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'Reality Bites', el “timo tóxico” que contaminó la forma de ver las relaciones de una generación

María Ovelar

17 de septiembre de 2024 22:03 h

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Treinta años después del estreno de Reality Bites (1994), uno de los iconos cinematográficos de la generación X dirigido por Ben Stiller, la tensión sentimental y sexual entre Lelaina (Winona Ryder) y Troy (Ethan Hawke) sigue arrancando suspiros. Y eso que la película nos propone justo el tipo de relación que llevamos años entrenándonos para evitar: un amor romántico no exento de toxicidad.

Hace una década, en su vigésimo aniversario, la edición estadounidense de Vanity Fair analizaba por qué una película que había sido parodiada en los noventa –no por su trama amorosa, sino por su batiburrillo de estereotipos– había alcanzado el estatus de culto entre las nuevas generaciones. La respuesta: la nostalgia. En consecuencia, millennials y centennials ensueñan hoy como lo hicimos nosotras con los clichés de género entre Lelaina y Troy, el eterno tira y afloja sentimental, la típica trama que termina con la chica apostando por el cínico emocionalmente no disponible.

La escritora y poeta Lara Moreno (Sevilla, 43 años), que en su novela La ciudad (Lumen, 2022) diseccionó tres historias de maltrato, lo tiene claro: “Revisitar Reality Bites —una película que en su día me cautivó en mi más tierna juventud— junto a mi hija preadolescente, ha sido asistir a la confirmación de que nuestra educación emocional es una película de terror, ni más ni menos”. Y añade: “El cine, la cultura, la familia, el sistema económico, político… Todo nos ha enseñado a vivir tranquilamente con la infelicidad y la violencia, con una falta terrible de cuidados entre las personas. Que elijamos a alguien que nos trata mal no solamente nos lo venden como positivo, sino como atractivo e incluso inevitable, cuando debería ser todo lo contrario. Que los titulares de violencia sistemática, algunos más escalofriantes que otros, pero todos violentos, contra las mujeres de los periódicos no nos sorprendan: todo estaba ya en Reality Bites”.

Revisitarla junto a mi hija preadolescente ha sido asistir a la confirmación de que nuestra educación emocional es una película de terror, ni más ni menos

Varias escenas de la película evidencian la subordinación social de la mujer con respecto al hombre, el patrón sexista y la idealización del rebelde con apego evitativo. Un narcisista elocuente, leído y cultureta que siempre acierta con la replica nihilista perfecta: “No tengo órdenes para hacer del mundo un lugar mejor, Lelaina”. Cuando la protagonista confiesa que a ella sí le gustaría mejorar el mundo, Troy ironiza: “Y a mí, me gustaría comprarle una Coca-Cola a todo el mundo”.

La pareja por la que termina apostando Lelaina le suelta perlas como “sabemos que llegaste alto pasando por muchas camas” y esconde calzoncillos en su ropa para no tener que pagar la lavandería —y para no tener que desplazarse hasta donde se encuentra—; está demasiado ocupado filosofando sobre la existencia, claro, como para intuir que es un machista. Troy es un nihilista que le encuentra sentido al capitalismo: la vida para él es una sucesión de tragedias, por eso lo único en lo que cree es en “una hamburguesa con queso”.

A Fefa Vila Núñez, socióloga en la UCM y editora de El libro de buen [A]mor. Sexualidades raras y políticas extrañas (Traficantes), le parece preocupante que “lxs jóvenes hoy se puedan identificar con las tramas de Reality Bites. Me resulta chocante y problemático. En los 90, cuando se estrenó en mi entorno activista queer y feminista veinteañero, no nos interesó, pasó desapercibida. Representaba muchas cosas que odiábamos y combatíamos políticamente y que en ese momento eran ya inadmisibles, por ejemplo, se idealizaban relaciones tóxicas y estereotipadas entre los sexos”.

Más adelante, cuando Lelaina aparece en el salón donde la espera Michael (Ben Stiller), con quien tiene una cita, Troy y Michael discuten sobre su estilismo (un vestido blanco de encaje). El filósofo reta al ejecutivo: “Tú no sabes lo que necesita [Lelaina]”, y este zanja el debate con un “sé lo que necesita de un modo en el que tú nunca lo sabrás”. Lelaina en esta escena no tiene, por supuesto, ni voz ni voto.

Durante toda la película, Troy se resiste a cambiar, hasta que cree perder a Lelaina —ella desespera porque no sabe dónde se ha marchado su amor rebelde que ha ido en avión a Chicago— y su padre muere. ¿Pero qué futuro se intuye en la escena final? Cuando se van a vivir juntos, Troy se dedica a tocar la guitarra en el sofá mientras Winona parece estar ocupándose de la mudanza —llega al salón con los brazos en jarras, como diciendo, ¿qué haces ahí tirado?—.

Se idealizaban relaciones tóxicas y estereotipadas entre los sexos

La novelista y poeta Cristina V. Miranda (Ferrol, 1982), que narró las violencias machistas en el mundo del indie en su novela La entusiasta (Dosmanos, 2021), coincide: “Supongo que esto nos pasa a todas las personas de 40, lamentarnos por no haber sabido con 20 lo que sabemos ahora. Es inevitable no estar cabreada con los referentes que algunas elegimos a finales de los noventa cuando empezábamos a conformar nuestra identidad. El indie, el cinismo, la pena impostada y los hombres que llevaban todo esto al extremo. Yo era muy pequeña cuando vi Reality Bites como para leerla en clave irónica y me comí con patatas todo lo que representaba Troy (que no dejaba de ser otra víctima de su época). Nos comimos más Troys de los que podíamos digerir, pero con el tiempo hemos entendido el chiste y seguimos aquí para ayudar a crear otros referentes para las que vienen detrás”.

