Eduardo Vara: “La vocación es una excusa para que los trabajadores se comprometan más allá de lo razonable”
La Organización Mundial de la Salud calcula que los trastornos mentales serán la primera causa de enfermedad en el mundo en 2030. Y los entornos laborales pueden ser, dice, “lugares de oportunidades o de riesgo”. Las condiciones de trabajo demandantes, las jornadas extenuantes y las horas de más potencian la aparición de burnout, ansiedad y depresión. Pero, ¿es algo nuevo?
El doctor y divulgador Eduardo Vara publica 'Maldito trabajo. Sobrevivir a la cultura del sacrificio y repensar la vocación' (Editorial Ariel), un ensayo en el que aborda la evolución del trabajo a lo largo de la historia, su papel en nuestras vidas y como se ha pasado de la religión al culto al trabajo.
Usted es médico, ¿vocacional?
Sí, cuando escogí mi profesión fue por vocación.
¿Qué es la vocación?
Es una pregunta complicada. El concepto de vocación viene casi del sector más religioso, como si fuera una llamada, una ‘vocecita’ que te susurra y que te impulsa a que elijas un tipo de manera de estar en el mundo y trabajar. Pero, hoy en día, se ha convertido en una excusa para chantajear a ciertos profesionales y llevarles al extremo, a obligarles a comprometerse más allá de lo razonable.
Precisamente, en el libro hablar de una transición de la religión al culto al trabajo. ¿Cuándo se produjo?
Ha sido progresivo. Toda esta dinámica de ofrecer los sacrificios que hacemos en el presente por algún tipo de abstracción en el futuro, que antiguamente era Dios, el más allá o un paraíso, hoy es la idea de progreso y la esperanza de que vamos a convertirnos o tener algo más. También hay otras cosas muy similares: si antes teníamos santos, ahora tenemos a los emprendedores exitosos, esas personas que se han convertido en referentes culturales, que han conseguido triunfar o esos discursos de que “se han hecho a sí mismos”.
Dice en el libro que poder elegir profesión es un lujo, ¿qué es la meritocracia?
Era un lujo y lo sigue siendo para mucha gente. Aparte del sexismo, el patriarcado, el racismo y otra serie de inconvenientes, bastante obvios, no todo el mundo tiene los mismos recursos para enfrentarse a según qué tipo de formación y para acceder a determinados trabajos. Y, una vez dentro, el sistema también se ocupa de seleccionar a la gente más dócil o que va a jugar bajo las normas que se le quieren imponer.
En los últimos tiempos hemos escuchado incluso a presidentas autonómicas decir que los jóvenes no tienen cultura del esfuerzo. ¿Nos han colado que con esfuerzo y sacrificio se puede conseguir todo?
Si lo miras desde el punto de vista médico y neurocientífico, es absurdo. El esfuerzo no es lineal, si te esfuerzas demasiado llega un momento en el que los neurotransmisores que tenemos en el cerebro, nuestra energía física... todo se agota. Y el descanso forma parte imprescindible del proceso del ciclo del esfuerzo.
La cuestión es si estamos dispuestos a sacrificar la salud mental y física de ciertos trabajadores para que la sociedad llegue a cierto modelo, sin tener claro si realmente lo vamos a conseguir o es una excusa para que algunos parasiten el esfuerzo
¿Cuál es la diferencia entre esfuerzo y sacrificio?
Esforzarse es inevitable, lo necesitamos hasta para levantarnos de la cama y hacer lo que nos toca, cuando igual nos apetecería dormir un ratito más. El esfuerzo es algo fisiológico: si quiero algo, tengo que esforzarme para conseguirlo. Lo vemos en el deporte, con los agricultores en el campo o en cualquier otra faceta. Nos da cosas buenas y, si después dejamos descansar cuerpo y mente, nos puede colocar en una situación beneficiosa para enfrentar los retos futuros. Es invertir en algo positivo. El sacrificio, sin embargo, es un concepto muy distinto. Implica negarse o destruir cosas que queremos porque tenemos la esperanza de que conseguiremos otras. Sacrificar el presente por un futuro hipotético de progreso o bienestar, puede no ser una idea muy inteligente. Por ejemplo, si sacrificamos nuestra salud mental, el destino al que llegaremos no va a ser idílico y, además, mucha gente no llegará. La cuestión es si estamos dispuestos a sacrificar la salud mental y física de ciertos trabajadores para que la sociedad llegue a cierto modelo, sin tener claro cuándo, cómo, ni si realmente lo vamos a conseguir o es una excusa para que algunos parasiten el esfuerzo de otros.
