“Sufrí un episodio de recaída de TCA y me resulta muy difícil el contacto corporal con las otras, siento un muro”

'It's like a dream', Tracey Emin (2022).

Sara Torres

24 de febrero de 2024 21:11 h

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Sufrí un episodio de recaída de TCA y me resulta muy difícil el lenguaje del amor corporal. Siento una distancia extraña con el cuerpo de las otras, un murito que está ahí y que no puedo atravesar. ¿Cómo operar ante esta imposibilidad de contacto?

Jahel lectorx de elDiario.es

Escribe Elizabeth Grosz que desde la antigua Grecia el pensamiento occidental se ha establecido en una profunda somatofobia. Esto implica el rechazo y el miedo al cuerpo, que se entiende como una especie de “interferencia” indeseable para los trabajos de la razón. Rastreando el lugar que se le ha dado al cuerpo en el discurso sobre lo humano, la filósofa cuenta que Descartes liga la oposición mente/cuerpo a la base misma del conocimiento. 

Dentro de la espiritualidad cristiana, el cuerpo aparecerá como un lugar de tránsito que tenemos que habitar con mesura, ya que es la transcendencia del alma lo que de verdad importa. El paraíso no es un posible en el ahora de un cuerpo hambriento, deseante, afirmativo. Al paraíso no podemos llegar encarnadas, con la urgencia del sexo, de la sed. Se enuncia como promesa de un futuro después del cuerpo, después de sus necesidades, formas y apetitos. 

Hoy nos dicen que tenemos que “aceptar” nuestro cuerpo o que tenemos que aprender a amarlo, pero el conflicto con lo corporal viene de lejos, está en la raíz profunda. Inconscientemente, aprendemos desde la infancia la idea de cuerpo como problema: cuando enfermamos o nos debilita el cansancio es un inconveniente para lograr nuestros propósitos de productividad, cuando envejecemos y morimos, le echamos la culpa porque lo significamos como barrera que impide el grandilocuente sueño de vivir para siempre. Una famosa frase nos atraviesa “el cuerpo es la cárcel del alma” ahí aparece el cuerpo como límite, cuerpo culpable de un límite que desearíamos trascender.

En nuestra herencia, es humano aquel que ha aprendido a domesticar su cuerpo. Esto implica el esfuerzo brutal de intervenir en todas sus necesidades y potencias, hasta lograr ordenarlas dentro del guion de la “normalidad”. El pis, la caca, la comida se convierten en motivos de ansiedad. Todo ha de darse dentro de unas pautas, un horario, un espacio destinado a ese fin. De adultas aun tenemos miedo a orinar “fuera de lugar”, que ocurra en la noche, sin poder hacer nada por evitarlo. 

Sin adulto ya que castigue, el castigo es la vergüenza. Se busca también una relación “sana” con la comida. ¿Qué es eso?  Una relación racionalizada, comedida, consciente. Interiorizar una serie de pautas hasta que se repitan con aparente naturalidad. Ser humano es renunciar con esfuerzo a una relación no mediada con los procesos más primarios de la supervivencia. 

Esta es la historia de todas nuestras vidas: aprender el control del cuerpo, temer salvajemente perderlo y perder con ello el amor de las demás. Ocultamos con ansiedad las heces, la herida, el olor. Planeamos el vestido, el perfume, la depilación, el crecimiento de las uñas. Tememos dejar rastro, una huella que no haya sido perfectamente planeada. Aprendemos que un cuerpo “bueno” muestra los signos de su domesticación como estandarte. La educación en la feminidad amplifica la exigencia de control corporal hasta niveles insoportables.

Con todo esto a nuestras pequeñas espaldas, encontrar un momento placentero de atención al encuentro amoroso entre cuerpos no es nada sencillo. Cada cual se acerca a la otra con una imagen corporal de sí misma que se pone a temblar ante la posibilidad del juicio. Tenemos miedo a asustar, a ser para la otra una masa de materia fuera de control, desbordada frente a unos límites exigidos. Miedo a ser bajo la mirada de la otra un poder de desorden, una monstruosidad: el lugar donde el prejuicio estético de quien amamos se escandaliza. A veces el tiempo de la seducción y el acercamiento es el de dos mundos de ansiedad que entran en conversación. 

Si las palabras que atribuyo a aquello que veo cuando me miro al espejo son terribles: ¿cómo estar expuesta y abierta al otrx sin sufrimiento? Es difícil soportar una mirada sobre mi desnudez si imagino que ejerce crueldades similares a las que suelo dedicarme a mí misma.

Aceptar el deseo de la otra sin sospecha, además, no es sencillo. Implica sostener el impulso de control y entrar en una intemperie que se promete dulce y por dulce, genera más miedo a la pérdida de aquello que anhelamos: ¿y si hoy su mirada acoge y mañana no? Creo que a mí me ayuda pensar que aceptar el deseo de la otra, el amor de la otra, su generosidad, no es fácil para algunas, es un acto de valentía. Y es necesario aceptarlo como nos gustaría que otrxs aceptasen aquello que tenemos para dar. 

La somatofobia asociada a la imagen corporal nos afecta en distintos modos e intensidades e interviene directamente en nuestra capacidad para buscar la satisfacción de nuestros instintos: el hambre, las ganas de entrar en contacto sexual. A unxs nos afecta más que a otrxs, y en momentos agudos es necesario un acompañamiento terapéutico, pero también es importante no caer en la culpa ni asignarnos la exclusividad o la responsabilidad frente a un problema cuya matriz es colectiva. 

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