Un error de predicción catastrófico

  • Nate Silver es un escritor con formación en economía y estadística que se hizo famoso en EEUU por su análisis de las elecciones presidenciales en el blog FiveThirtyEight. Su modelo estadístico, basado en todas las encuestas publicadas, obtuvo un altísimo porcentaje de acierto en las elecciones de 2012

Era el 23 de octubre de 2008. El mercado bursátil se había desplomado casi un 30 por ciento durante las cinco semanas anteriores y se encontraba en caída libre. Empresas en su día valoradas, como Lehman Brothers, se habían arruinado. Los mercados de crédito habían dejado de funcionar. Las propiedades inmobiliarias de Las Vegas habían perdido un 40 por ciento de su valor. El desempleo estaba por las nubes y no dejaba de crecer. Se habían invertido cientos de miles de millones de dólares en empresas en quiebra. La confianza en el Gobierno marcaba mínimos históricos. Faltaban menos de dos semanas para las elecciones presidenciales.

El Congreso, una institución generalmente en estado latente tan cerca de unas elecciones, era un hervidero de actividad. Los políticos sabían que iban a verse obligados a aprobar una serie de proyectos de ley de rescate financiero desde luego impopulares, y debían crear la impresión de que los malhechores iban a recibir su merecido. El Comité de Control y Reforma de la Cámara de los Representantes había citado a testificar a los jefes de las tres principales agencias de calificación de crédito, Standard & Poor’s (S&P), Moody’s y Fitch Ratings. Dichas agencias de calificación tenían la tarea de evaluar las probabilidades de que miles de millones de dólares invertidos en títulos con respaldo hipotecario tuvieran que empezar a afrontar impagos. Y, para decirlo suavemente, todo indicaba que habían faltado a su deber.

La peor predicción de una serie fatídica

La crisis de finales de la década de 2000 suele considerarse un fracaso de las instituciones políticas y financieras. Y es evidente que supuso un descalabro económico de proporciones mayúsculas. En 2011, cuatro años después del inicio oficial de la Gran Recesión, la economía estadounidense estaba aún 800.000 millones de dólares por debajo de su potencial productivo.

Aun así, estoy convencido de que la mejor forma de analizar la crisis económica es considerándola un error de juicio, un fatídico error de predicción. De hecho, los errores de predicción fueron generalizados y se produjeron en casi todas las fases, antes, durante y después de la crisis; todo el mundo incurrió en dichos errores, desde los agentes hipotecarios hasta la Casa Blanca.

A menudo, los errores de predicción más calamitosos tienen muchas cosas en común. Por lo general nos fijamos en las señales que describen el mundo tal como debería ser, y no como realmente es. Ignoramos los riesgos más difíciles de calcular, aun cuando suponen la mayor amenaza para nuestro bienestar. Nuestras aproximaciones y suposiciones sobre el mundo son mucho más rudimentarias de lo que creemos. Abominamos la incertidumbre, aunque forme parte inextricable del problema que intentamos resolver. Si queremos llegar al fondo de la crisis económica, debemos empezar por identificar el principal error de predicción que se produjo, un error que desencadenó el resto.

Las agencias de calificación habían dado una AAA (calificación que se solía reservar para los gobiernos y las empresas más solventes del mundo) a miles de títulos con respaldo hipotecario, unos instrumentos financieros que permitían a los inversores apostar sobre las probabilidades de que otras personas no pudieran pagar sus hipotecas. Las calificaciones de las empresas de calificación pretenden explícitamente ser predicciones, estimaciones sobre las probabilidades de que una deuda determinada no se pueda satisfacer. Standard & Poor's, por ejemplo, dijo a sus inversores que cuando daba una AAA a un tipo particularmente complejo de valores conocidos como obligaciones de deuda garantizadas (CDO), había tan sólo un 0,12 por ciento de probabilidades (o, lo que es lo mismo, una entre 850) de que dichos valores no se pudieran pagar durante los siguientes cinco años. En principio, pues, esos valores eran tan seguros como la acción de una empresa valorada con una AAA, y más seguros de lo que actualmente S&P considera los bonos del Tesoro de Estados Unidos.8 Las agencias de calificación no ponderan sus valoraciones sobre una curva.

A la hora de la verdad, y según datos internos de S&P, alrededor de un 28 por ciento de las CDO resultaron insolventes. (Algunas estimaciones independientes son aún más altas.). Eso significa que la tasa de insolvencia de las CDO fue más de doscientas veces superior de lo que S&P había pronosticado.

