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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Cifuentes siempre mintió así

24 de enero de 2021 21:54 h

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En el banquillo de los acusados, Cristina Cifuentes contó una versión de los hechos realmente peculiar. Reconoció que nunca fue a clase. Que nunca fue a los exámenes. Que se matriculó fuera de plazo, cuando el primer trimestre ya había concluido. Que jamás conoció a sus profesores, ni habló nunca con ellos. Que solo se comunicó con el fallecido catedrático Enrique Álvarez Conde, al que mandaba unos supuestos trabajos académicos por cada asignatura. Que no guarda copia de ninguno de estos trabajos porque los enviaba en papel y a través de mensajero (en el año 2012 ya se había inventado el email). Que terminó el curso y ni siquiera preguntó por sus notas, ni supo de ellas hasta varios años después. 

La Universidad, según Cristina Cifuentes, es un lugar mágico y especial, donde ocurren estas cosas, que a cualquiera que realmente haya estudiado le parecen de aurora boreal. Pero a Cifuentes nada de todo esto le extrañó. “No me sorprendió porque había otras universidades que utilizaban sistemas parecidos para los alumnos que trabajaban”, asegura sin que le crezca la nariz. 

Como imputada, Cristina Cifuentes tiene derecho a mentir. 

Ante el juez, Cifuentes también sostuvo algo difícil de creer: que realizó ese trabajo de fin de máster que hoy sigue sin aparecer. Y que lo presentó ante varias personas, el 2 de julio de 2012. 

No hay rastro de él, por ningún sitio. La Universidad no lo encuentra, Cifuentes no lo encuentra, no está el acta en el registro académico ni tampoco apareció en las notas hasta que una funcionaria cambió un “no presentado” por un “notable”, varios años después. No aparece un solo rastro, tampoco del tribunal que lo examinó. No hay más prueba de que ese trabajo existiera que un supuesto apunte en la agenda electrónica de Cifuentes, que la expresidenta de Madrid aportó en el juzgado hace solo una semana: casi tres años después de que arrancase la investigación.

Hasta el viernes, frente al tribunal, Cifuentes decía que el 2 de julio de 2012 realizó la defensa de su trabajo (“en el que por cierto saqué notable”). Ahora admite que no fue así, que ese día fue a llevar el trabajo a la Universidad y, delante de unas personas que no sabe quiénes son, expuso “unas líneas generales”. Cristina en la Universidad de las maravillas no está siquiera segura de que esa gente –a este paso, unos bedeles que se encontró por allí– fueran el tribunal que la evaluó.

Es algo realmente difícil de creer. Porque las profesoras que supuestamente la examinaron ya han admitido ante la justicia que la defensa de ese trabajo de fin de máster nunca existió. Y si no fueron ellas, y tampoco recuerda haber evaluado a Cifuentes ningún otro profesor de ese máster, ¿ante quienes se examinó la ya entonces muy conocida delegada del Gobierno? Si realmente esa evaluación de su trabajo de fin de máster se realizó, ¿cómo es posible que solo Cifuentes lo recuerde? Y si había presentado ese trabajo en esa fecha, ¿por qué pagó meses después una tasa universitaria para poder volverse a examinar? ¿Por qué aparecía como suspensa en el sistema informático de la Universidad? ¿Y por qué no intentó siquiera retirar el título hasta varios años después?

Esa tasa que Cifuentes pagó para poder presentar su trabajo de fin de máster al curso siguiente es un acto voluntario: no una domiciliación. No se puede pagar por error, salvo que la alumna así lo pida.

Que Cifuentes realmente presentara su trabajo de fin de máster es tan inverosímil como que una funcionaria de la Universidad –como es la expresidenta– se crea que los títulos de máster se aprueban así; colorear sin salirse de la línea requiere un esfuerzo académico mayor. 

Cifuentes, bien aconsejada por sus abogados, se ha enrocado en su única defensa jurídica posible. Se juega tres años de cárcel. Y no parece tener más que dos caminos: la absolución o la prisión. Porque el delito del que le acusan tiene una pena mínima de tres años y no hay ningún atenuante que a ella se le pueda aplicar. Por eso declaró lo que declaró. 

A Cristina Cifuentes no se la juzga por recibir un máster regalado. Como expliqué la semana pasada, esa parte del proceso judicial ya se archivó, tras el carpetazo del Tribunal Supremo a la investigación a Pablo Casado. 

Cifuentes solo está acusada de participar en la falsificación de esa acta de evaluación de su trabajo de fin de máster con la que intentó desmentir la información de elDiario.es sobre su máster fraudulento. Con ella, se sientan en el banquillo dos personas más: la autora confesa de la falsificación, Cecilia Rosado, y la asesora del Gobierno de Cifuentes que supuestamente la presionó para que falsificara ese papel, Maite Feito.

