Se sabe desde hace tiempo que la soledad es un problema en aumento. Existen estudios que señalan que, en los países desarrollados, la soledad afecta a una de cada tres personas, sin tener en cuenta el género, el grupo étnico, niveles de ingresos o de educación, y que causa un aumento en los niveles de irritabilidad y depresión y puede incrementar hasta un 26% las probabilidades de una muerte prematura. Por tal motivo, numerosos investigadores no dudan en calificarla como “un problema de salud pública”.
Cuando se habla de la soledad como problema, no se alude al mero hecho de que alguien esté solo, sino al de que alguien que se siente solo. Hay muchas personas que pasan mucho tiempo solas sin sentir la soledad; otras, en cambio, se sienten solas pese a estar rodeadas de mucha gente. El problema es la soledad impuesta o no deseada, definida en términos más específicos como una “sensación subjetiva de discrepancia entre las relaciones sociales que una persona tiene y las que querría tener”, y que produce sufrimiento, miedo, angustia o tristeza.
Esa soledad quedó en evidencia, en muchos casos, durante el confinamiento. Personas que tenían sus días cargados de actividades (trabajo, estudio, gimnasio, etc.) y que de pronto, al quedar interrumpidas todas esas ocupaciones, descubrieron no solo que no sabían qué hacer con su tiempo, sino que además no sabían con quién compartirlo. Por eso, la cuarentena obligada por la COVID-19 también puede haber sido, en esas situaciones, una oportunidad para descubrir un problema y para intentar resolverlo.
Estar en contacto con los demás es ser productivo
A menudo, “los ritmos acelerados en los que vivimos y una cierta necesidad de llenar nuestros tiempos de actividades nos llevan a abandonarnos y a abandonar nuestras relaciones”, subraya la psicóloga Jesica Rodríguez Czaplicki. Se trata de un estilo de vida motivado por el mandato social de “ser productivos” y “no perder el tiempo”. “Como si ser productivos fuera solamente el hacer cosas visibles”, destaca la especialista, “y olvidamos que nuestro cuidado personal e interpersonal también es ser productivos: productivos con nosotros mismos”.
Rodríguez Czaplicki destaca que, debido a ello, “es bueno revisar y revisarse: pensar para qué estamos llenando nuestro tiempo, para qué ocupamos cada minuto, cómo de profundas o superficiales son la relaciones diarias que mantenemos”. En este sentido, es clave que cada persona “reconozca y escuche cómo se siente y qué cree que puede ayudarla a sentirse mejor”. En otras palabras, preguntarse si uno se siente solo y, si es así, aceptarlo, superar el miedo de sentirlo y de expresarlo.
Para mucha gente, la obligación de quedarse en casa durante la cuarentena supuso “el descubrimiento de vecinos, de redes de barrio, de prácticas de cooperación y ayuda que nos han puesto en conexión con ese prójimo próximo que desconocíamos”, destaca por su parte Txetxu Ausín, doctor en filosofía y miembro del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, quien se ha especializado en el estudio de la soledad. Por eso dice que lo que se debe procurar es “abrir la ventana”, con el objetivo de “redescubrir los vínculos emocionales con otras personas y los vínculos sociales con el entorno próximo, con la comunidad”.
Reconocer que dependemos unos de otros
Ausín aclara que la que anima a abrir no es solo una ventana física, sino también una tecnológica: el contacto con el “prójimo lejano” que posibilitan internet y otras nuevas formas de comunicación. De este modo, añade, se logra crear vínculos de pertenencia, cooperar y generar comunidad, lo cual en otras palabras equivale a “ingresar en el mundo”. “Reconocer, desde nuestra vulnerabilidad, que estamos vinculados, que dependemos unos de otros, que somos una especie social y que incluso para ser autónomos necesitamos de los demás”.
En este sentido, la vuelta a las actividades en lo que queda de desescalada y en la nueva normalidad serán fundamentales. Rodríguez Czaplicki sugiere “emplear los medios que tenemos para ir estableciendo contactos con los más cercanos, y poco a poco ir abriendo con calma las demás relaciones sociales”. Valorar los vínculos, compartir una charla, un café, procurar que aunque sean breves sea “tiempo de calidad”: por allí, destaca la psicóloga, pasa el camino para romper lo que en muchas ocasiones es una tendencia hacia la soledad. Y “sobre todo –añade– hay que entenderse a uno mismo y entender que las relaciones se cuidan poco a poco”.
También se pueden hacer más cosas. Por ejemplo, participar en alguna actividad grupal: algún deporte de equipo o cuya práctica implique la interacción con otras personas, un voluntariado, un curso en el que también se propicie ese contacto. Y, aún más básico, Rodríguez Czaplicki recomienda “no buscar pretextos o justificaciones para no acudir a citas o eventos sociales”. Aunque cueste: “Cambiar la situación requiere un esfuerzo”, puntualiza. Lo bueno es que se trata de un esfuerzo que, en general, estará al alcance de esa persona.
La soledad de los adultos mayores
“La gente no brota del suelo como champiñones. La gente produce gente. Necesitamos ser cuidados y acompañados a lo largo de nuestras vidas por otras personas, algunas veces de modo más urgente y completo que otras”. Así comienza un artículo de la filósofa estadounidense Eva Feder Kittay publicado en 2005. Txetxu Ausín la cita para referirse a esta cuestión, para remarcar la necesidad que tenemos como seres sociales de estar en contacto con otras personas.
Los momentos en que el cuidado y el acompañamiento son más importantes son los extremos de la vida: la infancia y la vejez. Y fue este último colectivo, el de los adultos mayores, el que más ha sufrido las consecuencias de la pandemia de COVID-19. No solo porque más del 85% de los fallecidos fuesen mayores de 70 años, sino porque además, como explica la psicóloga Sandra Pàmies, experta en psicogerontología, “durante el confinamiento incluso se ha propiciado el abandono de personas mayores en ciertas familias”.
Pàmies destaca que muchas personas con Alzheimer u otros problemas neurológicos pueden haber sentido mucho más la soledad durante el confinamiento. El motivo es que estas personas tuvieron que alterar sus rutinas, que en muchos casos incluían acudir cada jornada a centros de día, y esto ha causado que se encuentren peor. Para estas personas, lo que Pàmies recomienda es tratar de que cuanto antes “vuelvan a tener una ocupación, una rutina, y vuelvan a tener personas alrededor”.
Una oportunidad para la introspección
Más allá de la situación concreta de los adultos mayores, las personas que sienten una soledad muy profunda, contra la que se les hace muy difícil luchar o tomar medidas, pueden acudir a la consulta de un psicólogo en busca de ayuda profesional. El objetivo será reducir esa “discrepancia entre las relaciones sociales que una persona tiene y las que querría tener”, y que la soledad no deseada desaparezca o deje de ser dolorosa.
Pues, como explica Txetxu Ausín, “quizá no sea tan malo descubrir la soledad, entendida como un diálogo con uno mismo, una oportunidad para hacer introspección y mirarnos ante nuestro propio espejo”. Esa clase de soledad, asegura, “no tiene por qué producir angustia o tristeza. Aunque a veces no es fácil enfrentarse a uno mismo”.