Se trata de un fracaso de predicción absoluto: miles de millones de dólares en inversiones valorados como completamente seguros resultaron ser casi completamente inseguros. Fue como si la predicción meteorológica anunciara 35 grados y cielos despejados y a la hora de la verdad se produjera una ventisca de nieve.

Cuando uno realiza una predicción que fracasa de forma tan estrepitosa, tiene la opción de elegir cómo explica el fracaso. Una opción es aducir circunstancias externas; se trata de lo que denominaríamos mala suerte. A veces se trata de una opción razonable o incluso correcta. Cuando el Servicio Meteorológico Nacional de Estados Unidos anuncia un 90 por ciento de probabilidades de cielos despejados pero a la hora de la verdad la lluvia arruina la excursión que habíamos planeado, en realidad no se puede echar la culpar a los meteorólogos. Décadas de datos históricos acumulados muestran que cuando el Servicio Meteorológico dice que existe una probabilidad entre diez de que llueva, a largo plazo suele llover aproximadamente el 10 por ciento de las veces.

Esta explicación, sin embargo, resulta menos creíble cuando la organización que realiza la predicción no tiene un historial de predicciones acertadas, o cuando la magnitud del error es mayor. En esos casos, es mucho más probable que el problema radique en el modelo de quienes realizan una predicción sobre el mundo, más que en el mundo en sí.

En el caso concreto de las CDO, las agencias de calificación no disponían de ningún historial fiable: constituían un sistema de garantía muy reciente y las tasas de insolvencia de S&P no se basaban en datos históricos, sino en suposiciones realizadas a partir de unos modelos estadísticos imperfectos. Al mismo tiempo, la magnitud de sus errores fue enorme: las CDO valoradas con AAA tenían doscientas veces más probabilidades de acabar siendo insolventes de lo que se suponía teóricamente.

Las agencias de calificación podrían haber intentado redimirse admitiendo que sus modelos estaban equivocados y que el error había sido suyo. Sin embargo, en su comparecencia ante el Congreso de Estados Unidos se sacudieron cualquier responsabilidad y aseguraron que habían tenido mala suerte. Y echaron la culpa a una contingencia externa: la burbuja inmobiliaria.

“S&P no ha sido la única empresa a la que el exagerado declive de los mercados inmobiliarios e hipotecarios ha cogido por sorpresa”, declaró Deven Sharma, director de Standard & Poor’s ante el Congreso ese mes de octubre. “Prácticamente nadie, ni los propietarios, ni las instituciones financieras, ni las agencias de calificación, ni los reguladores, ni los inversores supieron prever lo que sucedió”.

“Nadie lo vio venir”. Si no puedes demostrar tu inocencia, escúdate en tu ignorancia: ésa suele ser la primera línea de defensa ante un error de predicción. Y, no obstante, la afirmación de Sharma fue una mentira que viene a alimentar una larga tradición en el Congreso de Estados Unidos junto al “yo no tuve relaciones sexuales con esa mujer” o “nunca he tomado esteroides”.

Lo que sorprende de la burbuja inmobiliaria es precisamente la gran cantidad de gente que no solo la había visto venir, sino que llevaba años advirtiendo de sus riesgos. Robert Shiller, economista de Yale, había apuntado ya su nacimiento en el lejano año 2000, en su libro Exuberancia irracional. Dean Baker, un cáustico economista del Centro de Investigaciones Económicas y Políticas, había escrito acerca de la burbuja inmobiliaria en agosto de 2002. Un corresponsal de la revista The Economist, famoso por la sobriedad de sus artículos, se había referido a “la mayor burbuja de la historia” en junio de 2005. Paul Krugman, ganador del Premio Nobel de Economía, escribió sobre la burbuja y su inevitable final en agosto de 2005. “Estaba incorporada al sistema”, me dijo Krugman más tarde. “El crac inmobiliario no era un cisne negro, sino más bien el elefante en la habitación que todo el mundo se negaba a ver”.

Pero también los estadounidenses de a pie estaban cada vez más preocupados. La búsqueda del término “burbuja inmobiliaria” en Google prácticamente se decuplicó entre enero de 2004 y el verano de 2005. El interés por el término era mayor en los estados que, como California, habían experimentado un incremento más acusado en los precios de la vivienda y que estaban a punto de sufrir el mayor declive. De hecho, el debate sobre la burbuja inmobiliaria estaba considerablemente extendido. El término “burbuja inmobiliaria” había aparecido en solo ocho noticias en lengua inglesa en el año 2001, pero llegó a las 3.447 referencias en 2005. En otras palabras, la burbuja inmobiliaria aparecía unas diez veces al día en revistas y periódicos acreditados.

