La globalización ha fracasado en el reparto de beneficios: se necesita un Bretton Woods 2.0
La reconstrucción del edificio multilateral surgido en 1944 en Bretton Woods, complejo hotelero de Nueva Hampshire donde la comunidad internacional gestó el Fondo Monetario Internacional (FMI) y su institución hermana, el Banco Mundial (BM), se ha convertido en una urgente reivindicación. Para ser más exactos, las críticas recurrentes a la arquitectura financiera global que se confeccionó en la conferencia en el balneario estadounidense vuelven a salir a la palestra.
Casi tres cuartos de siglo después, el coro de voces que reclama una reconversión radical del multilateralismo resulta casi atronador. Son tiempos convulsos en los que el ciclo de negocios post-COVID se resiste a claudicar con frecuentes muestras de resiliencia a disrupciones geopolíticas, económico-financieras, energéticas, comerciales o logísticas, pero se ha instalado un fenómeno desglobalizador sin parangón desde el desarme arancelario de los años noventa que culminó en los Acuerdos GATT.
El secretario general de Naciones Unidas, António Gutérres, resume la percepción generalizada de sus jerarcas y responsables económicos: “Es el instante idóneo para un nuevo Bretton Woods”. Entre sus argumentos están que la arquitectura financiera internacional ha fracasado en su misión de garantizar los beneficios de la globalización; que el recetario del FMI –surgido a menudo del consenso de Washington que formaba junto a la Reserva Federal y el Tesoro americanos– haya sido una miscelánea global; que el desorden mundial ha reanimado el totalitarismo o que las tensiones geopolíticas ponen en peligro la propia supervivencia del multilateralismo.
También Janet Yellen y Kristalina Georgieva se suman a esta reivindicación. Tanto la número uno del Tesoro y expresidenta de la Fed como la directora gerente del FMI convienen no sólo en que es el “momento” de un Bretton Woods 2.0 en pleno tránsito hacia una fragmentación mundial en dos bloques flanqueados por EEUU y China, sino en que esta iniciativa tendría que engendrar nuevos valores compartidos con los que esgrimir otras reglas de juego, más justas con la libre circulación de mercancías, servicios, capitales y personas.
El pensamiento restaurador de Yellen rebosa contundencia. En un reciente discurso en el Atlantic Council, think tank estadounidense, dijo que la piedra angular de la reforma debe girar en torno a una nueva ética comercial, como lo evidencian –precisó– los efectos de la guerra de Ucrania y el rechazo de China a unirse a la treintena de países que apoya las sanciones contra Rusia. También que EEUU dejará de tener como prioridad “la libertad comercial”, que sustituirá por una “seguridad de los intercambios” basada en principios de soberanía nacional, normas mercantiles ordenadas o preservación de derechos laborales.
Una reforma de enfoque post-liberal
A su juicio, en sentido contrario, “hay naciones que usan su posición en los mercados para influir en el precio de las materias primas, la tecnología o bienes con potencial para crear disrupciones a la economía global o generar inestabilidades geopolíticas”. Motivo por el que la secretaria del Tesoro apuesta por el friend-shoring, término que define la tendencia a la regionalización del comercio y a la reubicación de parte de la cadena de producción en economías aliadas y estables: valores compartidos y reglas comunes formalizados a través de alianzas que sustenten los servicios digitales e incentiven la sostenibilidad y la transición energética. Por ejemplo, “el mínimo impositivo del 25% sobre los beneficios corporativos” que surgió del G-7 y formalizó el G-20, dijo antes de precisar que se trata de “una concepción post-liberal”.
“No es el 'América, primero'” (lema que popularizó Donald Trump) sino “la admisión de que el libre comercio sólo se puede plasmar si los países que lo aceptan operan bajo unos principios y una reglamentación favorable” y ajustada a unos “mercados laborales, estructuras familiares, sistemas políticos o cambios económicos en estado mutante”.