Y es que Reality Bites nos lega las mismas violencias que el amor Disney. Nuestra fijación por los narcisistas hunde sus raíces en filmes como este, que perpetúan las historias de enamoradictos. En su ópera prima, Ben Stiller, más conocido por su faceta cómica (Zoolander, Algo pasa con Mary o Noche en el museo) parodió a la Generación X, una etiqueta, por cierto, que según aseguró Stiller no era conocida cuando la rodó. Ahí están los vasos de más de un litro de refrescos tipo Coca-Cola, un club donde da conciertos Troy que se llama Joint (es decir, porro), el protagonista de pelo churretoso que lidera una banda grunge, la cadena de televisión a lo MTV que documenta fenómenos urbanos sin disimular el product placement (que es lo mismo que intenta Reality Bites con Gap, Camel, Snickers o 7 Eleven), una protagonista que reniega de los coches contaminantes pero que para alimentarse gasta 900 euros en gasolina.

“Aunque tuviese algunos aspectos estéticos novedosos, Reality Bites fue un producto comercial. Sí, con el guion de una mujer joven [Helen Childress], pero edulcorado para ser consumido fácilmente sin cuestionar la realidad social ni de género ni económica en la que sus protagonistas vivían. La nostalgia nunca es política”, sentencia la socióloga Fefa Vila Núñez.

Una mujer detrás de la historia de una película con tanto presupuesto no era muy común en los 90. Helen Childress se basó en su propia vida para escribir la trama. Pero su guion fue 'pulido' para hacerlo digerible; es decir, más romántico. ¿Cómo pudimos desear que Winona Ryder se quedara con Ethan Hawke, el tío emocionalmente no disponible y narcisista? El inmaduro que incluso al final de la película demuestra ser un egoísta. El nihilista intelectual incapaz de pedir perdón. El evasivo que cita diálogos de La leyenda del indomable.

En el clímax, tras haberse acostado con Lelaina y haberla dejado tirada a las 8.30 am con la excusa de que tiene ensayo con su grupo de música, Troy se lo deja claro: “Nunca me he acostado con alguien por quien tuviera sentimientos (…) Podría hacerte daño y largarme sin tu permiso”. El filósofo se atora varias veces porque es incapaz de compartir sus sentimientos: su cociente intelectual será de 180 y leerá el Ser y el Tiempo de Heidegger en cafeterías, pero carece de herramientas emocionales. ¿Cuántas relaciones con tipos así funcionan? 

El indie, el cinismo, la pena impostada y los hombres que llevaban todo esto al extremo (...) me comí con patatas todo lo que representaba Troy

Mejor opción parece Michael Barnes (Ben Stiller), un yuppie ejecutivo materialista que viste de traje y conduce un descapotable. Bastante inculto, sí, pero que cuando la fastidia, se disculpa e intenta enmendarlo con dos vuelos a Nueva York para que Winona muestre su trabajo y ahonde en su carrera de documentalista. Se interesa por el proyecto biográfico de Lelaina, es paciente y no teme demostrar cuánto le gusta e importa.

Pero ella prefiere al malote. Troy, el aspirante a filósofo, que abandona la facultad un año antes de graduarse porque odia el sistema, el que roba chocolatinas en el quiosco donde trabaja porque “el mundo se las debe”, que se muda temporalmente a casa de Lelaina y Vickie (Janeane Garofalo) y que, a pesar de su alto cociente intelectual, demuestra ser un negado en lo emocional. Troy, que tiene un tema en el que canta “I am nothing” (no soy nada), cuyos padres se divorciaron cuando tenía cinco años y que desde entonces ve a su padre tres veces al año, al que le emociona el cielo diez minutos antes de llover, le despierta el síndrome maternal.

En las relaciones, Troy acomete la desigualdad del capitalismo que tanto critica: como bien razonaba un reportaje de Salon, es un “elitista apático”, “un tipo convencido de que él sabe lo que el mundo necesita de una manera en la que nunca lo sabrán los tontos que lo rodean”, un tipo, que según Salon, hoy votaría a Donald Trump.

Lo suyo, de todos modos, habría sido que Lelaina se hubiera quedado sola y que hubiera tejido redes afectivas con sus amigas. Pero cuando la despiden de su trabajo, mortifica a su amiga Jackie. Lelaina prefiere la propuesta de Troy; “sólo necesitamos un par de pitillos, unos cafés y una conversación. Tú, yo y cinco pavos”. Y a ella al escucharlo se le hace el corazón pepsi cola, como hubiéramos dicho en los noventa.

La cinta consigue que nos sigamos embelesando ante los inicios de una relación, un relato que esconde las crisis y la casi segura caída del vínculo entre Troy y Lelaina. No es que haya que aniquilar estas celebraciones cinematográficos del amor romántico y no verlas. Ya solo por el corte de pelo de Winona Ryder y la escena de la gasolinera que rescató a la banda The Knack y su cohete musical My Sharona, merece la pena. Pero quizás sí podríamos visionarlas siendo conscientes del timo tóxico que nos pretenden colar. Nuestra cultura es la de su idealización, por eso suspiramos, pero hagámoslo ejercitando el músculo crítico. Ya veremos a ver qué pasa con la adaptación y la recepción de Reality Bites a serie en la que al parecer está trabajando Ben Stiller.