Y, aun así, a las agencias de calificación (cuyo trabajo consiste ni más ni menos que en calcular el riesgo de los mercados financieros) se les pasó por alto. El hecho de que consideraran que ésa era su mejor línea de defensa habla por s. solo. Los problemas de sus predicciones eran realmente serios.

“No creo que quisieran que se acabara la música”

Ninguno de los economistas con los que hablé. para redactar este capitulo tenía una opinión favorable de las agencias de calificación. Sin embargo, todos ellos se podrían dividir en función de si consideraban que los errores de calificación se produjeron por codicia o por ignorancia. Pero ¿hasta qué punto son válidas sus opiniones?

Posiblemente Jules Kroll esté mejor calificado que nadie para emitir un juicio sobre este asunto, pues él mismo dirige una agencia de calificación. Fundada en 2009, Kroll Bond Ratings acababa de publicar su primera calificación (sobre un préstamo hipotecario contraído por la constructora de un centro comercial gigantesco en Arlington, Virginia) cuando me reuní con Kroll en su oficina de Nueva York en 2011. Kroll acusa a las agencias de calificación fundamentalmente de no haber tenido una actitud lo bastante “vigilante”. Se trata de un término irónico en boca de Kroll, que antes de dar el salto al mundo de las calificaciones había obtenido una modesta fama (a la par que una fortuna indecente) gracias a su empresa original, Kroll Inc., que actuaba como si fuera una especie de agencia de detectives encargada de controlar el fraude empresarial. Su empresa era experta en destapar estafas, como hizo en el caso de los secuestradores de un multimillonario propietario de un fondo de alto riesgo que se delataron a s. mismos pagando una pizza con la tarjeta de crédito del secuestrado. Cuando lo conocí, Kroll era ya un hombre de sesenta y nueve años, pero conservaba su instinto de sabueso bien afilado y se puso en alerta en cuanto empezó. a examinar lo que habían hecho las agencias de calificación.

“En el mundo de las industrias de calificación, la expresión ”actitud vigilante“ hace referencia a la obligación de mantener a los inversores informados de las cosas que observas”, me explicó. Kroll. “Cada mes recibes una gran cantidad de informes sobre cosas muy diversas, desde declaraciones de insolvencia hipotecaria hasta abonos hipotecarios prematuros. Dispones de muchísima información que debe servir para ponerte sobre aviso y decidir si las cosas están mejorando o empeorando. Y el mundo espera que lo mantengas al día de lo que sabes”.

En otras palabras, las agencias de calificación deberían haber sido las primeras en detectar los problemas del mercado inmobiliario, pues disponían de mejor información que nadie: datos frescos sobre si miles y miles de personas con hipotecas realizaban los pagos a tiempo o no. Y, sin embargo, no empezaron a rebajar las calificaciones de grandes series de títulos con respaldo hipotecario hasta 2007, en un momento en que los problemas eran ya una evidencia y los índices de apertura de juicios hipotecarios se habían doblado.

“No estamos hablando de personas estúpidas”, me dijo Kroll. “Sabían lo que pasaba, pero no creo que quisieran que se acabara la música”.

Kroll Bond Ratings es una de las diez NRSRO registradas en Estados Unidos. Las NRSRO son organizaciones de calificación estadística reconocidas por el Gobierno estadounidense, empresas que cuentan con la licencia de la Comisión del Mercado de Valores de Estados Unidos (Securities and Exchange Commission) para calificar títulos con respaldo hipotecario. PeroMoody’s, S&P y Fitch son tres de las otras, y copan casi toda la cuota de mercado. Entre S&P y Moody’s emitieron las calificaciones de casi el 97 por ciento de todas las CDO emitidas antes de la crisis económica mundial.

Uno de los motivos por los que S&P y Moody’s gozan de una presencia de mercado tan preeminente es simplemente porque hace mucho tiempo que forman parte del negocio, un oligopolio legal, de una industria regulada por el Gobierno. De hecho, la mayoría de los grandes fondos de pensiones requieren el sello de aprobación de S&P y Moody’s por contrato, aproximadamente dos tercios de los cuales mencionan de manera explícita S&P, Moody’s o ambas; eso significa que para que el fondo de pensiones pueda adquirir un producto de deuda, dichas empresas deben calificarlo antes.

