Una de las cosas que la ultraderecha ha copiado al socialismo es la internacionalización. Los soberanistas que no paran de denunciar la globalización de la cultura tienen redes mundiales de captación de fondos y elaboración de discurso. Así, hay mensajes o estrategias que se ven por todo el mundo, como el cuestionamiento de los procesos electorales, la idealización del mundo rural o el discurso antimigrantes. La ultraderecha española ha roto los gobiernos de coalición con el PP por la acogida de menores no acompañados tratando de asimilar los discursos habituales en Francia, Alemania y Países Bajos. El vicepresidente de Castilla y León dibujó un panorama similar al de Bruselas o París para Palencia o Zamora. La realidad es que su comunidad tenía que acoger a dos niños.
El inconveniente de la ultraderecha española para copiar esos discursos ajenos es España. Es complicado presentarte como un partido contracultural y transgresor cuando naces justo en el centro del sistema. El discurso antimigrantes duro también tiene un problema en la estructura social, diferente a otros países europeos. En la mayoría de las ciudades, la migración se ha dispersado de forma orgánica y, aunque hay zonas de más densidad, no hay guetos, como sí sucede en otras capitales continentales. Las personas migrantes viven en los barrios populares de las grandes ciudades españolas y sus hijos van a los mismos colegios y juegan en los mismos equipos deportivos. Los bulos o los discursos de odio son más difíciles de trasladar cuando hay un conocimiento directo de las realidades. Por eso, la segregación urbana suele ser la antesala del conflicto civil.
Un partido lepenista en el Cinturón del fuet
Uno de los pocos lugares donde sí existe una mayor concentración es Catalunya, algo que se percibe, sobre todo, en las zonas vinculadas al turismo o al sector agroalimentario, como el llamado Cinturón del fuet. Por eso, no es extraño que allí sí haya surgido un partido lepenista que habla de la conservación de la cultura o de la sustitución poblacional. También, porque Catalunya comparte otro problema con países europeos: la globalización de su capital. En Barcelona, la presencia de población extranjera de rentas altas desplaza a la población local de una manera significativa, ya que su capacidad económica es mayor. Es un proceso más silencioso que la migración del sur porque, en un mundo competitivo, reconocerlo tiene algo de derrota: no me echa un fondo, sino alguien que trabaja en lo mismo que yo, pero que cobra el triple. Algo he hecho mal. Por eso, suele hablarse del turismo, que es solo una parte del fenómeno y permite que la dinámica parezca más horizontal.
Una de las cuestiones más evidentes de este proceso es la lengua. En Ámsterdam, Copenhague, Praga o Budapest es relativamente fácil desarrollar la vida personal y profesional en inglés, algo que provoca un cierto shock en los nacionales de más edad o menos formación que viven en esas ciudades o las visitan: mi capital ya no habla mi idioma. Es algo que comienza a suceder en Barcelona, donde el catalán está cada vez menos presente y no solo por el español. Hay tiendas que te dan la bienvenida en inglés y chats de comunidades de vecinos que se desarrollan en esta lengua. Parece una ironía, pero es probable que, si no hubiera otra lengua cooficial más global, el shock de los catalanes con su capital sería mayor. Es el problema de vender tu ciudad. Te la pueden comprar y ya no es tuya. Si el modelo económico es convertir la ciudad en un resort, manda el cliente. Ya no hay ciudadanos.
Recuperar una ciudad no es sencillo porque, para hacerlo, sería necesario realizar una política decidida de acceso a la vivienda y cuestionar nuestros tres modelos: general, urbano y nacional. Es decir, tocar las narices a mucha gente. De hecho, es probable que la propia población no quiera hacerlo a pesar de las quejas y malestares. Barcelona fue una de las ciudades donde el Partido Inmobiliario ganó en las pasadas elecciones municipales. También, Palma, Cádiz, Valencia, Málaga o Sevilla. En todas ellas, se acumulan las noticias sobre subidas de precios, gentrificación y expulsión de la población residente.
En primer lugar, se cuestionaría el modelo general, donde todo tiene que convertirse en un producto que forme parte de un mercado. Eso incluye lo que el modelo anterior consideraba derechos, como la sanidad, la educación o la vivienda y que aún aparecen como tales en las constituciones europeas. La crisis de 2008, cuyo origen estuvo en el sector inmobiliario, no provocó una huida del sector, sino una reordenación. La inversión pasó a ser directa y restringida. Es decir, los diversos fondos de inversión comenzaron a comprar nuestras ciudades con el dinero puesto en circulación para reactivar la economía. En la actualidad, el dinero metido en ladrillo es mayor que nunca a nivel global. Según un informe de la consultora McKinsey, dos tercios de la riqueza mundial está en el sector inmobiliario.
El segundo modelo que se pondría en cuestión es el que se ha proporcionado a las ciudades posindustriales. A partir de finales los años 60, la industria del movimiento apareció como salvación de los espacios que dejaban de producir. El proceso se probó en las ciudades estadounidenses, Baltimore, Pittsburgh, Cleveland o Nueva York, y las viejas zonas industriales pasaron a acoger los edificios de la nueva ciudad de servicios: centros comerciales, hoteles, museos, auditorios, centros de convenciones, universidades, teatros de ópera o acuarios. Todo orientado a atraer movimiento de personas o de capital. Los posibles visitantes comenzaron a ser mucho más importantes que los residentes. En España, es un modelo que comenzó con éxito en Barcelona y Bilbao, aunque esta última decidió no perder del todo su porcentaje de economía productiva. Ciudades como Madrid y Málaga están siguiendo ese camino con entusiasmo.
Tras la crisis de 2008, los fondos de inversión usaron el dinero que iba a servir para reactivar la economía para comprar nuestras ciudades a precio de saldo
Por último, el tercer pie que pisaría una política de vivienda decidida es el local. La economía española tiene sus raíces en la revolución franquista, donde se aprovechó la migración del campo a la ciudad para conformar tanto un potente sector de la construcción, siempre ávido de nuevos territorios, como un país de propietarios. La vivienda es el principal sistema de ahorro español y también, la forma de legado intergeneracional. Para la España propietaria, que es mayoría absolutísima, las noticias sobre las subidas de precios quieren decir que su hucha es más grande. La ciudad se apaga, pero ande yo caliente.
¿Es posible un cambio político?
No existe un problema de la vivienda. La falta de acceso provoca multitud de complicaciones personales y colectivas, y estas últimas son culturales, sociales, demográficas y políticas. Por ejemplo, hay sectores que se quedan sin trabajadores o la renovación cultural se estanca porque los jóvenes ya no pueden vivir juntos. Existe la idea de que la situación estallará en algún momento, como si un nuevo crash solo fuera a provocar una bajada de precios en lugar de una conmoción en toda la estructura económica. Una crisis de vivienda puede provocar un cambio político si hay un grupo cohesionado que perciba ese problema y, sobre todo, si hay organizaciones que sean capaces de recogerlo.
Recuperar las ciudades no es sencillo, pero será algo inevitable. Un país con esa brecha entre propietarios y no propietarios no puede tener cohesión social. Un país basado en el rentismo se paraliza, como ya explicaron los liberales del XIX, y no bastará con la receta tradicional de hacer vivienda porque, además de que no siempre garantiza una bajada de precios, puede ser contraproducente, ya que es poner un bien preciado en competición. El partido ultra neerlandés ha ganado las elecciones hablando de vivienda. Concretamente, diciendo que los migrantes se quedan con las viviendas sociales. Hay que hacer algo más. Hay que cambiar el modelo. Mejor dicho, los modelos.