Lo primero que se escucha en El agua, la película de Elena López Riera, es el canto de los grillos. Enseguida, de la oscuridad surge una fiesta y se ve a adolescentes que agitan abanicos y barras fluorescentes mientras bailan Fiebre de Bad Gyal. Cuando amanece, esos mismos jóvenes se tumban, aburridos y cansados, en cañaverales a orillas del Río Segura. Chupan MDMA, apuran las últimas copas con desgana y uno comenta: “Cuando acabe el verano, a mí me molaría empezar una nueva vida”. “Coger lo que se escapa”, responde su amiga. Esa fiesta ha terminado, pero el verano acaba de empezar.
Podría ser solo una convención o cliché, es decir, un recurso eficaz para armar ficciones: muchas películas o novelas comienzan cuando el curso acaba, aprieta el calor, y con él aflojan las obligaciones (o surgen otras nuevas). Pero si estas cuestiones resuenan en nosotros con una intensidad que va más allá de la sugestión del cine y la literatura es porque todos, cuando se acerca la noche de San Juan, lo notamos en mayor o menor medida: un temblor especial, un sentimiento (o emoción modelada por la cultura: también nos afectan los anuncios de cerveza) que se renueva cada año, una ilusión y una euforia casi místicas. Llega el verano y con él todo se transforma: las noches son más largas, las comidas más frescas, el carácter más abierto y hasta los olores y los ruidos de la ciudad mejoran: algunos ratos se distinguen la dama de noche y el jazmín o las chicharras.
Todos, cuando se acerca la noche de San Juan, lo notamos en mayor o menor medida: un temblor especial, un sentimiento que se renueva cada año, una ilusión y una euforia casi místicas. Llega el verano y con él todo se transforma
Sobre todo, cambian los ritmos. El estudiante de vacaciones (y el trabajador afortunado cuyo descanso dura varias semanas) ingresan en otro tiempo: uno más denso, que fluye con una viscosidad distinta y que es más capaz, por tanto, de contener experiencias significativas o de subrayar sensaciones que habitualmente no se perciben. Pero incluso quien debe seguir produciendo, siempre que su profesión no esté relacionada con el turismo o con la hostelería, nota que a su alrededor todo se ha ralentizado: bastantes comercios han cerrado, los correos electrónicos tardan en llegar y los horarios de trabajo se acortan. Algunas tardes, después de la oficina, se puede ir a la playa o a la piscina.
Las cosas fueron así, de acuerdo con todas esas novelas y películas (impresiona la Roma desierta de Il Sorpasso, estrenada en 1962) y según tantos testimonios y recuerdos, al menos hasta hace pocos años (o veranos). Hoy, no está tan claro. Tal y como alerta el filósofo Hartmut Rosa en su Teoría general de la aceleración, los vínculos temporales se han roto incluso para miembros de una misma generación. Y si la vida virtual y la nueva división del trabajo están atomizando la experiencia del tiempo, también están haciendo que peligren los rituales celebrados periódicamente y los lazos y el sentido que generaban: se tambalea el verano de hogueras, chiringuito y horchata.
Pero el fenómeno no es solo filosófico o se da únicamente en los “cuartos propios conectados” (la expresión es de Remedios Zafra) donde cada usuario experimenta un tiempo distinto a la luz de las pantallas. La excepcionalidad del verano (o de esa versión del verano que buscar acercarse a su propio mito) está también amenazada, al menos en los países mediterráneos, por un sistema económico que depende demasiado del turismo. En la última Encuesta de Condiciones de Vida del INE, un 33,1% de los españoles declaró no poder permitirse “ir de vacaciones al menos una semana al año”. Ese porcentaje de ciudadanos sin vacaciones supera el 40% en tres comunidades autónomas (Andalucía, Canarias y Murcia) que, paradójicamente, son algunas de las que más presumen de kilómetros de playa y de horas de sol.
¿Descansar para trabajar?
“Aquellos tiempos de la desconexión del verano durante un mes con toda la familia en la playa no van a volver”, explica el antropólogo José Mansilla. “Hay que tener en cuenta sobre qué se construía eso —continúa—. Sobre una autoexplotación muy fuerte, sobre una dedicación total de la mujer a los cuidados y sobre unas condiciones laborales que hoy también son escasas. Ahora no nos acordamos porque el turismo se ha diversificado mucho, pero la mercantilización del verano era para lo que se ha llamado la reproducción, es decir, descanso para volver con más ganas al trabajo. En cuanto se rompe el equilibrio entre capital y trabajo, sobre todo a partir de los años setenta y ochenta, a las empresas les da igual que tú descanses, lo único que quieren es que estés allí y que produzcas. Si tienes que ir a terapia, pues ya te la buscas tú, pero hay que rendir al máximo”.
