarse con otros internos para iniciar una huelga de hambre como resistencia, como empoderamiento. Y así podríamos seguir contando incansables actos de dignidad.
Y sin embargo mientras tanto, nuestra vida sigue. Seguimos abrumándonos con cifras que no nos consiguen interpelar, y seguimos rifando refugiados y estudiando llenos de frivolidad la viabilidad financiera y los gastos que supone que el 5% de las personas obligadas a huir en todo el mundo – de guerras, de dictaduras, de miseria, de violencia estructural – emprendan una nueva vida en la Europa Fortaleza. Seguimos con una narración aséptica de los hechos, con la objetividad, la neutralidad, la distancia, el silencio, y mientras, seguimos siendo el séptimo exportador mundial de armas. Seguimos con FRONTEX, con prestigiosas operaciones de salvamento, aunque de nosotros mismos no les podamos salvar. Con instituciones que no responden. Con el “no hay para todos”. Con la seguridad y el orden, con la exaltación de lo legal o lo ilegal. Y nos sentimos buena gente porque algo nos conmovimos con la foto de un tal Aylan. Seguimos contando muertos, y seguimos perdiendo la cuenta, pues a las escalofriantes cifras de cuerpos que caen inertes en el medio de un mar que decimos nuestro, debimos añadir cada vez que negamos la capacidad de decisión sobre sus propias vidas y de la creación de respuestas propias. Y es que allí afuera hay personas, en su mayoría jóvenes, que día a día entrañan el coraje y la entereza de seguir caminando hacia otro lugar que – decimos – no es el suyo. El reclamo de su derecho a crecer, a vivir dignamente, a ganarse y gastarse la vida, es similar – aunque específico – a nuestro reclamo por un futuro digno, y es que por muchas vallas al campo que les pretendan alzar, no existe tan siquiera otro lado al que cruzar. Este reclamo a la dignidad se sobrepone a las políticas austeras, a las necesidades económicas o presupuestarias, al marco legal, al control, al orden, a la vigilancia, y a todos aquellos elementos o dispositivos que forman parte de la lógica dominante. Se trata de dejarles construir su propia vida en otro lugar diferente a aquel en el que cometieron la osadía de nacer.