En Water Boy, uno de sus temas más populares, el cantante Pimp Flaco afirma que “quiere un Lamborghini pa' pasear lento”. En vista de que Spotify ofrece decenas de canciones tituladas Lambo o Lamborghini, algunas firmadas por artistas tan populares como Skrillex o Farruko, parece que la aspiración del trapero barcelonés es muy común entre quienes se dedican a la música urbana. Eso o que, más allá de lo que quiera conducir cada uno (los temas que contienen la palabra Ferrari son menos y acumulan menos reproducciones), todos esos músicos y especialmente los traperos, han sabido aprovechar –y de paso reforzar– la enorme popularidad de la marca de coches deportivos entre los miembros de su generación.
Los Lambos son los coches de los reggaetoneros (de Bad Bunny a Omar Montes; todos tienen uno), de los pseudogurús financieros como Llados, de los influencers fitness como Christian Vidal o de los youtubers de videojuegos, como AlphaSniper97. Unos vehículos que nuevos no bajan de los 200.000 euros y según el modelo llegan a costar varios millones, y cuya potencia —por tanto, de manera aproximada, también sus emisiones de gases contaminantes y su consumo de combustible—, como mínimo, cuadruplica la potencia media del parque móvil en España.
Son coches que, en realidad, resulta muy difícil ver circulando por nuestras carreteras pero que están por todas partes en las redes sociales. Con su diseño anguloso, espectacular y extravagante, con su precio y su potencia disparatados, con su toro en el frontal –además, el nombre de cada modelo es también una referencia al mundo taurino–, el Lamborghini es, en tiempo de catástrofes climáticas y de aumento de la desigualdad económica, el coche favorito de Internet.
Y no es que sea la primera vez que una o varias generaciones se obsesionan con un coche de lujo en concreto. Algunos recordarán con especial cariño el Ferrari Testarrosa de Miami Vice en el que Sonny Crockett y Ricardo Tubbs escuchaban a Phil Collins. Mientras que otros, más mayores, apuntarán que las estrellas del rock británico, de John Lennon a Elton John, pasando por Keith Moon, enseguida se compraron un Rolls Royce, imitando a los aristócratas de su país (un gesto con algo de desafío o de usurpación). Sin embargo, aquellas modas estuvieron más conectadas con la cultura de su tiempo.
Suenan muy diferente y atraen muchas miradas. Son coches de futbolista y de 'youtuber'. Coches de gente poco discreta, a la que no le importa que le vean al volante. Además, son muy extremos
El Lamborghini, por su parte, parece circular en sentido contrario: mientras el ciudadano común intenta ahorrar para su primer coche eléctrico o reclama mejoras en el transporte público, mientras el cambio climático empuja el Reloj del Apocalipsis y nos coloca a noventa segundos del fin del mundo –es un cálculo simbólico con el que los científicos tratan de llamar la atención sobre los problemas más acuciantes que enfrenta la humanidad–, los Lambos pegan acelerones, echan humo y derrapan en cada rincón de YouTube, TikTok e Instagram.
Lo que cuenta un Lamborghini
“Hola, somos las cosas, no es que los demás no nos oigan, es que solo te hablamos a ti”, cantaba el grupo logroñés Espanto en Las Voces. Pero eso no es del todo cierto, y es que las cosas nos hablan a absolutamente todos. Especialmente los automóviles. En El sistema de los objetos, ya en 1967, el filósofo Jean Baudrillard dedicó decenas de páginas al valor simbólico del automóvil. Para el francés, cualquier coche “es un objeto sublime que abre una suerte de paréntesis absoluto a la cotidianidad de todos los demás objetos”, y es que, tal y como se pregunta: “¿Que le quiten a uno la licencia de conducir no es hoy una suerte de excomunión, de castración social?”.
Baudrillard expone el valor erótico del vehículo privado (“un erotismo narcisista de comunión con el mismo objeto”) e insiste en una forma de intimidad nueva, muy distinta de la del hogar y la familia, que solo se despliega durante la conducción: “Su intimidad es la del metabolismo acelerado del tiempo y del espacio, y es, a la vez, el lugar siempre posible del accidente en el que culmina el azar, una posibilidad jamás realizada, pero siempre involuntariamente asumida de antemano”.
Y si cualquier vehículo pone en marcha todo un caudal de flujos simbólicos y culturales, los coches de lujo, como expresión del sistema productivo al cuadrado, lo hacen mucho más. “Existe un vínculo muy claro entre los vehículos de motor y las cuestiones de clase”, explica la escritora y periodista Raquel Peláez, autora de Quiero y no puedo. Una historia de los pijos de España, que publica este septiembre Blackie Books. “Por ejemplo, el RACE (Real Club Automóvil de España) lo fundaron los nobles españoles que adquirieron los primeros automóviles para ayudarse en una red de carreteras prácticamente inexistente que solo podían usar ellos”.
