La escasez de gas en los mercados internacionales está provocando fuertes subidas en su cotización, lo que a su vez ha arrastrado al alza los precios de la electricidad. Pero el precio del gas no tiene toda la culpa.
El problema se ha agravado por el diseño de los mercados eléctricos, en los que toda la electricidad se paga al precio de la tecnología más cara, que en estos momentos es el gas. Ello está provocando fuertes transferencias de rentas de los consumidores a las empresas eléctricas, que ven multiplicarse sus precios sin que sus costes hayan apenas aumentado. Sólo una pequeña parte de la generación eléctrica consume gas, y una buena parte de ella lo hace a través de contratos a largo plazo, cuyos precios son muy inferiores a las cotizaciones actuales del gas en los mercados al contado.
Es difícil exagerar las consecuencias económicas y sociales del encarecimiento de la energía. En la memoria colectiva está la crisis del petróleo de los años 70, que llevó a una inflación de dos dígitos y a una profunda recesión económica. Hoy, el miedo es que no haya suficiente gas en Europa para capear el invierno y que, ante una oferta de gas rígida en el corto plazo, los ajustes de mercado se hagan vía reducciones de demanda.
Así, la elevación de los precios de la energía encontraría un nuevo equilibrio en el que una parte de la industria –intensiva en el consumo de gas y electricidad– podría quedar descolgada. Esto llevaría al cierre de algunas plantas de producción industrial, como ya se ha visto en Reino Unido, y a la reducción de la producción de otras, como ya está ocurriendo en la siderurgia, la metalúrgica, o la química en España.
Algunas empresas podrán evitar el cierre trasladando sus mayores costes energéticos a los precios de los bienes y servicios finales, pero ello no hará sino alimentar un proceso inflacionista que también acabará afectando a la inflación subyacente. El poder adquisitivo de las familias se verá mermado, y con ello su capacidad de demandar otros bienes y servicios en sectores que todavía confían en el impulso de la demanda agregada para superar la crisis tras la pandemia.
El aumento de los precios de la energía eléctrica podría incluso afectar al cumplimiento de los hitos y objetivos del Plan de Recuperación y Resiliencia a través del canal inflación, al reducir la capacidad adquisitiva de los fondos asignados a cada proyecto de inversión, y al encarecer el proceso de electrificación, que es uno de los vectores del Plan para la transformación verde y digital.
Pero, en este contexto inflacionista, el mayor de los riesgos es que las autoridades monetarias erren en el diagnóstico y reaccionen con subidas en los tipos de interés, lo que no haría sino dificultar la recuperación. No estamos ante una inflación causada por un sobre-calentamiento de la economía, sino por un shock de oferta exógeno –como es la subida de los precios del gas– cuyos efectos se han visto multiplicados por una regulación inadecuada de los mercados eléctricos. Por ello, la verdadera política anti-inflacionista no es una contracción monetaria, sino la adopción de medidas que atajen las causas del encarecimiento de la energía.
Así lo han demandado los ministros de economía y finanzas de España, Francia, Chequia, Grecia, y Rumanía en una reciente declaración conjunta. Piden a Europa la adopción de un enfoque común para revisar el funcionamiento de los mercados del gas y de los derechos de emisión, para establecer directrices comunes para el almacenamiento y compra conjunta de gas, para reformar la regulación eléctrica, y para seguir apostando por la inversión en energías renovables y otros activos bajos en carbón como vía para potenciar la Transición Energética y con ella reducir nuestra dependencia del gas.
En concreto, los ministros firmantes reclaman mejorar la regulación eléctrica para “establecer mejor la relación entre los precios que pagan los consumidores y los costes medios de la producción eléctrica”. Es un reconocimiento explícito de que, efectivamente, las empresas están facturando más por la electricidad de lo que cuesta producirla, a expensas de los consumidores.
La pregunta es, ¿cómo conseguir este objetivo? La solución pasa por diseñar unos mercados eléctricos capaces de revelar los verdaderos costes medios de cada tecnología, a diferencia de los mercados actuales que sólo alcanzan a revelar el coste de la generación con gas.
Este objetivo ya se está consiguiendo para las nuevas renovables que entran al mercado a través de subastas de contratos a largo plazo, que celebra el regulador en representación de todos los consumidores. Al hacer que las empresas compitan, antes de acometer las inversiones, para determinar el precio de su producción a largo plazo, se consigue que sus precios se estabilicen en torno a sus costes medios, trasladando a los consumidores los menores costes que vienen de la mano de las renovables.
Regulación de precios
El nudo gordiano de la reforma está en la retribución del parque de generación existente –principalmente, nucleares e hidroeléctricas– porque la imposibilidad de seguir invirtiendo en estas tecnologías dificulta el que la competencia pueda contribuir a la solución del problema. Por ello, para evitar mayores distorsiones, parece inevitable recurrir a una regulación de precios que evite que la sobre-retribución de la que ahora gozan nucleares e hidroeléctricas, amparada en la falta de competencia, siga poniendo en jaque a la economía.
La pregunta por tanto que se plantea es: ¿a qué precio retribuir la producción de nucleares e hidroeléctricas? ¿Se puede fiar el regulador del precio que proponen las propias empresas eléctricas? Resulta evidente que no: está en su propio interés el hacer creer al regulador que sus costes son elevados para con ello obtener una retribución más favorable.
La única vía fiable para superar la información asimétrica que acecha al regulador es llevar a cabo una auditoría regulatoria que revele cuáles son sus costes variables, y qué parte de sus costes fijos no han sido todavía recuperados a través de los diversos pagos regulados y beneficios de mercado que han recibido durante décadas.
Sólo con esa información contrastada se podrá establecer un precio para la generación nuclear e hidroeléctrica que les aporte una rentabilidad razonable, a la vez que estable, cuestión esta última para ellas no baladí si se tiene en cuenta que la expansión de las renovables hará deprimir los precios del mercado mayorista en pocos años.
Mantener instituciones que generan desequilibrios tan fuertes como el que en estos momentos está generando el mercado eléctrico, simplemente no es sostenible. De una reforma capaz de “establecer mejor la relación entre los precios que pagan los consumidores y los costes medios de la producción eléctrica”, todos saldremos ganando.
Europa –con el empuje de España– debería de encabezar esta reflexión desde la perspectiva regulatoria, alineando la revisión del Mercado Único de la Energía con los objetivos del Pacto Verde Europeo y la urgencia de consolidar una recuperación sostenida, equilibrada y medioambientalmente sostenible, que reparta sus beneficios de forma equitativa en la sociedad.
Esta revisión de los mecanismos regulatorios permitiría además acometer la Transición Energética al menor coste para la sociedad, facilitando el que los ciudadanos perciban sus beneficios como condición necesaria para el apoyo social que este profundo cambio necesita. Y si Europa no lo hace, serán los Estados Miembros quienes lo hagan, por su cuenta. Pero entonces se habrá perdido la esencia del proyecto europeo, poniendo en peligro su propia continuidad. En juego está mucho más que el precio de la energía.