¿El burnout es algo nuevo o siempre ha estado ahí?
Ha estado siempre. Incluso, cuando hablamos de burnout, tendemos a utilizarlo como una etiqueta para todas las enfermedades mentales que se pueden desarrollar en el trabajo, aunque no sea exactamente así. Para la Organización Mundial de la Salud, tiene que ver con una pérdida del entusiasmo laboral, con una adaptación de actitudes cínicas en el trabajo, que son fruto del cinismo en el cual uno vive. Es contagiarse de ciertas culturas laborales que te acaban robando la energía mental. Y luego el trabajo lleva al límite a muchos trabajadores y les somete a muchas presiones que les pueden llevar a desarrollar distintos tipos de problemas que no son exactamente burnout: una depresión es una depresión y un cuadro de ansiedad es un cuadro de ansiedad.
En las profesiones altruistas hay un chantaje emocional constante. Otras personas hacen jornadas inacabables por pura necesidad, porque no tienen otro remedio si quieren llegar a fin de mes
En los últimos meses hemos visto casos de jornadas eternas en muchos sectores: hostelería, residencias, grandes consultoras, las guardias de 24 horas de los médicos. La Inspección de Trabajo detectó el año pasado que más de 140.000 trabajadores fueron víctimas de infracciones de jornada laboral y horas extra. ¿Por qué está tan normalizado?
En el caso de profesiones altruistas, como los médicos, los profesores, los bomberos o muchas otras que se dedican a servir a los demás, hay un fondo de chantaje emocional constante. “¿Qué va a ser de la gente si no estás ahí?”. Así, todo es urgente, imprescindible y necesario. Otras personas hacen jornadas inacabables por pura necesidad, porque no tienen otro remedio si quieren llegar a fin de mes. Todo se ha precarizado tanto que hay quien tiene que hacer verdaderos esfuerzos e invertir más horas de las que deberían en trabajar o en dormir menos, que ese es otro gran problema.
Reflexiona en el libro sobre que aún hay personas convencidas de que pueden imponer a otras condiciones de trabajo que ellas mismas no aceptarían.
Esto tiene mucho que ver con el estatus. Como tú conoces más tu propio esfuerzo y lo que has hecho, te ves a ti mismo antes a los demás en nuestra forma de estar en el mundo. Mucha gente acaba priorizando eso sobre los derechos de los demás. Hay cierto instinto en hacerlo, históricamente podemos ver muchas estructuras culturales y sociales que se han articulado alrededor de esa idea de que había personas que se consideraban elegido por Dios o que tenían más méritos que los demás e imponían lo que querían. Existe también el efecto halo, por el que tendemos a idealizar a personas que han conseguido éxito o que tienen ciertas cosas, lo que nos lleva a pensar que lo merecen por alguna razón y tendemos a tener cierta actitud, un poco más servil, hacia ellas. Si lo piensas fríamente, con objetividad, es un sesgo, un error cerebral a la hora de plantear la realidad.
¿Lo de valorar más el propio esfuerzo que el ajeno nos pasa a todos?
A todos. Incluso en trabajos súper comunes. Hay un estudio de la Universidad de Harvard en el que se encuesta a varias personas que han realizado un trabajo en equipo, sin ninguna jerarquía. Se les pide que valoren su porcentaje de participación, así que la suma debería ser un 100, pero el resultado llega a 139. Todo tenemos este puntito de sobrevalorar nuestro esfuerzo, porque sabemos lo que hemos sudado.
Y luego, sin embargo, tenemos el síndrome del impostor.
Depende de personalidades. No todo el mundo está más predispuesto a tener el síndrome del impostor. Hay personas que tienden a ser más autoexigentes o más humildes y a poner sus logros en duda, sobre todo cuando se compara con las expectativas culturales que hay o vemos en redes sociales sobre a dónde deberíamos llegar. Pero existe lo contrario, el síndrome de Dunning Kruger, en aquellas más narcisistas o egocéntricas. Lo vimos cuando llegó la pandemia con todos aquellos expertos en epidemiología, sin haber estudiado nada, que de repente eran vulcanólogos cuando se produjo la erupción de La Palma. Eso tiene que ver con las expectativas, las inseguridades y el temperamento de cada cual.