S&P y Moody’s habían aprovechado la posición ventajosa que les concedía su selecto estatus para amasar unos beneficios extraordinarios, a pesar de llenar sus oficinas pescando de entre los curriculums que las empresas de Wall Street rechazaban.

Los ingresos de Moody’s procedentes de las llamadas calificaciones financieras estructuradas aumentaron más de un 800 por ciento entre 1997 y 2007, y constituyeron la parte fundamental del negocio de calificación de la empresa durante los años de la burbuja financiera. Esos productos ayudaron a Moody’s a encabezar la lista de empresas con el mayor margen de beneficio de todas las que componían el S&P 500 durante cinco años consecutivos, mientras duró. la burbuja. (En 2010, incluso después de que la burbuja financiera hubiera estallado y los problemas de las agencias de calificación se hicieran evidentes, Moody’s obtuvo aún unos beneficios del 25 por ciento).

Con esos elevados beneficios garantizados mientras se siguieran emitiendo nuevas CDO, y conscientes de que los inversores no tendrían forma de contrastar la precisión de sus calificaciones hasta que fuera ya demasiado tarde, las agencias tenían muy pocos incentivos para competir basándose en la calidad. El director general de Moody’s, Raymond McDaniel, dijo explícitamente a sus directivos que la calidad de las calificaciones era el factor menos importante a la hora de potenciar los beneficios de la empresa.

De hecho, la ecuación era muy sencilla: las agencias de calificación cobraban de la entidad que emitía una CDO cada vez que realizaban una calificación: cuantas más CDO se emitieran, mayor sería el beneficio. En la práctica se podía crear un número infinito de CDO combinando diferentes tipos de hipoteca o, cuando se aburrieron de ese sistema, combinando diferentes tipos de CDO para obtener productos derivados. Así, las agencias de calificación rara vez dejaban pasar una oportunidad de calificar un producto. más tarde, una investigación gubernamental desveló. un mensaje de móvil entre dos altos directivos de Moody’s en el que uno aseguraba que aunque un título de deuda “lo elaborara una vaca”, Moody’s la calificaría igualmente. En algunos casos, las agencias de calificación llegaron aún más lejos e incitaron a las entidades emisoras de deuda a manipular las calificaciones. Apelando a una supuesta transparencia, S&P proporciónó a las entidades emisoras de deuda una copia del software que utilizaban para determinar sus calificaciones, de modo que las entidades sabían exactamente cuántas hipotecas defectuosas podían incluir en un producto concreto sin que eso provocara una disminución de la calificación.

Por todo ello, la posibilidad de que la burbuja inmobiliaria existiera y pudiera estallar suponía una amenaza para el dinero fácil de las agencias de calificación. Los seres humanos tienen una extraordinaria capacidad para ignorar los riesgos que amenazan su existencia, como si con ello pudieran hacerlos desaparecer. En ese sentido, la afirmación de Deven Sharma puede parecer plausible: a lo mejor a las agencias de calificación les pasó. Por alto la burbuja inmobiliaria, a pesar de que muchas otras personas la anticiparan con creces.

Sólo que en realidad las agencias de calificación consideraron explícitamente la posibilidad de que existiera una burbuja inmobiliaria. Y, por increíble que parezca, llegaron a la conclusión de que no tendría demasiada importancia. Un memorando que me entregó una portavoz de S&P, Catherine Mathis, detalla que S&P había realizado una simulación en 2005 que anticipaba un descenso del 20 por ciento en los precios de la vivienda en Estados Unidos durante un periodo de dos años, algo nada alejado del descenso del 30 por ciento que registraron los precios de la vivienda entre 2006 y 2008. El memorando concluía que los modelos existentes de S&P’s .contemplaban el riesgo de un deterioro . de forma adecuada, y que sus valores mejor calificados “soportarían un descenso de la actividad inmobiliaria sin sufrir por ello una rebaja en la valoración del crédito”.

En cierto modo, eso resulta aún más preocupante que la posibilidad de que a las agencias de calificación se les pasara completamente por alto la burbuja inmobiliaria. En este libro abordaré el peligro de los “desconocidos”: los riesgos de los que ni siquiera somos conscientes. Tal vez la única amenaza aún peor sean los riesgos que creemos tener controlados cuando no es así. En esos casos no solo nos engañamos a nosotros mismos, sino que nuestra confianza injustificada puede resultar contagiosa. En el caso de las agencias de calificación, el exceso de confianza infectó “el resto del sistema financiero”. “La principal diferencia entre algo que puede salir mal y algo que no puede salir mal es que cuando algo que no puede salir mal sale mal, generalmente luego es imposible resolverlo o repararlo”, escribió Douglas Adams en la Guía del autoestopista galáctico.

