Vladímir Putin y Xi Jinping lo propagaron en Pekín a los cuatro vientos en su primera reunión presencial, a comienzos de febrero, veinte días antes del inicio de la invasión rusa de Ucrania: no hay límites en la entente cordiale de dos enemigos irreconciliables durante las largas décadas de Guerra Fría en el entonces denominado bloque comunista oriental. Es una alianza que han forjado ambos jefes de Estado a lo largo del último lustro, sin prisa pero sin pausa, al más puro estilo confucionista, pero de indudable pragmatismo. Así lo revelan las maniobras militares conjuntas y los pactos de cooperación económica o de desarrollo tecnológico y espacial entre ambas potencias nucleares desde el estallido de las hostilidades arancelarias auspiciadas desde la Casa Blanca de Donald Trump. Este partenariado ha coincidido con el emblemático aniversario de la restauración de las relaciones bilaterales entre EEUU y China hace medio siglo.
Otro botón de muestra de que el concordato entre los presidentes de Rusia y China parece resistente es la ruta del gas y el petróleo ruso hacia el gigante asiático, al que la Administración Biden sondea imponer nuevas restricciones comerciales. Durante la celebración de los recientes Juegos Olímpicos de Invierno, Gazprom inició el envío por nuevas rutas de transporte a China de 10.000 millones de metros cúbicos (10Bcm) de gas desde el gaseoducto Far East. El acuerdo es para los próximos 25 años y entrega en las regiones del norte de China, lo que hace “estratégicamente atractivo el proyecto” para el régimen de Pekín, explica Ron Smith, de BCS Global Markets a Bloomberg, porque supone una “clara alternativa de abaratamiento de costes al casi prohibitivo precio del gas natural licuado”.
El consorcio gasístico ruso tiene activo el Power of Siberia, una ruta por la que podría llegar a inyectar hasta 48.000 millones de metros cúbicos de gas cada año a China y por la que, en 2021, ya embarcó 11.000 millones, según Renaissance Capital. El inicio del embargo al petróleo y el gas ruso anunciado por Joe Biden, secundado por Reino Unido y aparcado sine die por Europa para evitar que provoque represalias energéticas de Moscú, no parece que vaya a perturbar el negocio de Gazprom, que espera que la demanda de gas china crezca casi un 50% en 2030, frente a cálculos de contracción del 5% de sus envíos actuales a Europa en esa misma fecha. Además existe una tercera canalización, el Power of Siberia 2, que añadiría otros 50.000 millones de metros cúbicos, desde yacimientos rusos más orientales, y que se espera que esté completada en el transcurso de 2022.
En paralelo, Rosneft, empresa petrolera propiedad del Gobierno ruso, se ha comprometido a extender el bombeo de petróleo a China vía Kazajistán por otros diez años, a razón de 100 millones de toneladas de crudo hacia las refinerías de CNPC -el emporio petrolífero estatal chino- del noroeste.
Este road map energético perfilado por Moscú y Pekín no es un mero plan de negocios. Es, más bien, un tratado geopolítico en toda regla, que viene a exhibir que el acuerdo bilateral en marcha carece de “límites” e incentivará la “cooperación a áreas hasta ahora desconocidas”, como avisó el Kremlin. Aunque, sobre todo, puede servir de frontera entre los dos bloques económicos que la guerra de Ucrania empieza a configurar. De momento, la negativa a subsidiar la contienda que adujo Biden para vetar el crudo ruso y buscar alternativas productivas -Irán y Venezuela- dentro del mercado parece que va a ser asumida por Pekín.
El ‘decoupling’ esboza su molde
La invasión de Ucrania, el respaldo diplomático chino a Putin -con intermediación de Pekín en el primer diálogo para hallar una solución política a la guerra de por medio- y el bloqueo de compra al menos desde el mundo anglosajón, de las dos mayores fuentes de ingresos del Kremlin, ha precipitado la doctrina rusa de “pivotar hacia Asia”, iniciada hace un decenio con los primeros contratos multimillonarios de gas y petróleo hacia esas latitudes. Pero, al mismo tiempo, supone la asunción por Moscú de la consigna de que “China es la solución” que propaga Xi desde 2015, cuando adquirió la vitola de estadista mundial, tras socorrer en los mercados de bonos ante el endeudamiento masivo de las potencias industrializadas por el credit crunch de 2008.
