George W. Bush fue el último presidente americano que confió en el poder casi omnímodo del G-7. Su sucesor, el demócrata Barack Obama, consumó el tránsito de poder en el orden mundial al G-20, el foro de deliberación y de toma de decisiones idóneo para resucitar a la globalización y su arquitectura financiera de las cenizas tras la gran crisis de 2008. Los mercados emergentes asumían así la mitad de la cuota de influencia reservada históricamente a las siete mayores potencias industrializadas del planeta.
El nuevo periplo otoñal de la escalada de los precios energéticos en Europa deja muestras nítidas y más que elocuentes de que la comunión de intereses de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), término acuñado por Jim O’Neill en los años que precedieron al salto del milenio -en los que ejercía como economista jefe de Goldman Sachs- para ilustrar el repentino protagonismo que los principales mercados emergentes iban adquiriendo en el tablero de ajedrez global. Entre otras razones, porque el G-20, donde lideran sus contrapesos de poder frente a las democracias occidentales o la OPEP+ están revelándose como actores de primer orden para modelar el grifo del petróleo y el gas ruso y controlar su valor de mercado según los designios del Kremlin. Una especie de cooperadores necesarios de la weaponización de la energía como arma diplomática que ha forjado Vladimir Putin durante décadas y que, en la actualidad, ha alcanzado su máxima expresión.
“El tope al precio del gas auspiciado por la coalición del G-7, sencillamente, no puede funcionar”. Fue el presagio que a finales de agosto emitió el vice-primer ministro ruso Alexander Novak, que también representa a Moscú en la OPEP+ al analizar la iniciativa de la secretaria del Tesoro, Janet Yellen, de trasladar al G-7 una medida con la que pretende rebajar los ingresos por las ventas energéticas rusas en el exterior. Otra forma de minimizar la gran línea de financiación de Putin de la guerra en Ucrania.
“En mi opinión, se trata de una receta completamente absurda, a pesar de ser un mecanismo de intervención en una industria altamente sofisticada como la de la energía”, apuntala Novak.
La idea, que se fraguó en la reunión de junio de este selecto club industrializado, también suscita dudas entre los analistas del mercado. En primer lugar, porque el acuerdo del G-7 no contempla a China ni a India, los dos principales clientes del petróleo y del gas ruso desde el inicio de las hostilidades en Ucrania y las sanciones económicas occidentales a Moscú.
En segundo término, porque la capacidad de influencia de los socios del G-7 ha perdido músculo internacional en un asunto que requiere de un consenso más universal.
Y, finalmente, porque las coberturas de seguros que deben gravar las ventas de crudo al precio límite determinado por el G-7 son, en un 90%, de capital anglosajón, europeo o aliados asiáticos como Japón o Corea del Sur que, al mismo tiempo, son las mismas compañías intermediarias en el transporte marítimo. Estas empresas logística resultan esenciales en el flujo energético y en la fijación de sus precios. Un sector que ha contribuido a otra escalada de especial sensibilidad, la de los costes logísticos por los cuellos de botella comerciales tras el final de la Gran Pandemia.
La reacción de Rusia revela, además, una relativa ausencia de preocupación. La declaración de intenciones de Moscú de que no restaurará el suministro de gas por el Nord Stream I hasta que no se levante las represalias financieras y comerciales de EEUU y Europa es un evidente botón de muestra. Ha dejado atrás las excusas técnicas. Es decir, no esconde ya sus propósitos y lo traslada al ámbito empresarial.
“No habrá reembolsos a firmas energéticas rusas desde las aseguradoras cuando vendan crudo o gas por encima del valor determinado [por el G-7] porque, sencillamente, no proporcionarán combustibles ni a países ni a compañías que participen de esta prohibición”, alertaba Novak. “No cooperaremos con unos agentes que no siguen los principios del libre mercado”, matizaba un portavoz del Gobierno ruso, que se vanagloriaba de que China y Rusia quedaban excluidas de las pretensiones del G-7.
Dos negativas cargadas de retórica para una medida que tendría efecto desde el 5 de diciembre para las ventas directas de barriles y desde el 5 de febrero próximo para los topes de precio basados “en aspectos técnicos”, según el comunicado del G-7. Y que, además, han empuñado un arma de doble filo y de división entre sus socios. Japón no oculta su decisión de dejar al margen del tope gasístico al Sakhalin 2, la tubería con la que la tercera economía global recibe el flujo de gas ruso.
Doble lobby de poder emergente: OPEP+ y G-20
No es el único choque que debe preocupar a Europa y EEUU. El precio del crudo ha empezado a subir ante la decisión de la OPEP+ de recortar cuotas -en nada menos que 100.000 barriles diarios desde octubre- con el objetivo de restablecer unas cotizaciones de tres dígitos a finales de año. Ante la sorprendente oposición de Moscú, que dejó clara su postura de no reducir su actual capacidad productiva para atender la alta demanda de sus contratos de futuro en el exterior. Síntoma de que la interrupción del flujo a Europa con las quemas de su excedente en las fronteras mismas con la Unión no parece quitar el sueño de sus emporios energéticos ante la cada vez menos velada estrategia de pivotar sus ventas a Asia, en donde labra no pocas alianzas para aunar criterios emergentes en el G-20.
Los recortes mínimos de la OPEP+ -por debajo de las expectativas del mercado- fueron asumidos por Rusia como un gesto a sus socios del cártel, según una fuente anónima revelada por Wall Street Journal y, en paralelo, a su interés más sesgado por “ir reduciendo los grandes descuentos por barril a determinadas naciones consumidoras ante la inundación productiva del mercado” durante el periodo estival, con bajada de precios incluida.
Aun así, hay voces como la de Jeffrey Sonnenfeld, profesor titular de la cátedra Lester Crown en la escuela de negocios de la Universidad de Yale, que aducen cinco argumentos a favor del G-7 y su estrategia frente a Rusia en su sexto plan sancionador. Inicialmente, porque logrará a medio plazo su doble reto de generar energía rusa en el mercado y de limitar sus ventas y recaudación si los ejecutivos y el sector tienen paciencia. También resta importancia a la exclusión voluntaria de China, India o Turquía por la “necesidad rusa de acabar con los descuentos, algunos de más del 30% sobre el valor del barril” o por la urgencia china de diversificar su mix con renovables.
A lo que suma la asunción del sector privado de instaurar las sanciones como prioridad dentro de sus negocios globales como instrumento de estabilización de los costes logísticos, de materias primas y de financiación a medio plazo. Al igual que su efecto balsámico sobre la inflación tras la notable acumulación de inventarios, que podría crear tensiones entre Moscú y Riad, partidaria de elevar los márgenes de beneficios de su principal industria.
Sea como fuere, y según el think-tank finlandés CREA (Centre for Research on Energy and Clean Air), las arcas del Kremlin han acaparado 158.000 millones de euros por las exportaciones de sus bienes energéticos desde el inicio de la invasión de Ucrania; más de la mitad procedentes de la UE, que ha reportado una factura superior a los 85.000 millones en los seis primeros meses de conflicto armado. Muy por encima de los 35.000 millones de China o los 11.000 de Turquía.
El informe anual del CREA confirma a Europa como gran pagador de Rusia y apela a “unas sanciones más efectivas que las actuales, porque los ingresos de las rúbricas de la energía superan las de años precedentes a pesar de los recortes en el volumen de sus ventas al exterior”.