Pero ¿cómo es posible que los modelos de las agencias de calificación, bajo los mejores auspicios de precisión científica, fracasaran tan estrepitosamente a la hora de describir la realidad?

Cómo se equivocaron las agencias de calificación

Para hallar la raíz del problema debemos escarbar un poco más. Antes de buscar la respuesta, debemos conocer más detalles sobre cómo se estructuran los instrumentos financieros conocidos como CDO, y también debemos aprender la diferencia entre incertidumbre y riesgo.

Las CDO son paquetes de deuda hipotecaria divididos en diferentes tramos (tranches, en inglés). Se considera que algunos suponen cierto riesgo, mientras que otros gozan de una calificación casi completamente segura. Mi amigo Anil Kashyap, que imparte un curso sobre la crisis financiera en la Universidad de Chicago, ha elaborado un ejemplo simplificado de CDO, que voy a glosar de forma resumida en estas páginas.

Imagine que tiene cinco hipotecas, y que cada una de ellas presenta un 5 por ciento de probabilidades de impago. Se pueden realizar una serie de apuestas basadas en el estatus de estas hipotecas, algunas más arriesgadas que otras.

La más segura de dichas apuestas, que denominaremos fondo Alfa, es pagadera a menos que las cinco hipotecas no puedan afrontar los pagos. La más arriesgada, el fondo .Epsilon, te deja colgado si una de las cinco no puede hacer frente a sus obligaciones. Entre una y otra existen varios niveles distintos de riesgo.

¿Por qué va a preferir un inversor apostar por el fondo Epsilon antes que por el Alfa? Muy fácil: porque al ser más arriesgada, la apuesta ser. más barata. Pero pongamos por caso que es usted un inversor reacio al riesgo, como por ejemplo un fondo de pensiones, cuyos estatutos prohíben invertir en bonos con una calificación mala. Si apuesta a algo, ser. al fondo Alfa, que, sin duda, recibirá una calificación AAA.

El fondo Alfa está formado por cinco hipotecas y todas ellas tienen un 5 por ciento de probabilidades de no poder afrontar sus pagos. Y pierde usted la apuesta solo si las cinco suspenden esos pagos. ¿Cuáles son las probabilidades de que eso suceda?

En realidad, esa pregunta no tiene una respuesta sencilla, y ahí radica el problema. En función de las suposiciones y las aproximaciones en las que se base, obtendrá respuestas muy distintas. Y si se basa en suposiciones equivocadas, su modelo puede resultar ser extraordinariamente erróneo.

Una suposición es que cada hipoteca es independiente de las demás. En este escenario, sus riesgos están bien diversificados: si un carpintero de Cleveland no puede pagar la hipoteca, eso no tendrá ningún efecto sobre si un dentista de Denver puede pagar la suya o no según este escenario, el riesgo de perder la apuesta sería extraordinariamente bajo, el equivalente a sacar dos unos con dos dados (lo que se conoce como “ojos de serpiente”) cinco veces consecutivas. Para ser más concretos, el riesgo sería de un 5 por ciento elevado a la quinta potencia, es decir, una posibilidad entre 3.200.000. Este supuesto milagro de la diversificación era el argumento de las agencias de calificación para asegurar que un grupo de hipotecas basura con una calificación de crédito media de B+ (que generalmente implicaría más de un 20 por ciento de riesgo de impago) no tenía prácticamente ninguna posibilidad de resolverse con impago si se combinaban en un mismo fondo.

El otro extremo es asumir que las hipotecas, en lugar de ser completamente independientes entre sí, reaccionarán todas exactamente del mismo modo. En otras palabras, que o las cinco hipotecas causarán impago o no lo hará ninguna. En ese caso, en lugar de jugársela a cinco tiradas de dado, su apuesta dependerá de una única tirada. Existe un 5 por ciento de probabilidades tanto de sacar ojos de serpiente como de que todas las hipotecas causen impago o, lo que es lo mismo, su apuesta es 160.000 veces más arriesgada de lo que usted creía originalmente.

Lo que marcará la validez de todos esos supuestos serán los condicionantes económicos. Si la economía y el mercado inmobiliario gozan de buena salud, el primer escenario (las cinco hipotecas no tienen ninguna relación entre sí) puede ser una aproximación razonable. Los impagos puntuales no se pueden descartar, pues todo el mundo tiene mala suerte con los dados de vez en cuando: a alguien le cae una factura médica descomunal o pierde el trabajo. Sin embargo, en este escenario los riesgos de impago de una persona no guardan excesiva relación con los de otra.