La filósofa Josefa Ros, investigadora en la Universidad Complutense y autora de La enfermedad del aburrimiento, también cree que los largos periodos vacacionales están desapareciendo: “Yo no recuerdo haber tenido más de tres días seguidos de vacaciones nunca”. Eso sí, Ros defiende que cualquier momento en el que cambie la proporción de lo que ella llama “tiempo del deber (dedicado a las obligaciones)” y “tiempo del poder (dedicado a la libre realización de las cosas que deseamos)” ya introduce algo de veraneo entendido “como una inversión de la carga de los tiempos”. “Así que podrías veranear incluso dentro de tu casa —comenta la filósofa—, siempre que accedas a ese estado en el que el tiempo del poder es mayoritario”.
¿Pero es posible reducir el tiempo dedicado a las obligaciones en algún momento? Cada vez menos. Al menos para autónomos como Cristóbal Fortúnez, dibujante, precisamente, de los Cuadernos de actividades para adultos de Blackie Books, que comenta que no es capaz de terminar una semana de vacaciones sin pensar en los trabajos que debería ir empezando si no quiere “llegar agobiado a septiembre”.
De nuevo, condiciones de trabajo y condiciones materiales parecen conspirar contra el verano lento, y es que aquellas segundas residencias relativamente populares entre las familias españolas (un 15% sigue disponiendo de una de ellas según el Banco de España) desde los setenta (más de dos millones se construyeron entre 1970 y 1991) resultan inaccesibles para los grupos de edad más jóvenes, que ni siquiera han podido adquirir su primera vivienda.
Ya no sirven aquellas costumbres de los abuelos que cada día de vacaciones bajan a la playa a la misma hora. Ahora también tenemos que demostrar a los demás que estamos haciendo una gestión exitosa de ese tiempo
Los hábitos de consumo tampoco ayudan a que el verano se viva como antes: “Ya no sirven aquellas costumbres de los abuelos que cada día de vacaciones bajan a la playa a la misma hora o a la misma hora se acuestan para dormir la siesta, formando una rutina”, continúa Ros. “Nuestra tendencia en la actualidad no es solo la de disfrutar del tiempo del poder. Hay más: también tenemos que demostrar a los demás que estamos haciendo una gestión exitosa de ese tiempo. Es una manera de autoafirmarnos: el mundo debe saber que estamos aprovechando bien ese recurso tan escaso e improbable que es nuestro tiempo de vida. Lo último que queremos es tener la sensación de que estamos desperdiciando el tiempo. La temporalidad lenta y viscosa ya no sirve para colmar esa necesidad actual de completar un álbum de experiencias único”.
Instagram, cuya mecánica es, efectivamente, la del viejo álbum, es el ejemplo más socorrido para ilustrar todo lo anterior, pero también sirve para comprobar cómo la falta de sincronización con la que se organiza el año diluye un poco la experiencia del verano. Cualquier día de la semana, durante cualquier época del año, alguno de nuestros contactos (quizá nosotros mismos) estará de viaje, generando la sensación de que cualquier momento es susceptible de convertirse en vacaciones y es que, según explica Mansilla: “En cuanto la industria turística comienza a desbordar los patrones del fordismo para continuar creciendo necesita que la gente no solo viaje en verano, sino que viaje en cualquier momento (esa famosa palabra: la desestacionalización). Ahora ya no se confunde veranear con viajar, sino viajar con cualquier cosa”
Un estado de ánimo, un mito contemporáneo
En su ensayo Los demonios del mediodía, el escritor y sociólogo Roger Caillois explica que los demonios, según la tradición mediterránea, suelen aparecer en verano, justo cuando “con el sol en su cénit, las cosas no arrojan sombra”. La posible presencia de sirenas, lotófagos, íncubos y súcubos (y también de las cigarras, consagradas en la Antigua Grecia a Apolo) daban a las horas de más calor un carácter sobrehumano y maravilloso. El mito del verano contemporáneo no incluye a criaturas fantásticas y está construido, más bien, con vidrio, cemento y crema solar, pero conserva esa inclinación hacia lo inesperado y lo insólito.
Oriol Villar, creativo publicitario y guionista, es el responsable de la campaña Mediterráneamente, de Estrella Damm y lleva, por tanto, más de quince años desarrollando (o al menos apuntalando) la idea de verano en el imaginario español. “Ya es evidente que nuestro spot es un rito —declara—. Antes de que llegue el solsticio, cuando está a punto de llegar el verano, enviamos el mensaje de que hay que disfrutarlo. Si sale antes, muchos estudiantes que preparan la Selectividad nos responsabilizan de sus malas notas, dicen que las ganas de largarse les genera un despiste. Pero en general, creo que te da un extra de fuerza para aguantar hasta las vacaciones”.
