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Irnos para cumplir nuestros sueños

No tienen derecho. En el debate de los cientos de miles de jóvenes que abandonan España para buscar un futuro, en la farsa de la mejora de las cifras de desempleo haciendo que los jóvenes salgamos de las cifras, en la dificultad de dejar a nuestra gente, nuestra tierra e idioma para llegar adonde sí puede haber oportunidades; la mayor crueldad, el mayor abuso, está en el convencimiento de que quienes nos están haciendo esto no tienen derecho a hacerlo.

 

Somos las pérdidas renunciables. Los daños colaterales. Somos lo que los grandes gobernantes están dispuestos a sacrificar para continuar con esta farsa. Los excesos de las élites financieras internacionales junto con los de nuestra clase política, los silencios de una transición no transitada, los juegos de una mafia que lo ha abarcado todo, y la especulación, y la falta de coraje para cambiar unas estructuras corrompidas, y la vergüenza; son las causas, insólitas, de que seamos parte de una generación sin futuro. Perdida, nos dicen. Y asumen que vamos a tener la templanza de pagar nosotros las consecuencias, de ponerlas a nuestras espaldas, de compensar con nuestras vidas el saqueo, la ineptitud y el abuso de sus acciones. Y se equivocan.

 

 

Vamos a recuperar nuestro derecho a elegir, a que se respeten nuestras decisiones. Las de quienes hemos tenido la suerte de tener los medios para irnos a miles de kilómetros de distancia a perseguir nuestros sueños, las de quienes viven encerrados en vidas que no quieren, las de a quienes explotan, las de a quienes utilizan, aprovechándose de nuestra ilusión, nuestra motivación y nuestras ganas de trabajar y luchar por cambiar el mundo a cambio de sueldos de miseria, de precariedad e ingratitud. Las de quienes todavía siguen en esta trampa que es España, que no ofrece trabajo, ni medios para estudiar ni futuro a cientos de miles de jóvenes que nunca especularon, ni llevaron a bancos a la ruina, ni recibieron rescates millonarios. Ni vivieron nunca por encima de sus posibilidades.

 

Yo, que soy un afortunado, que he podido cambiar contento de continente para dedicarme a lo que quiero, denuncio que no he tenido la posibilidad de quedarme en mi tierra, ni en las cercanías de sus fronteras, si quería cumplir mis sueños. Denuncio que no me han dado esa elección. Y es esa imposibilidad de escoger, esa falta de alternativa, la que se esconde detrás de este sistema corrupto que somete a los jóvenes de nuestro país y de muchos otros. Lo que nos han arrebatado es la capacidad de tomar nuestras decisiones, de vivir una vida independiente. Nos han obligado a aceptar cualquier empleo, a trabajar a cualquier precio, a estudiar lo que el mercado laboral dictara, a volver a vivir con nuestros padres: y si hemos podido evitarlo ha sido solo a un altísimo coste, pagado a menudo en miles de kilómetros. Nos han expuesto a mayores índices de pobreza, de exclusión social, a tasas de desempleo imposibles. 

 

Este país ha renunciado a nosotros, y sin embargo nos necesita. Porque las consecuencias de esa renuncia las pagaremos entre todas y todos. Las pagará nuestra sociedad, las pagará este país dentro de veinte años. Tenemos que demostrar que se equivocan. Tenemos que demostrar que no tienen derecho. Estamos ante la oportunidad de recuperar lo que era nuestro, de no tener que irnos nunca más para cumplir nuestros sueños. Conseguirlo pasa solo por una condición: hacer que se vayan ellos.

 

No tienen derecho. En el debate de los cientos de miles de jóvenes que abandonan España para buscar un futuro, en la farsa de la mejora de las cifras de desempleo haciendo que los jóvenes salgamos de las cifras, en la dificultad de dejar a nuestra gente, nuestra tierra e idioma para llegar adonde sí puede haber oportunidades; la mayor crueldad, el mayor abuso, está en el convencimiento de que quienes nos están haciendo esto no tienen derecho a hacerlo.