Ahora, en cambio, supongamos que existe un factor común que une el destino de los titulares de las cinco hipotecas. Por ejemplo, la existencia de una inmensa burbuja inmobiliaria que ha provocado un aumento del 80 por ciento en los precios de la vivienda sin que exista ninguna mejora fundamental tangible. En este caso sí que tiene un problema, pues si uno de los hipotecados no puede afrontar los pagos, es posible que los demás se encuentren con los mismos problemas. En este caso, el riesgo de perder la apuesta se habrá incrementado de forma exponencial.

Ese último escenario es el que se produjo en Estados Unidos a principios de 2007 (más adelante, en este mismo capítulo, realizaremos una breve autopsia de la burbuja inmobiliaria). Pero las agencias de calificación habían apostado por el primer supuesto, en el que no existía ningún tipo de relación entre los riesgos.

Aunque tanto la bibliografía académica como quienes advirtieron de las irregularidades de las agencias de calificación pusieron sobre la mesa los peligros inherentes a ese enfoque mucho antes de que estallara la burbuja inmobiliaria, las agencias de calificación hicieron muy poco por incorporar esas advertencias a sus modelos.

Por ejemplo, durante un tiempo Moody’s estuvo introduciendo ajustes ad hoc en su modelo consistentes en incrementar en un 50 por ciento las probabilidades de impago de los títulos valorados con AAA. Eso puede parecer una decisión prudente: sin duda, un margen del 50 por ciento debería bastar para compensar cualquier error derivado de unos supuestos poco precisos.

Y habría sido así si el potencial de error de sus predicciones hubiera sido lineal, aritmético. Pero el apalancamiento del sistema y las inversiones financiadas con deuda pueden hacer que el error de una predicción se multiplique varias veces, introduciendo as. un potencial de desviación altamente geométrica y no lineal. El ajuste del 50 por ciento de Moody’s fue como aplicar crema solar para protegerse de una debacle nuclear: completamente inadecuado para la magnitud del problema. No se trataba de que existiera una posibilidad de que sus estimaciones del riesgo de impago fueran un 50 por ciento demasiado bajas, sino que era muy posible que las hubieran subestimado en un 500 o incluso un 5.000 por ciento. En la práctica, resultó que los impagos eran doscientas veces más probables de lo que las agencias de calificación habían previsto, de modo que su modelo sufría una desviación de un mero 20.000 por ciento.

En un sentido más amplio, el problema de las agencias de calificación fue que no supieron o no quisieron comprender la diferencia entre riesgo e incertidumbre. El riesgo, según lo describió. por primera vez el economista Frank H. Knight en 1921, es algo a lo que se le puede poner un precio. Pongamos que uno sabe que va a ganar una mano de póquer a menos que su rival saque la carta que le faltaba para tener escalera interna: las probabilidades de que eso suceda son exactamente de una entre once. Nunca es agradable llevarse un revés jugando al póquer, pero por lo menos el jugador sabe cuáles son las probabilidades y puede contar con ello de antemano.

A la larga, un jugador termina sacando provecho de los rivales que buscan cartas con probabilidades insuficientes de encontrarlas.

La incertidumbre, en cambio, es un riesgo difícil de calcular. Es posible que uno intuya los demonios que acechan, o que incluso esté preocupado por ellos, pero no tiene forma de saber cuántos hay ni cuándo piensan atacar. La desviación de la estimación aproximada podría ser de un factor 100 o de un factor 1.000, no hay forma de saberlo. La incertidumbre es eso. El riesgo lubrica las ruedas de la economía de libre mercado; la incertidumbre, en cambio, las atranca.

Las agencias de calificación obraron una alquimia consistente en hacer que lo que era incertidumbre pareciera riesgo. Tomaron unos títulos novísimos, sujetos a una gran dosis de incertidumbre sistémica, y aseguraron estar en situación de cuantificar su nivel de riesgo. No solo eso, sino que, de todas las salidas posibles, llegaron a la asombrosa conclusión de que dichas inversiones carecían prácticamente de riesgo.

A continuación, un gran número de inversores confundieron unas conclusiones que eran cuando menos optimistas por conclusiones precisas, y muy pocos se cubrieron las espaldas con planes de seguridad por si la cosa salía mal.

Y, sin embargo, si bien las agencias de calificación tienen una responsabilidad sustancial en la crisis económica, no fueron los únicos que cometieron errores. La historia de la crisis económica mundial en tanto que un error de predicción se puede contar en tres actos.