¿Esos perfiles se ven en las empresas?
Por supuesto. En cualquier grupo humano, sea una sociedad o algo más micro, como una empresa o un equipo de trabajo, hay una diversidad de personalidades que crean esas dinámicas que todos conocemos de primera mano.
Si te han dicho que vas a ser la leche, mucho más inteligente que los demás, probablemente te lo acabes creyendo
¿En qué momento se produce esa bifurcación de caminos hacia el síndrome del impostor o de Dunning Kruger?
Es complicado porque hay muchos factores. Por una parte, sabemos que genéticamente hay gente que por cómo funciona su cerebro, sus neurotransmisores y su autoestima tiene tendencia a sentirse más o menos seguro. También hay un factor cultural, cómo te han educado. Si te han dicho que vas a ser la leche, mucho más inteligente que los demás, probablemente te lo acabes creyendo. Al contrario, el caso de las mujeres vuelve a ser un buen ejemplo. Históricamente se les ha dicho que eran inferiores, aunque no lo fueran. Ese discurso se acaba interiorizando.
¿Procrastinamos por pereza o por miedo al fracaso?
Deberíamos diferenciar la pereza de la procrastinación. Cerebralmente tenemos claro que el esfuerzo es algo que debemos reservar para lo que realmente importa y, a veces, nos da pereza hacer ciertos esfuerzos porque no vemos claro si van a ser necesarios o si podemos conseguir el fin que buscamos de otra manera. Con la procrastinación, intentamos aplazar algo que sabemos que es inevitable, le cargas a tu ‘yo’ del futuro lo que tu ‘yo’ del presente no quiere hacer. Y luego está el miedo al fracaso: algunas personas procrastinan porque no quieren ponerse a prueba si no están seguras del resultado. Les crea inseguridad ver si van a poder salir airosos o no. Hay distintos caminos por los que podemos llegar a la procrastinación.
Dice que “la identidad colectiva puede construirse tanto desde la empatía como desde el rencor”. ¿Quién gana si vamos cada vez hacia una sociedad más individualista?
Al final, nadie. Si lo miramos incluso a nivel global, hay estudios e investigadores que ven que dentro de los grupos, el egoísmo vence al altruismo. El problema es cuando esas comunidades se tienen que enfrentar a otras que las atacan o a retos que precisan de cohesión social. Y ahora tenemos un montón de retos que necesitan de esa cohesión social: climáticos, de salud ambiental… Hablamos mucho del cambio climático en cuanto a temperatura, pero no tanto de cómo repercute la contaminación en el coeficiente intelectual de los niños, que por primera vez en mucho tiempo no están siendo más inteligentes que las generaciones anteriores. También sabemos que cada vez hay más depresión y que, en 2030, será la enfermedad más incapacitante, por encima de muchas otras. Está claro que el individualismo no nos lleva por buen camino, sobre todo porque somos simios sociales, va dentro de nuestros instintos.
El discurso capitalista funciona muy bien tanto desde el punto de vista altruista como del egoísta
¿Cómo ha modelado nuestro carácter el capitalismo?
El capitalismo es muy astuto a la hora de modelar nuestras expectativas y nuestros deseos, que es lo que nos hace levantarnos cada día para realizar cualquier tipo de trabajo. El discurso que suele utilizar son frases muy ambiguas, como esa de ser “la mejor versión” de nosotros mismos o “marcar la diferencia”. Lo mires desde un punto de vista egoísta o altruista, funciona, bien porque quieras medrar o mejorar tu estatus, bien porque quieras ser útil y aportar algo a la sociedad. El problema es que es un juego trucado, en el que ese esfuerzo, venga de donde venga, acaba derivando y siendo parasitado por ciertas empresas o grupos familiares que extraen la riqueza para mantenerse donde están, mientras el resto estamos a un nivel totalmente distinto y jugamos con reglas muy diferentes.
¿Por qué lo permitimos?
