Pongamos que hablamos de Seck, un pescador senegalés de mediana edad. Durante años trabajó en las aguas de su localidad natal hasta que la sobreexplotación de las flotas internacionales arrasó el fondo marino. Cuando su mar dejó de dar sustento, Seck no tuvo más opción que lanzarse al Atlántico, en dirección contraria, a bordo de un cayuco con rumbo a las Islas Canarias.
Hoy trabaja en un puerto de una ciudad española, descargando pescado de barcos que, en ocasiones, operan en las mismas aguas de las que él fue expulsado. La paradoja es evidente: Europa mantiene acuerdos comerciales que le permiten faenar en aguas de otros territorios y beneficiarse de recursos globales. Sin embargo, cuando las consecuencias de estos desequilibrios empujan a personas a migrar en busca de nuevas oportunidades, muchas veces se enfrentan a restricciones legales y dificultades para acceder a derechos, incluso cuando desempeñan trabajos fundamentales para el funcionamiento de las sociedades.
El próximo 1 de mayo, Día Internacional del Trabajo, habrá reivindicaciones y también, muchas personas celebrarán el empleo como vía de dignidad y conquista de derechos. Pero ¿qué ocurre cuando el trabajo puede no garantizar esos derechos? ¿Qué pasa con quienes sostienen la economía desde la invisibilidad, la precariedad o la irregularidad impuesta?
En el Estado español, miles de personas migrantes trabajan recogiendo fruta, en la hostelería, cuidando a personas mayores o pescando en nuestras costas. Aportan con su esfuerzo al funcionamiento de la economía y a la cohesión social, aunque con frecuencia enfrentan obstáculos para el pleno reconocimiento de sus derechos.
El Catálogo de ocupaciones de difícil cobertura reconoce la necesidad de mano de obra migrante en sectores como la pesca, la construcción o la agricultura, pero esa necesidad no siempre se traduce en mecanismos ágiles de regularización
El Catálogo de ocupaciones de difícil cobertura reconoce la necesidad de mano de obra migrante en sectores como la pesca, la construcción o la agricultura. Pero esa necesidad no siempre se traduce en mecanismos ágiles de regularización. Da la sensación de que se prioriza la fuerza del trabajo a la ciudadanía.
La legislación actual exige tres años de residencia continuada y una oferta de empleo para acceder al arraigo. ¿Y cómo se sobrevive tres años en la economía sumergida sin derechos, con una escasa red de apoyo...? La regularización puede convertirse en un laberinto de gestiones y requisitos que puede complicar la inclusión.
Mientras tanto, los sectores que más necesitan esa fuerza laboral —el campo, los cuidados, la pesca— siguen funcionando gracias al esfuerzo de personas que son esenciales para nuestro país, aunque no se les reconozca jurídicamente.
El caso de Seck no es una excepción, sino reflejo de un modelo que externaliza fronteras, agota recursos y llega a mantener a muchas personas en la precariedad. Desde Andalucía Acoge creemos que es posible construir un modelo más justo y coherente, que reconozca la aportación de todas las personas trabajadoras, independientemente de su origen o situación administrativa. Es necesario un cambio de mirada que reconozca a la población migrante como parte fundamental de nuestras sociedades.
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