El del Lamborghini me parece más bien un caso de quiero y no puedo. Sirve de afirmación para unos individuos que han triunfado en algún ámbito pero que no tienen acceso a los lugares donde están las verdaderas élites
Estos vínculos entre las clases altas y el automóvil (transformados, tras el desarrollo del fordismo, en vínculos entre ellas y determinados fabricantes, tan fuertes que llegan a constituir habitus o esquemas de obrar asociados a la posición social), continúan vivos y muchas veces se traducen en políticas comunicativas muy específicas: “La propia Lamborghini, aunque no le hace ascos, ni mucho menos, a la difusión que le dan sus clientes más extrovertidos, suele dirigirse a un cliente menos conocido, de gran poder económico, que quiere el coche para divertirse puntualmente en salidas o circuito”, comenta Joan Dalmau, periodista del motor en Coches.net con gran experiencia como probador. “La marca sí hace publicidad, pero escoge los soportes. No la encontrarás en televisión o en un banner de internet, pero sí en revistas caras de lujo o en patrocinios elegidos”.
¿Y qué tienen de especial sus coches además de lo que salta a la vista? “Suenan muy diferente y atraen muchas miradas. Son coches de futbolista y de youtuber, efectivamente. Coches de gente poco discreta, a la que no le importa que le vean al volante. Además, son muy extremos. Hay Ferrari extremos y Aston Martin extremos, pero no todos lo son y en cambio, todos los Lamborghini sí. No es tanto un tema de dureza, pero sí de radicalidad en todo, en el diseño, en la posición de conducción, en el sonido y en las prestaciones”, añade Dalmau.
El público recibe lo que el público quiere
En 1982, la artista Jenny Holzer se hizo famosa cuando proyectó en medio de Times Square la frase “protect me from what I want” (protégeme de lo que quiero). Diecisiete años después, Holzer, ya en la élite del arte contemporáneo, era invitada por BMW a estampar su mensaje presuntamente anticapitalista en la carrocería de un coche de carreras, dando lugar a una de las contradicciones que más gusta citar a los teóricos de la posmodernidad.
En diciembre 2020, sin marcas de por medio, pero retransmitiéndolo a través de Twitch, el rapero italiano Fedez daba vueltas por Milán a bordo de su Lambo. Buscaba a “gente con aspecto de estar pasándolo mal”, es decir, a pobres, y cuando encontraba a alguno aparcaba su deportivo en doble fila y le daba un paquete de billetes con mil euros. El gesto —dar limosna desde un coche cuyo valor es superior a diez años del salario medio italiano— fue muy criticado, pero el rapero e influencer nunca entendió por qué.
“Los rasgos de las élites, sus signos de reconocimiento o las cosas que determinan su estatus, nunca han sido pacíficos, sino que siempre han estado en disputa. Eso sí, las élites contemporáneas se caracterizan, sobre todo, por su fragmentación, porque no hay una sola élite sino que son múltiples, con signos de distinción diferentes”, explica Andrea Greppi, profesor de Filosofía del Derecho y editor de Nuevas élites, elitismo viejo (Pensamiento).
En un cierto tipo de derecha anarcocapitalista y criptolibertaria el mito del hombre hecho a sí mismo es lo máximo y este se expresa mediante posesiones caras
Entonces, ¿se podría decir que quienes conducen un Lambo forman parte de la élite social de nuestros días, o de al menos una de ellas? Greppi no está tan seguro, considera que este caso es más bien un fenómeno viral: “El del Lamborghini me parece más bien un caso de quiero y no puedo. Un caso concreto que sirve de afirmación para unos individuos que han triunfado en algún ámbito pero que no tienen acceso a los lugares donde están las verdaderas élites. Hoy la cuestión de la ostentación está mediada por la visibilidad en las redes y eso contribuye a enturbiar todavía más el panorama simbólico”.
Peláez está de acuerdo: “Creo que las redes sociales han facilitado hacer ostentación de bienes y patrimonios que realmente no se poseen y crean realidades paralelas aspiracionales”. Pero entonces, y contra lo que dice el tópico, ¿no ostentamos más que nunca? “No lo creo —responde la escritora—. La ostentación no es hoy más acusada que nunca. Ya la Roma epicúrea fue un buen follón. Pero yendo a referencias más modernas, hemos vivido la Marbella de Gil y del caso Malaya. Hemos conocido el Estados Unidos de Dinastía, país que por otro lado ha presidido Donald Trump, un hombre conocido por su espectacular ostentación”.
Y, sin embargo, quienes pasan tiempo en redes sociales están cada vez más expuestos a creadores de contenido que muestran su elevado nivel de vida (Lambos, yates, aviones privados…) de manera impúdica e irresponsable a ojos de cualquiera que se preocupe por el cambio climático o por el reparto de la riqueza.
