Hace ahora casi 20 años, Joseph Stiglitz asumió el cargo de economista jefe del Banco Mundial. Como tal, le tocó vivir la crisis de los países asiáticos en 1997 y 1998, y de aquella experiencia sacó las reflexiones suficientes para escribir uno de sus libros más celebrados, “El malestar en la globalización”, en el que criticaba los resultados del llamado Consenso de Washington y las políticas de ajuste dictadas por el Fondo Monetario Internacional. Gracias a él, descubrimos que los funcionarios de las instituciones de Bretton Woods dictaminaban políticas a los países en desarrollo a través de informes en los que sólo se cambiaba el nombre del país, o que el entonces director ejecutivo del fondo, el francés Michel Camdessus, actuaba como un auténtico dictadorzuelo cuando firmaba los acuerdos de rescate con los países obsequiados por sus políticas. Sus críticas le valieron una salida acelerada del Banco, traspiés que rápidamente compensó con su Premio Nobel de 2001 y su ascenso como economista mediático donde los haya (podio que comparte con Paul Krugman, con el que, todo hay que decirlo, le unen muy pocas cosas).
Desde aquella irrepetible experiencia, el Banco Mundial ha optado por elegir como economista jefe a economistas reputados por la profesión, pero con perfiles notablemente más discretos en términos mediáticos o políticos. Así, nadie –o prácticamente nadie– conoce a Justin Lifu Yin, el economista chino que trabajó entre 2008 y 2012, prolífico autor promotor de una nueva y prometedora perspectiva denominada “nuevo estructuralismo”, o incluso al más discreto todavía Kaushik Basu, de nacionalidad india, y que se ha mostrado escéptico en relación a los principios microeconómicos sobre los que se asienta la moderna economía. El sustituto de Stiglitz el año 2000 fue Nicholas Stern, que alcanzó la fama mundial sólo después de su salida del Banco, con su imponente revisión de los efectos económicos del cambio climático.
Sí, el puesto de economista jefe del banco no ha pasado durante estas décadas por sus momentos más estelares. Sin embargo su importancia es vital: como responsable del equipo económico, el economista jefe dirige las líneas de investigación del Banco, lo cual le da un importante poder en materia de prescripción de políticas económicas para los países en vías de desarrollo. Trabajo que se ha desarrollado con importante discreción, eclipsado en los últimos años por el brillo estelar de su primo hermano, el economista jefe del Fondo Monetario Internacional, y particularmente de Olivier Blanchard, quien ocupó este puesto durante los peores años de la crisis financiera internacional, y que fue sustituido el año pasado por otro peso pesado de la profesión, Maurice Obstfeld, en lo que Krugman denominó la primacía de “los chicos del MIT”, en referencia al Instituto Tecnológico de Massachusetts, de donde provienen ambos.
Pero esta historia ha dado un giro imprevisto con la designación de Paul Romer como nuevo economista jefe del Banco Mundial. Romer es un viejo conocido de la profesión, un economista que estuvo llamado a cambiar la dirección de la investigación económica cuando era poco menos que un postdoctoral, con sus investigaciones sobre el crecimiento económico. En efecto, hasta bien entrados los años ochenta, el crecimiento económico era una materia de estudio económico considerada menor, aparcada tras las investigaciones de Solow y su modelo, que definía el cambio tecnológico como exógeno e impredecible.
Sin embargo, Paul Romer repensó el modelo de crecimiento incorporando el cambio tecnológico como un resultado de los esfuerzos de los agentes económicos, esto es, como una variable endógena. Los resultados de sus investigaciones supusieron un giro copernicano en la manera en la que los economistas entienden el crecimiento económico, dando lugar a una nueva era de investigaciones focalizadas en lo que se denominó el “crecimiento endógeno”.
Carrera con vaivenes
El éxito de Romer auguraba para él los mayores reconocimientos internacionales y nacionales, pero por algún motivo, su carrera como economista profesional experimentó una serie importante de vaivenes, incluyendo su salida de la universidad de Berkeley y su incorporación a la escuela de negocios de Stanford, que en España nos suena fenomenal pero que en el elitista circuito estadounidense significa suicidarse académicamente. Poco tiempo después, abandonó la academia para fundar su propia 'startup' y dedicarse al mundo del emprendimiento, dedicación que abandonó tras vender su empresa y volver a dar clases, de nuevo en el mundo de las escuelas de negocios, un mundo menor para la élite de la economía académica.
Su nombre hubiera pasado prácticamente desapercibido en la historia reciente de la economía si no fuera por su reaparición estelar el pasado verano, en el que escribió una serie de artículos con duras críticas a sus colegas de profesión en Chicago y Rochester, cuna de la economía de las expectativas racionales. Según Romer, los maestros de la economía de “agua dulce” (los macroeconomistas que dan clases en las universidades cercanas a los grandes lagos como Chicago, Minnesotta o Rochester, en contraposición con los economistas de “agua salada” de Harvard, el MIT, Columbia o Berkeley, por su proximidad con el mar), que habían acabado con el paradigma keynesiano en los ochenta y que habían dominado la ciencia económica durante tres décadas, habían evolucionado hacia una manera de hacer economía poco menos que sectaria, confusa y basada en un lenguaje matemático extraordinariamente complejo cuyo único objetivo era disfrazar la inconsistencia teórica y lógica de sus investigaciones, lo que Romer definió como “Mathiness”.
Esta confesión del clima intelectual que rodeaba a grandes maestros como Robert Lucas por parte de quien había sido un miembro destacado de aquella comunidad científica levantó una importante polvareda en el mundo académico durante el verano de 2015, en el que prácticamente ningún miembro destacado de la profesión quedó sin ofrecer su opinión (Sí, adivinan bien: Krugman también lo hizo). Hacía casi 20 años que Romer no se asomaba por los debates y rifirrafes de los economistas norteamericanos, y cuando lo hizo, lo hizo por la puerta grande.
Con todo, Paul Romer es también impulsor de algunos bálsamos de fierabrás, como las creación de ciudades autónomas en las que la autoorganización ciudadana puede acelerar el desarrollo. Esta idea, que lleva impulsando desde el año 2008, coincide en método y pobres resultados con las “villas del milenio” de otro enfant terrible de la profesión, Jeffrey Sachs, que ha encontrado su hueco en su trabajo de asesoría a Naciones Unidas y su amistad con Bono, el cantante de U2, trabada en la lucha contra la pobreza en África (aunque desconocemos qué le habrá dicho Sachs a Bono de su continuada evasión fiscal). Alguien debería tomarse en serio la querencia por el falansterio que tienen algunos economistas brillantes.
Su llegada al Banco, por lo tanto, no está exenta de expectación. La primera para los propios economistas del servicio de investigación, que llevan años afinando sus trabajos sobre evaluaciones cuantitativas de las políticas de desarrollo a través de los denominados RCT (Randomized Control Trials, una metodología de evaluación que testa la bondad de una política pública comparando dos grupos homogéneos en el que uno está sometido a la política y otro no), con las cuales Romer se ha mostrado inmisericordemente crítico. No será el único aspecto en el que Romer será noticia. Su manera de entender la economía, particularmente ecléctica, y su recorrido por la profesión, hacen de él un economista atípico, y alejado de la discreción que precisa el puesto.
Tendremos que estar atentos a su recorrido, porque aterriza en una institución cuyo norte está hoy por hoy en búsqueda y captura, atravesada por una reforma que no termina de cuajar, y cuyo papel en el mundo aparece cada día más difuminado.