Yellen dijo “no querer un mundo bipolar”, ni un debate entre neoliberalismo o intervencionismo, y recordó que la era Reagan-Thatcher fue de un libre mercado al servicio de intereses nacionales, en la que el dirigente republicano se declaraba liberal pero imponía aranceles a Japón. En los noventa de Bill Clinton, en cambio, orquestaron un mapa de pactos comerciales y liberalización tarifaria que culminó con el ingreso de China en la OMC, en 2001. Sin embargo, para ello sería conveniente “realinear las instituciones multilaterales” para evitar caer en la “anarquía” a la que conducirían las acciones individuales de los Estados.
Georgieva también acude a la esencia de 1944, cuando “nuestros fundadores” forjaron el orden económico a golpe de pacifismo y prosperidad, bajo la esencia de una “hermandad” que le encomienda a perseguir “la solidaridad y la cooperación”.
En su opinión, regenerar Bretton Woods pasa por inculcar medidas sincronizadas que fortalezcan la liquidez y la solvencia del sistema bancario y que subsanen déficits económicos e inculcar vigor al combate climático o a la lucha contra la desigualdad.
Problemas en las instituciones multilaterales
El primer problema y quizás el más acuciante es que, a día de hoy, persiste el pecado original surgido de un pacto verbal por el que el director gerente del FMI sería europeo mientras que el presidente del Banco Mundial debía ser estadounidense. En la actualidad, este último puesto está vacante y en fase de designación.
Con total probabilidad el cargo será para Ajay Banga, empresario de origen indio pero pasaporte estadounidense y máximo dirigente del Consejo de Negocios EEUU-India (USIBC, según sus siglas en inglés). Sin embargo, el ascenso del sustituto de David Malpass –acérrimo defensor del orden proteccionista de su mentor, Donald Trump– no ha estado exento de tensiones entre los socios de la institución. Las disputas entre sus países miembros y, a la vez, grandes financiadores revelan un optimismo relativo en medio del retorno al proteccionismo que se incentivó desde las guerras arancelarias desatadas por la Casa Blanca durante el mandato del último dirigente republicano.
Otro problema es que los recursos del Banco Mundial no alcanzan para cumplir sus metas de corrección de las brechas de pobreza e inyectar prosperidad a los países en desarrollo y, más en concreto, por cuestionar la intención de EEUU de focalizar sus préstamos en la catástrofe del clima. Sin embargo, sus clientes –o pacientes– no desean otra década económica perdida, y pretenden que el banco siga financiando programas clásicos, con líneas crediticias que se insertan en las reformas estructurales nacionales. En la trastienda de la Casa Blanca están gigantes de Wall Street como JP Morgan o BlackRock que pretenden utilizar el circuito catalizador del BM para insuflar sus fondos de sostenibilidad; preferentemente, con multinacionales occidentales.
El FMI también carece de unas arcas adecuadas. The Economist apunta a tres puntos de fricción en su reforma. El primero, aclarar el papel de China que, hasta la llegada de Xi Jinping, ostentaba el doble rol de receptor de fondos de desarrollo y acreedor de planes de infraestructuras –en especial, en América Latina y África– y que debería elevar su aportación. Para lo cual Pekín necesita ofrecer soluciones al endeudamiento que exige a los mercados donde operan sus líneas prestamistas.
El segundo, concurrir a su transformación de la mano de la Organización Mundial del Comercio y el Banco Mundial, ahora que los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica) se disputan con el G-7 la defensa del complejo multilateral y reivindican, incluso, cambiar el Consejo de Seguridad de la ONU por un modelo ajeno al del veto de las superpotencias. Y, en tercer término, emprendiendo una estrategia aún menos diplomática que la de los últimos años para generar la controversia que necesitan los grandes desafíos de la humanidad, entre los que menciona la sostenibilidad y la sanidad, con unas cuotas suficientes para su implantación entre las naciones de rentas bajas y medias.
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