Algunas personas creen realmente que pueden aspirar a alcanzar ese nivel, así que no van a romper las reglas ni criticar el juego, porque entonces no podrán jugar. Y hay gente que intenta cambiarlo, pero, como el poder y los acaparadores se alían entre ellos, no es tan fácil romper esas normas. Aunque existen alternativas, hay comunidades cooperativas que pueden mostrar otras opciones, sí tenemos esa indefensión aprendida de que, si lo intentas mucho, te acabas cansando.
Como individuos, ¿qué herramientas tenemos para evitar ese burnout o esos problemas de salud mental relacionados con el trabajo?
Con las enfermedades mentales siempre hay un factor externo y uno interno. Tú puedes trabajar cómo vives esa situación de distintas maneras, pero dejando muy claro que eso de la inteligencia emocional o el mindfullness, que se vende mucho, puede ayudar, pero siendo prudentes. Si una persona está en una situación de abuso, hay que buscar la manera de huir de esa situación, no mantenerse ahí chutándose pensamientos positivos. Cuando hay un problema, hay un problema, independientemente de cómo te lo tomes. En esa situación, lo mejor es consultar con un profesional que valore tu caso concreto y te pueda ayudar y orientar.
Tampoco podemos caer en el victimismo y, ante la mínima, sentirnos ofendidos o que nos están haciendo mobbing. Pero cuando hablamos de entornos injustos, tenemos que aprender y entender que podemos decir ‘no’, cuando nos imponen tareas que no nos corresponden o intentan que aceptemos doblar un turno, por ejemplo.
Decir ‘no’ a tu jefe puede tener consecuencias.
A veces, sí. A veces, no. Pero quizá quienes deberían tener miedo son los empleadores. ¿Y si todo el mundo dijera ‘no’ a la vez? Cuando se analiza cómo se paga a los trabajadores o el trato que reciben, la cuestión no suele estar tanto en si se les ve como personas imprescindibles, sino en el temor que tienen los empleadores a perderlos. Esto es lo que suele hacer aumentar los sueldos y que las dinámicas o la forma de tratar a los trabajadores cambie. Si todos tuviéramos una actitud en la que, ante según qué abusos, nos negáramos mayoritariamente, nos colocaría en una situación muy diferente. Pero es cierto que el miedo y la necesidad de comer y pagar las facturas hace que muchas personas aguanten.
¿Qué implica a nivel de salud física o mental recibir un whatsapp de trabajo a las nueve de la noche?
Que no puedes desconectar y no tienes esa capacidad de estar en un espacio mental donde tu salud, tu autoestima y muchos otros factores puedan reposar y recargarse. Esas interferencias no son buenas y perjudican, incluso, el rendimiento. Si lo miramos desde un punto de vista egoísta, desde la productividad, cuando tenemos muchas cosas en la cabeza, somos menos eficientes, tanto a nivel laboral como familiar. Además, el derecho a la desconexión está reconocido y las empresas deberían tener protocolos al respecto. La cuestión es que, a efectos prácticos, no se aplica y, aunque haya alguna sanción por ahí, no se habla demasiado del tema.
A lo largo del libro elabora una cronología de cómo ha evolucionado el trabajo. Da la sensación de que llegar hasta este punto era inevitable.
Lo que es inevitable es que somos vulnerables a los sesgos cognitivos. Esas trampas mentales han estado presentes siempre, así que esta idea de que el esfuerzo es lineal, si me esfuerzo lo consigo y si no lo consigo es porque no me he esforzado lo suficiente ha estado presente durante toda la historia de la humanidad. Con toda innovación tecnológica, con cada nuevo progreso, hemos complicado y sobredimensionado el problema que teníamos antes, dándoles nuevos matices. Entramos en una especie de espiral en la que no sabemos qué estamos persiguiendo, sino que lo que importa es este macguffin de que lo importante es la velocidad, sin saber muy bien por qué estamos haciendo. En eso es en lo que hemos ido cayendo y ha hecho que muchas culturas colapsaran. Lo que ha hecho la tecnología es complicarlo y dar más capas de conceptos más ideológicos en lugar de otros más básicos o fisiológicos. Cuanto más abstracta es una idea, más fácil es que la endiosemos y que le ofrezcamos todos nuestros esfuerzos a nivel colectivo. Quizás no es una buena idea.
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