[…]

Elementos comunes en los errores de predicción

La crisis del sistema financiero llegó acompañada de por lo menos cuatro grandes errores de predicción.

• La burbuja inmobiliaria se puede considerar un error de predicción. Propietarios e inversores creyeron que el incremento de los precios significaba que el valor de la vivienda iba a continuar creciendo, cuando en realidad los datos históricos sugerían que este factor suele provocar un descenso.

• Las agencias de calificación, y también muchos bancos, como Lehman Brothers, cometieron un error al no estimar correctamente el riesgo que entrañaban los títulos con respaldo hipotecario. Contrariamente a lo que declararon ante el Congreso, el problema de las agencias de calificación no fue que no supieran anticipar la burbuja inmobiliaria, sino que sus modelos de predicción estaban llenos de supuestos erróneos y se basaban en una confianza infundada en la reacción del sistema ante un desplome de los precios.

• Se produjo un error generalizado a la hora de anticipar hasta qué punto la crisis inmobiliaria desencadenaría una crisis global del sistema financiero. Dicha crisis se produjo debido al alto nivel de apalancamiento del mercado, que acumulaba cincuenta dólares en apuestas adicionales por cada dólar que los estadounidenses estaban dispuestos a invertir en una nueva vivienda.

• Por último, en el periodo inmediatamente posterior al estallido de la crisis financiera, se produjo un error a la hora de predecir la amplia diversidad de problemas económicos que ésta podía generar. Economistas y políticos hicieron caso omiso de las advertencias de Reinhart y Rogoff en el sentido de que por lo general las crisis financieras provocaban recesiones profundas y duraderas.

Todos estos errores de predicción tienen un factor en común. En todos los casos, las personas encargadas de evaluar los datos ignoraron una parte clave del contexto.

• La confianza de los propietarios en los precios de las viviendas podía deberse al hecho de que en Estados Unidos los precios no habían experimentado descensos sustanciales en el pasado reciente. Sin embargo, Estados Unidos tampoco había experimentado nunca un incremento de los precios de las viviendas tan generalizado como el que se produjo justo antes de que estallara la crisis.

• La confianza de los bancos en la capacidad de Moody’s y S&P’s de evaluar los títulos con respaldo hipotecario podía basarse en el hecho de que dichas agencias habían actuado de forma competente a la hora de evaluar otro tipo de activos financieros. Sin embargo, las agencias de calificación no habían tenido que evaluar nunca unos títulos tan nuevos y complejos como las obligaciones de deuda garantizada (CDO).

• La confianza de los economistas en la capacidad del sistema financiero para soportar la crisis inmobiliaria podía deberse a que, en el pasado, las fluctuaciones en el precio de la vivienda generalmente no habían tenido grandes repercusiones en el sistema financiero. Sin embargo, probablemente el sistema financiero no había registrado nunca un apalancamiento tan extremo y, desde luego, nunca antes había realizado tantas apuestas adicionales sobre el sector inmobiliario.

• La confianza de los políticos en la capacidad de la economía de recuperarse rápidamente tras la crisis financiera podía deberse a sus experiencias con recesiones recientes, que por lo general se habían saldado con una rápida recuperación. Sin embargo, dichas recesiones no habían ido acompañadas de una crisis financiera, y las crisis financieras son diferentes.

Existe un término técnico para denominar este tipo de problema: los hechos que los pronosticadores valoraban se encontraban “fuera de muestra”. Cuando se produce un error grave de predicción, generalmente las huellas del problema resultan visibles por toda la escena del crimen.

Pero ¿qué significa ese término? Veámoslo con un ejemplo sencillo.

Si la muestra no lo incluye es que no existe: una fórmula para errar una predicción

Imagine que es usted muy buen conductor. Casi todo el mundo se considera un buen conductor, pero usted además tiene un buen historial al volante que lo avala: apenas dos arañazos en treinta años durante los que ha realizado veinte mil trayectos en coche.

Tampoco le gusta demasiado el alcohol y una de las cosas que nunca ha hecho es conducir después de beber. Pero un día se deja llevar después de la fiesta de Navidad de su empresa. Un buen amigo suyo deja el trabajo y además usted lleva un tiempo sufriendo mucho estrés: un cóctel con vodka se convierte en doce. Termina borracho como una cuba, un día es un día. ¿Debe volver a casa en coche o llamar un taxi?

