Cuando BBVA trasladó su ciudad financiera a Las Tablas, en el distrito norte de Fuencarral-El Pardo, la mayoría absoluta del Partido Popular en el Ayuntamiento de Madrid hizo realidad en tiempo récord la “sugerencia” de la directora del complejo de modificar el nombre de la calle donde está situada la imponente sede. De esta forma, la por entonces calle Fresneda se cambió por calle Azul, el color insignia del banco y, por qué no, también de la formación conservadora.
“Hace referencia, no les voy a engañar, al color corporativo del banco”, reconocía el concejal popular del distrito, José Antonio González, en el Pleno de la Junta, según recogió el diario Las Tablas Digital. En su discurso, González insistió en que el cambio en el callejero no tenía ninguna relación con el hecho de que BBVA hubiera financiado de manera íntegra la pasarela peatonal que conectó Las Tablas con el vecino barrio de Sanchinarro.
A escasos tres kilómetros de la sede de BBVA, en 2008 se había levantado el Distrito C, que tres años después modificó la C de Comunicaciones —similar a la parada de metro más cercana, Ronda de Comunicaciones— para pasarse a llamar Distrito Telefónica. En la misma época, pero en la otra punta de Madrid, Boadilla del Monte, la Ciudad Financiera del banco Santander estrenaba la ampliación del metro ligero con la estación Cantabria.
“La imagen y mapa mental de un barrio o una calle lleva asociados unos estigmas y unas ideas, que se organizan y recuerdan a través de elementos particulares del paisaje, que a veces también son nombres”, explica a elDiario.es David Rus, arquitecto y urbanista, citando al estadounidense Kevin Lynch en ‘La imagen de la ciudad’.
El nombre de las calles condiciona su economía y valor simbólico, añade Daniel Oto-Peralías, profesor de Economía de la Universidad Pablo de Olavide, en Sevilla. No solo la reciente Ley de Memoria Histórica disputa los significados de las vías públicas, también hay otros factores motivados por aspectos socioeconómicos. Y los ejemplos abundan en todo el territorio nacional.
El actual municipio Soto del Real no adquirió ese nombre hasta 1959, tras siglos de empeño por parte de los vecinos, que consideraban que Las Chozas, su topónimo histórico, era “despectivo e inapropiado a su historia y a su desarrollo urbanístico”, recoge en un documento el Ayuntamiento. Actualmente la localidad se encuentra en los rangos más altos de nivel de renta de España.
No es tanto lo que simbolice el nuevo nombre como lo que se quiere borrar con el cambio
Es complicado analizar el efecto económico que puede tener sobre una calle un cambio de nombre, porque entran otros muchos factores en juego casi imposibles de aislar, valora Oto-Peralías, quien reconoce que ciertos topónimos sí pueden contribuir a procesos de gentrificación. “No es tanto por lo que simbolice el nuevo nombre como lo que se quiere borrar con el cambio”, apunta.
Así, la zona norte de Alcorcón donde trató de materializarse el mastodóntico proyecto de Eurovegas es conocida, desde que los lugareños tienen recuerdo, como Venta La Rubia o Ventorro El Cano. Sin embargo, cuando el Ayuntamiento de la ciudad mostró los planes expansivos de urbanización esta zona figuraba como Ensanche Norte, recuerda Rus.
También sobre plano, uno de los primeros borradores del Plan Chamartín contemplaba la expansión del Paseo de la Castellana por su vertiente norte, lo que suponía modificar el nudo de carreteras de la M30, situado cerca del Hospital La Paz y haciendo que colindara prácticamente con el barrio de Fuencarral. “Sería raro que a unas calles pequeñas y populares les apareciese La Castellana al lado. Fue un tema de debate. Hubo propuestas porque, aunque fuera más difícil de realizar, La Castellana vende”, sentencia Rus. Algo similar sucede con los once kilómetros y más de 600 números de la calle de Alcalá, la arteria más larga de la capital.
Muchas veces los nombres se convierten en marcas, y el valor simbólico revaloriza zonas como el madrileño barrio de Malasaña. “Te encuentras que calles limítrofes que antes no se identificaban con Malasaña ahora sí, porque se ha puesto de moda”, apunta Rus. La zona, que solía tener como frontera sur la calle Fuencarral, “ahora limita prácticamente con Chueca”, continúa el experto. Para aprovechar el tirón, las calles adyacentes se suman a la misma estética e identidad.
Aunque con una cultura y urbanismo muy diferentes, esta revalorización a través de la nomenclatura también encuentra ejemplos al otro lado del charco. El primer proyecto que logró paralizar la activista y urbanista autodictacta Jane Jacobs fue precisamente la ampliación de la Quinta Avenida, con el que las autoridades en 1958 pretendían atravesar el parque de Washington Square, explica Álvaro Ardura, arquitecto urbanista y autor del libro ‘First we take Manhattan’.
Y hay que remontarse al siglo XIX, a la construcción del entramado de vías identificadas por números que hoy compone Manhattan, para encontrar quizá las primeras discusiones en torno a los nombres. Varios grandes propietarios “solicitaron a la ciudad cambiar el nombre de las avenidas numeradas para adquirir capital simbólico y aumentar el valor de la propiedad”, recoge un documento de la Universidad de Texas.
En las famosas colinas hollywoodenses, un promotor inmobiliario quiso en 2017 cambiar el nombre de una calle para equiparar el precio de las viviendas a sus vecinas millonarias. Todas las calles de la zona tenían nombres de ave, con lo que pidió el cambio de Pinto Place a Hummingbird Place, colibrí.
Nombres de pájaros o de vegetales suelen ser comunes en el urbanismo de nueva construcción, observa Rus, lugares con menor historia donde no existe un arraigo que ofrezca resistencia bien a un cambio de nombre, bien a la elección de un topónimo que trate de alejarse de un contenido cultural o histórico. Este es uno de los motivos por los que urbanizaciones en las afueras de Madrid son bautizadas con títulos que evocan lo silvestre como La Finca o Los Rosales. “Lo verde está asociado a estatus, se trata de lanzar un mensaje de ‘Encuentra el oasis verde en medio de la ciudad salvaje’”, considera Rus.
Así, el arquitecto y urbanista traza un esquema, advierte, simplificado de la realidad pero representativo: “Las clases medias viven en PAU (Programas de Actuación Urbanística) y ensanches. Los ricos viven en calles con nombres de vegetales y las clases bajas se han quedado en las zonas antiguas o en el centro, con nombres históricos cuyo significado en muchos casos ya se ha olvidado”.