Preguntado por la objeción más habitual que se pone a sus anuncios (“nadie vive nunca un verano tan perfecto”), Villar responde que es consciente de ello y comprende “que ningún verano es tan bonito”, pero no cree que sus trabajos “sean más irreales que la suma de recuerdos que alguien puede tener en la cabeza de sus mejores veranos”. “Cuando se trata de cómo recordar el verano, funcionamos como en los resúmenes de los partidos de fútbol y nosotros solo tenemos tres minutos, así que mostramos los highlights; somos como los editores de todas esas imágenes positivas que tú has podido grabar durante uno o varios veranos”.
Por motivos evidentes, algo que nunca aparece en los spots de las cerveceras son esos periodos de aburrimiento que, al menos hasta hace poco, resultaban inherentes al verano. “Yo suelo explicarme el aburrimiento como tener hambre y no saber de qué. Y justo en ese sentido creo que no hay que estar siempre saciados/as, que es lo que nos ocurre, tenemos una sobreabundancia de cosas que nos hace sentir llenas sin saber apreciar un poco las ganas, porque ya ni las tenemos, de puro hartazgo y facilidad”, declara la filósofa y escritora Azahara Alonso, autora de Gozo.
Eso sí, cuando asociamos el verano con un aburrimiento de naturaleza positiva (ese que ayudaba, por ejemplo, a completar largas lecturas), quizá estamos, más bien, buscando recuperar el tiempo de la infancia, cuando, entre otras cosas, dependíamos menos de las pantallas: “Yo sí los confundo, pienso que felizmente —continúa Alonso—. En la infancia y en la adolescencia mi forma de vivir era en general más despreocupada y por eso no tenía prisa, el tiempo era más plástico y flexible, especialmente en los veranos, donde disponía de más libertad de movimiento”.
Si además te pasas una gran parte del verano mirando el móvil por trabajo o por inercia, tu tiempo libre desaparece haciendo exactamente lo mismo que el resto del año
Otra vez, el trabajo es el factor que más nos aleja de aquella libertad añorada y es que, aunque distintas sentencias dictadas en España protegen el derecho a la “desconexión digital” de los empleados, en la práctica o para los autónomos, ésta casi nunca se produce y los correos electrónicos, las llamadas y las notificaciones siguen llegando. La desconexión, incluso parcial, empieza a ser imposible y eso también es una amenaza para el verano: “Puede que el verano ya no sea tan largo como era, pero es que si además te pasas una gran parte del mismo mirando el móvil (por trabajo o por inercia), tu tiempo libre desaparece haciendo exactamente lo mismo que haces el resto del año”, constata Fortúnez.
¿Pero alguna vez existió?
Bajo la canción Summertime Sadness de Lana del Rey, en Youtube, miles de comentarios hablan de nostalgia por un verano que ya no volverá. Algunos usuarios van más allá y escriben que la canción es capaz de hacerles sentir melancolía por un verano “que ni siquiera han vivido”. “Podemos sentir nostalgia y anhelo por cosas que ni siquiera sabemos cómo han sido más allá de cómo se representan en nuestra mente. Pero es que, además, nuestros recuerdos están siempre muy distorsionados. Nuestro cerebro enseguida archiva las peores partes y las rememora de formas mucho menos vívidas que los mejores momentos”, expone Ros.
Entonces, ¿el recuerdo de nuestro mejor verano es fiel a aquel verano? Contesta la filósofa recordando a Heráclito: “Claro que no, el verano que recuerdas existió, pero ese recuerdo no es fiel y no se puede reproducir o revivir. Lo único que no se nos permite a los humanos es quedarnos estancados”.
Si a nivel individual es más que posible que aquel “verano de tu vida” sea un espejismo, a nivel social resulta todavía más difícil hablar de “veranos gozosos para las clases trabajadoras”, salvo durante periodos muy limitados. “Es una cosa que perteneció al fordismo, aunque todavía hay condiciones mejores y peores. Precisamente, en las ciudades y los trabajos más relacionados con el turismo es donde existe mayor precariedad”, señala Mansilla, que añade que sería ingenuo ignorar que “el poder se manifiesta siempre, también cuando estamos de vacaciones, y uno de los elementos de ese poder son precisamente las desigualdades”.
Así que la pregunta, aunque resulte aterradora, es pertinente: ¿este año habrá verano? Con el turismo registrando máximos históricos y previsiones de ocupación de récord para julio y agosto, todo parece indicar que sí. Además, la AEMET ya ha anunciado que, según sus modelos, las temperaturas serán incluso más sofocantes que durante los mismos meses de 2023. Sin duda habrá verano, la cuestión es para quién habrá veraneo.