A priori se trata de una pregunta fácil de responder: llame un taxi. Y cancele las reuniones de mañana por la mañana. Pero también podría construir un ingenioso argumento para volver conduciendo usted mismo, en estos términos: de una muestra de 20.000 trayectos en coche, tan solo se ha visto involucrado en dos accidentes menores y ha llegado a su destino sin contratiempos en 19.998 ocasiones. Las probabilidades parecen estar de su lado. ¿Qué necesidad hay de pasar por la incomodidad de llamar un taxi cuando las estadísticas son tan claras?

El problema, naturalmente, es que de esos 20.000 trayectos en coche no realizó ninguno borracho, y aún menos como una cuba. Su muestra conduciendo borracho no es de 20.000 trayectos sino de cero, de modo que no tiene forma de prever el riesgo de accidentes a partir de su experiencia pasada. He aquí. un ejemplo de un problema no incluido en la muestra.

Por sencillo de evitar que parezca, éste fue ni más ni menos el problema que cometieron las agencias de calificación. Moody’s calculó el grado de relación entre los diversos impagos de las hipotecas a partir de un modelo construido con datos del pasado, concretamente, con los datos del mercado inmobiliario en Estados Unidos desde la década de 1980. El problema es que desde la década de 1980 hasta mediados de la década de 2000, los precios de la vivienda en Estados Unidos habían experimentado un crecimiento regular. En esas circunstancias, la premisa de que la hipoteca de un propietario guardaba poca relación con la de otro propietario seguramente tenía mucho más fundamento. Pero los datos del pasado no podían describir lo que sucedió. cuando los precios de las viviendas empezaron a caer de forma conjunta. El descalabro inmobiliario era un acontecimiento que se encontraba fuera de muestra, por lo que los modelos que barajaban las agencias no servían para evaluar el riesgo de impago en esas condiciones.

Qué errores se cometieron y qué podemos aprender de ellos

Pero Moody’s no estaba del todo indefenso y, de hecho, podría haber obtenido una estimación un poco más plausible simplemente expandiendo sus horizontes. Estados Unidos no había experimentado un crac similar en el pasado, pero otros países s. que lo habían vivido, siempre con resultados nefastos. Tal vez si Moody’s hubiera comprobado los índices de impagados tras el estallido de la burbuja inmobiliaria en Japón, podría haberse formado una idea más realista de la precariedad de la mayoría de títulos con respaldo hipotecario, y no otorgarles una calificación de AAA.

Pero a menudo los pronosticadores se resisten a considerar los problemas que quedan fuera de muestra. Cuando expandimos la muestra para incluir acontecimientos que nos tocan de más lejos, sea en el espacio o el tiempo, lo que suele suceder es que en algunos casos las relaciones que estudiamos no son tan coherentes como de costumbre. Y eso hace que el modelo parezca menos sólido y que resulte menos contundente en una presentación en PowerPoint (o en un articulo de prensa o en una entrada de un blog). Eso nos obligará a reconocer que sabemos menos cosas sobre el mundo de las que creíamos, algo que casi siempre resulta contrario a nuestros incentivos personales y profesionales.

Olvidamos (o preferimos olvidar) que nuestros modelos son simplificaciones del mundo, y nos convencemos de que si cometemos un error, será marginal.

Pero en los sistemas complejos, los errores no se miden en grados sino en magnitudes. Y S&P y Moody’s subestimaron los riesgos de impago asociados a las obligaciones de deuda garantizada por un factor de doscientos. Los economistas consideraron que existía una posibilidad entre quinientas de que se diera una recesión tan grave como la que se produjo.

Uno de los riesgos más generalizados de la era de la información, como ya he avanzado en la introducción, es que, a medida que crece la cantidad de conocimiento existente en el mundo, se puede ensanchar la brecha entre lo que sabemos y lo que creemos saber. Este síndrome suele ir asociado con predicciones aparentemente exactas que en realidad no lo son. Moody’s ofrecía cálculos detallados hasta el segundo decimal, pero dichos cálculos no guardaban relación alguna con la realidad. Eso es como decir que uno es un buen tirador porque sus disparos dan siempre en el mismo lugar, aunque esté lejos del objetivo.

Las crisis financieras (y la mayor parte de los demás errores de predicción) tienen su origen en una falsa sensación de confianza. Cuando las previsiones exactas pasan por previsiones precisas, es más fácil que nos dejemos engañar y redoblemos nuestras apuestas. Justamente la creencia de que estamos por encima de los errores de juicio es lo que puede frustrar algo tan poderoso como la economía estadounidense.