Es bastante injusto. Pero de las tres investigadas la única que sabemos que casi con seguridad será condenada es la que menos responsabilidad tiene de todo lo que pasó en el Instituto de Derecho Público de la Universidad Rey Juan Carlos: la profesora Cecilia Rosado, la empleada en precario a la que el catedrático Enrique Álvarez Conde presionó para que falsificara el acta, la única que ha reconocido la verdad. Su condena se da por hecha, pues ha confesado. No entrará en la cárcel porque esa confesión es un atenuante, como también lo es la presión que recibió por parte de su jefe. Pero Rosado probablemente acabará con antecedentes penales y será inhabilitada. Sin embargo, tanto Feito como Cifuentes es fácil que se puedan librar.

Hay dos vías por las que Cifuentes podría ser condenada. La primera, que el juicio demuestre que esas presiones que sin duda recibió Cecilia Rosado partieron de la propia expresidenta de Madrid. Tal vez ocurrió así, tal vez no, pero es improbable que eso se pueda demostrar después de la declaración de Maite Feito, que exculpa a Cifuentes. Y con la muerte de Álvarez Conde, que falleció hace dos años, esas presiones para falsificar el acta son más difíciles de probar. 

Pero hay otra vía judicial que puede llevar a la condena de Cifuentes: que el juicio acredite que la expresidenta de Madrid sabía a ciencia cierta que esa acta era falsa cuando la exhibió. Porque la jurisprudencia del Tribunal Supremo explica que tan culpable de una falsedad documental es quien falsifica el documento como quien hace uso de él a sabiendas de su falsedad.

Cifuentes sin duda se benefició de ese documento falsificado, con el que intentó desmentir la investigación de elDiario.es para salvar su carrera política. Si se demuestra que Cifuentes sabía que esa acta era falsa –porque no hizo el trabajo de fin de máster–, sería condenada. Aunque no se pueda probar que fue ella quien ordenó la falsificación. 

En los juzgados se debe demostrar la culpabilidad, no la inocencia. Por eso Cifuentes no tiene que probar que esa inverosímil defensa de su trabajo de fin de máster existió. Es al contrario: es la acusación quien debe demostrar que ese hecho no ocurrió y que por tanto la expresidenta de Madrid sabía a ciencia cierta que ese papel con el que intentó desmentir a elDiario.es era falso. 

Cifuentes también utilizó esa acta falsa en su “querella criminal” contra Raquel Ejerique y contra mí. Lo hizo para salvar su carrera política, y también para intentar llevarnos a prisión. 

El pasado jueves, la jueza archivó nuestra imputación. Después de más de dos años bajo la amenaza de una condena a cárcel, la justicia nos ha dado la razón. Hicimos nuestro trabajo, y cumplimos con la legalidad. 

Estos días, Raquel y yo hemos hablado mucho sobre todo lo que ocurrió. Y sobre el desenlace final de esta historia, que pronto se conocerá. Es una sensación agridulce; ambos creemos que Cifuentes probablemente será absuelta. Y sea cual sea la sentencia, las principales víctimas no se verán compensadas por la Justicia: son todos esos alumnos que sí fueron a clase y se esforzaron para lograr un título que otros recibieron sin merecerlo. 

Pero también creemos que algo sí logramos, y lo de menos es que Cifuentes pueda acabar en prisión. Pusimos la lupa del periodismo sobre la universidad, y estamos seguros de que esta investigación ayudó a mejorar el sistema público. Dudo que otro político vuelva a recibir un título regalado. Y a pesar de que esta investigación nos ha costado muchas noches sin dormir y más de dos años imputados a penas de cárcel, ha merecido la pena. Lo volveríamos a hacer.

En el banquillo de los acusados, Cristina Cifuentes admitió todas y cada una de las informaciones que hace tres años publicamos en elDiario.es: todas las irregularidades y tratos de favor que durante meses negó. 

Con todo lo que hoy sabemos, con todo lo que ella misma declaró ante el juez, les invito a que repasen este vídeo. Es del 26 de marzo de 2018. Fue el día en que ella anunció la querella contra elDiario.es.

Cifuentes tiene derecho a mentir, como lo tienen todos los imputados para defenderse de una acusación penal. Pero no tenía derecho a hacerlo como presidenta de la Comunidad de Madrid.

Cuesta encontrar a alguien que mienta así de bien. 

En el banquillo de los acusados, Cristina Cifuentes contó una versión de los hechos realmente peculiar. Reconoció que nunca fue a clase. Que nunca fue a los exámenes. Que se matriculó fuera de plazo, cuando el primer trimestre ya había concluido. Que jamás conoció a sus profesores, ni habló nunca con ellos. Que solo se comunicó con el fallecido catedrático Enrique Álvarez Conde, al que mandaba unos supuestos trabajos académicos por cada asignatura. Que no guarda copia de ninguno de estos trabajos porque los enviaba en papel y a través de mensajero (en el año 2012 ya se había inventado el email). Que terminó el curso y ni siquiera preguntó por sus notas, ni supo de ellas hasta varios años después. 

La Universidad, según Cristina Cifuentes, es un lugar mágico y especial, donde ocurren estas cosas, que a cualquiera que realmente haya estudiado le parecen de aurora boreal. Pero a Cifuentes nada de todo esto le extrañó. “No me sorprendió porque había otras universidades que utilizaban sistemas parecidos para los alumnos que trabajaban”, asegura sin que le crezca la nariz.