El líder único proclamado como tal por el Partido Comunista de China, lo que le eleva al olimpo político junto a Mao Zedong y Deng Xiaoping, saca provecho de su apuesta por recoger el testigo caído de EEUU en el liderazgo global con una doble estrategia: una Diplomacia Panda, sosegada pero proactiva, y un modelo productivo que, sin desligarse del Estado, se aproxima al estatus de economía de mercado, al inclinar el peso del PIB sobre la demanda interna -consumo de hogares e inversión de empresas- en vez de en su sector exterior.
Con motivo de la guerra en Ucrania, Xi ha mostrado otro botón de política exterior. China -admite su gobierno- considera adquirir acciones de empresas energéticas y de materias primas rusas. En cualquier firma y con todo abanico de acuerdos; es decir, sin descartar fusiones. Gazprom o el emporio del aluminio Rusal entrarían a negociar con estatales chinas como CNPC o sus grupos de petroquímica, aluminio y de minerales metálicos, con los que negocia Pekín con objeto de “colocar sus potenciales inversiones en compañías rusas” e intensificar sus líneas de negocio en materia energética y de seguridad alimentaria, reconocen fuentes oficiales.
China se convirtió en una potencia mundial de primer orden coincidiendo con la llegada al poder de Trump, en 2016, según señala el Institute for Economics and Peace (IEP). Desde entonces, Europa con la llegada de Josep Borrell como jefe de su diplomacia ha seguido los pasos de EEUU, cuyos lazos transatlánticos se han reforzado en la era Biden, y ha puesto a Pekín en su punto de mira como rival geoestratégico. Más aún, tras el concierto ruso-chino que ha emergido con la guerra de Ucrania y con el que pretenden cambiar el orden mundial, Borrell admitió que Europa había sido hasta entonces “ingenua con China”.
El músculo de Pekín parece haber tomado hormonas del crecimiento. El World Economic Forum (WEF) revela varias de estas píldoras económicas. Su PIB, segundo tras el de EEUU, supera a la suma del de sus cinco perseguidores -Japón, Alemania, Reino Unido, India y Francia-, llega a rozar los 17 billones de dólares, y registra cuatro décadas de un vigor próximo a los dos dígitos anuales. Además de albergar la quinta parte de la población mundial ampliando la esperanza de vida y reduciendo desigualdades juega el papel protagonista dentro de los BRICS, el club de los poderosos mercados emergentes que conforma con Brasil, Rusia, India y Sudáfrica.
Eso sí, China cuenta aún con notables brechas entre residentes urbanos y rurales, firma las mayores emisiones de CO2 y sus activos empresariales aun tienen escaso peso. Estos déficits los corrige con un incipiente liderazgo espacial, en inteligencia artificial, patentes digitales o certificados blockchain. Además de con un censo de unicornios globales -empresas que superan los 1.000 millones de dólares de valoración- que equivale a un tercio del total mundial y con un mix energético de ingentes inversiones en renovables en su reto de emisiones netas cero en 2060.
Minxin Pei, profesor en Claremont McKenna College, considera que China tiene razones para preocuparse por la exposición geopolítica y económica a EEUU, pero incide en que su autosuficiencia “podría depararle costes insostenibles” en alusión a la pérdida de acceso a la tecnología americana y a sus mercados de capitales. En las bolsas estadounidenses cotizan 248 firmas chinas, con una capitalización que ronda los 1,7 billones de dólares.
El ejemplo australiano
Por otro lado, Australia demuestra que hay vida fuera de la órbita china. Sometida a restricciones por su acusación a Pekín de haber sido el origen del Covid-19, el Gobierno de Canberra admite que las prohibiciones a exportar hacia su vecino asiático han originado un decoupling en toda regla con un impacto “sorprendentemente residual”. El ejecutivo australiano explica que los “costes han sido mucho menos cuantiosos de lo previsto” porque han quedado excluidas las ventas de materias primas vitales para segmentos industriales esenciales de China.
La perspectiva australiana, reconoce Jeffrey Kucik, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Arizona en Foreign Policy, gusta a Biden, partidario de acometer el decoupling con China para dejar así de depender de sus cadenas de valor y suministro.
El dirigente demócrata aduce razones económicas y de seguridad nacional para ir soltando amarras con China. No está aislado. Esta convicción está permanentemente en el diálogo entre las dos formaciones del Congreso, republicanos y demócratas, y entre los líderes de think-tanks y patronales del comercio y la inversión exterior de EEUU.