No es ninguna conspiración, como aclara el profesor Greppi, sino, de nuevo, el resultado de un mundo fragmentado: “Entre esos creadores de contenido y los dueños de las plataformas donde los cuelgan, no existe ningún vínculo, no hay contacto, pertenecen a universos distintos. Para quienes dirigen las plataformas los influencers son mercancías perfectamente fungibles, sin ningún tipo de solidaridad entre ellos. Ni siquiera les interesa lo que suben. Pero este es un fenómeno general: las élites están desconectadas entre sí y no hay puentes entre ellas, a diferencia de lo que podía suceder en la vieja sociedad burguesa, cuando el rico empresario aspiraba a casarse con la hija del noble venido a menos o el hidalgo aspiraba a que su hijo llegara a ocupar una cátedra. Esas conexiones entre élites dirigentes son las que se han debilitado o han desaparecido”. “Eso sí —aclara—, la izquierda a veces se vuelve nostálgica de cuando las élites estaban comprometidas, pero yo no comparto esa idea. Creo que lo central es oponerse a la expansión de las nuevas élites para oponerse a la expansión del capitalismo, que produce formas de desigualdad intolerables”.
Conduce y frontea
Lo llaman fronteo y es lo que hace Kanye West cuando se compara con Einstein o Picasso, pero también lo que hace Morad cuando aparece en su barrio con un Lamborghini Urus y hace felices a decenas de niños. Frontear es presumir y forma parte de la cultura hip-hop: según sus códigos, cuando alguien logra algo, es legítimo y hasta deseable que exhiba sus trofeos. En casos como el de Morad, de origen muy humilde y siempre cerca de quienes le han visto crecer, el fronteo tiene algo de justicia poética. En otros, puede servir para legitimar la desigualdad, y es que quien frontea está proclamando que dispone de algo que los demás no tienen, algo todavía más difícil de obtener que un Lambo o un yate: talento.
El talento, como la creatividad, es uno de los mitos centrales de las sociedades postcapitalistas y uno de los ingredientes indispensables en los relatos alrededor de quienes se proclaman “hechos a sí mismos”. Las narrativas sobre el talento (mucho más difícil de medir que el esfuerzo o el mérito, para los que sí que existen indicadores objetivos) se adaptan a la perfección a un sistema económico y a un mercado de trabajo también caótico y desregulado, y siempre suenan mejor si terminan al volante de un Lambo.
Por eso, el Lambo es siempre la guinda en las historias (llenas de testosterona) de quienes dicen haber vencido al sistema; una especie de venganza veloz, amarilla y llamativa que se clava como una flecha directa al corazón de quienes dudan del poder del individuo. “Hay gente que todo lo convierte en una expresión de ira, de comer a follar. En un cierto tipo de derecha anarcocapitalista y criptolibertaria el mito del hombre hecho a sí mismo es lo máximo y este se expresa mediante posesiones caras. Para ellos, los seguidores de Milei o Alvise, tener cosas que cuestan mucha pasta pueden ser una forma de decir: eh mira, Estado protector, no te necesito”, apunta Peláez.
El Lambo es siempre la guinda en las historias (llenas de testosterona) de quienes dicen haber vencido al sistema; una especie de venganza veloz, amarilla y llamativa que se clava como una flecha directa al corazón de quienes dudan del poder del individuo
Está visto que el Lambo es un objeto que, como una masa dentro de un campo gravitatorio, modifica todo el campo social a su alrededor. Un objeto, además, muy presente en el scroll cotidiano de millones de jóvenes. Pero, en la vida fuera de las pantallas, son muy pocos los que se han sentado al volante de uno y han podido comprobar qué se siente al arrancarlo –en España, entre 2011 y 2023 se han matriculado 264, según recoge Statista–.
¿Es tan especial? Joan Dalmau ha conducido muchos supercoches, incluidos todos los últimos lanzamientos de la marca italiana. Después de años como probador, estas son sus impresiones: “Las pruebas de coches de superlujo te dejan siempre tres sensaciones. La primera es lo apasionante que resulta la tecnología y hasta dónde puede llegar. Esta es la positiva. Las otras dos no lo son tanto. Siempre tienes ganas de devolverlos enseguida. Coches increíbles, sí, pero nada adaptados a un uso habitual: es fácil rascar, golpear, son una cruz para aparcar... Además, cuando llevas 200 o 300 mil euros entre manos, quieres quitártelos de encima rápido, por lo que pueda pasar. Y la última es pensar: ¿Hacen falta? ¿Realmente es necesaria esta exhibición de tecnología para un objeto que sirve esencialmente para transportarnos y cuyas limitaciones de uso son tan grandes? Es evidente que se puede decir lo mismo de un yate, de un reloj de un millón de euros, de un traje caro o de una suite de superlujo. No hacen falta”. Es una buena conclusión.