La libre circulación de personas y servicios en la Unión Europea ha abierto la puerta a que sus ciudadanos trabajen en cualquier punto del continente, pero también a que las empresas abusen de la legislación más laxa que se aplica a los trabajadores desplazados para competir deslealmente a costa de los obreros locales. Es lo que se conoce como dumping social y explica en buena medida la preocupación creciente de los europeos por la inmigración.
El Brexit, catalizado por esta inquietud, ha puesto de relieve que los ciudadanos asocian la inmigración comunitaria con una amenaza para sus empleos. Bruselas quiere romper el círculo vicioso entre trabajadores desplazados y dumping social igualando sus condiciones a las de los empleados locales. “Misma remuneración por un mismo trabajo en un mismo lugar” es el lema de la reforma que la Comisión Europea ha impulsado, pese a la oposición de los países del Este.
El número de trabajadores desplazados –los que trabajan en un país distinto al país de origen de su empresa de forma temporal– se ha multiplicado desde el inicio de la crisis. En 2014, había 1,9 millones en toda la Unión, un 45% más que en 2010. En España esta cifra subió un 83%, hasta 111.557. Casi la mitad en Europa (43,7%) trabajaban en la construcción, seguido de la industria manufacturera (21,8%).
Construcción, transportes y agricultura son los sectores donde se registran el mayor número de abusos que terminan en dumping social, según la Confederación Europea de Sindicatos (ETUC). Subcontratas, empresas buzón o falsos autónomos permiten aprovechar las lagunas de la legislación europea.
Competencia desleal
Un trabajador desplazado cobra de media la mitad que un trabajador local en el mismo puesto, ya que la ley actual solo obliga a las empresas a pagarles el salario mínimo del país de destino, sin primas, incentivos o pagas extras. Esto incita a las compañías a echar mano de subcontratas extranjeras para ahorrar costes laborales y a la larga impide que los trabajadores locales puedan competir en igualdad de condiciones y “tumba” los precios generales del sector.
Y eso cuando se cumplen las reglas, que no es siempre. Según los sindicatos europeos, es frecuente que las empresas trasladen a sus trabajadores con salarios y condiciones laborales similares a los del país de origen, pese a que por ley deben aplicarse las mismas que en destino.
En Alemania, cuyo sector cárnico representa el 20 % de la industria en la UE, empleados rumanos y búlgaros trabajan con contratos ficticios por cuatro o cinco euros la hora, muy por debajo de los precios alemanes, en jornadas de diez horas, sin seguridad social ni derecho a pensión, de acuerdo con los informes de la Federación Europea de Sindicatos Alimentarios.
También han proliferado las empresas buzón, compañías que se registran solo con una dirección postal en países con legislaciones sociales favorables pero prestan sus servicios en otros. El empleador final se beneficia así de impuestos más bajos, se ahorra tener que indexar salarios o pagar seguros y además no tiene vínculo legal con el trabajador.
La compañía de transporte holandesa Vos Transport, por ejemplo, realiza la mitad de sus viajes con conductores contratados por empresas buzón en Rumanía y Lituania. Estas no tienen oficinas reales y los contratos son firmados por un directivo holandés, pero los salarios son de 200 euros al mes más gastos y primas ilegales, según un informe de la ETUC. Es solo un caso, dicen, de un fenómeno extendido en muchos países y sectores por la falta de control y sanciones efectivas.
Con frecuencia los trabajadores viven en condiciones precarias, en alojamientos compartidos a kilómetros de sus puestos o durmiendo en las cabinas de los camiones. En 2012, dos conductores polacos murieron en Wingene, Bélgica, cuando se incendió la nave de su empleador en la que pasaban la noche con otros nueve compañeros.
Bruselas quiere igualar condiciones
Bélgica, Francia y Alemania reciben ellas solas el 50% de los trabajadores desplazados, mientras que Polonia es el país que más exporta. París y Berlín, que tienen elecciones en 2017 y han visto como los partidos euroescépticos en auge utilizan el dumping como argumento contra la inmigración, presionaron a la CE para reformar la directiva. El primer ministro galo, Manuel Valls, llegó a amenazar con dejar de aplicarla si no se cambiaba.
Bruselas propone ahora que los trabajadores desplazados cobren exactamente lo mismo que los locales, no solo el salario mínimo, y que se les apliquen todos los convenios colectivos del sector, algo que ya hace España. Además exige que las agencias de trabajo temporal extranjeras estén sujetas a las mismas normas que las nacionales.
A partir de los dos años de desplazamiento los trabajadores tendrán derecho a la misma protección laboral que los locales, que hoy es solo equivalente en ciertas áreas como sanidad o igualdad de género. La Confederación de Sindicatos Europeos apoya la reforma, aunque cree que este lapso es demasiado largo porque el desplazamiento medio dura 4 meses.
La revisión también se queda a medio camino en la regulación de las subcontratas, ya que deja en manos de los estados decidir si obligan a que las extranjeras cumplan las mismas normas que las nacionales. Para el futuro queda otro asunto espinoso: las cotizaciones sociales, que se pagan en el país de origen y tendrán que regularse en una normativa específica.
Los países del Este, en contra
El plan se topó en marzo con la llamada tarjeta amarilla de once países –Polonia, Bulgaria, Rumanía, República Checa, Eslovaquia, Estonia, Letonia, Lituania, Croacia, Hungría y Dinamarca– . Esta herramienta, que permite a un grupo de estados exigir que se revise una propuesta, ha sido utilizada solo dos veces más en la historia de la UE, lo que da una idea de la relevancia de la cuestión. Los países del Este, principales exportadores de trabajadores, temen perder capacidad de competir en el mercado.
Pero la Comisión, que le ve las orejas al lobo del populismo en cada rincón del continente, anunció este miércoles que seguirá adelante. “El Brexit nos ha enseñado que hay un grupo de personas que tienen miedo de ser los perdedores de la globalización y quieren más protección social”, dijo la comisaria de Empleo, Marianne Thyssen. “Necesitamos prestar servicios a través de las fronteras pero tenemos que organizarlo de forma justa”, añadió.
“Esta normativa es transnacional por naturaleza (…) no interfiere con las competencias de los estados para la fijación de salarios”, dijo dando por zanjada la cuestión de la subsidiariedad a la que se habían agarrado los opositores. La batalla, sin embargo, no está ganada: la reforma necesitará el apoyo final de una mayoría de estados miembros, y los del Este van a pelear.