Acaba de salir de la imprenta el número tres de nuestra revista Cuadernos. Este monográfico está dedicado a los partidos políticos: al deterioro de su imagen y credibilidad. Si te haces socio de eldiario.es antes de que termine el fin de semana, recibirás gratuitamente en tu casa este número en el que, entre otros, escriben Guillem Martínez, Pere Rusiñol, Joan Subirats, Olga Rodríguez, Isaac Rosa, Carlos Elordi, Rosa María Artal, June Fernández, Javier Gallego, José Fernández Albertos o Rafael Reig. A modo de introducción, os ofrezco el artículo que he escrito yo.Si te haces socio de eldiario.es
Las contradicciones de los partidos
Su crisis es evidente. Ni siquiera los propios partidos la niegan: nunca antes los ciudadanos han confiado menos en ellos y aparecen en las encuestas como uno de los mayores problemas de la sociedad. Su imagen está bajo mínimos, tienen un enorme problema de credibilidad y no son pocos los políticos que se enfrentan, a diario, con abucheos en casi cualquier lugar al que acuden.
Es cierto que hay partidos y partidos, y que aquellos que defienden que “todos los políticos son iguales” suelen apoyar a los peores. Pero es un error pensar, como algunos prefieren creer, que esta crisis de los partidos es solo un subproducto de la crisis económica: que cuando el paro baje y suba el PIB, todo volverá a la normalidad. No tiene pinta de que vaya a ser así.
El deterioro de las instituciones es tan profundo que no solo la recuperación económica bastará para recuperar la confianza de unos ciudadanos cuyas convicciones democráticas, sin embargo, no están en duda: el apoyo a la democracia representativa alcanza máximos históricos. Es el funcionamiento y la calidad de esa democracia lo que está en cuestión, empezando por sus cimientos: por los partidos. Su crisis responde a una larga lista de contradicciones, de problemas que hace años que están ahí, pero que ahora ya no se pueden obviar.
1. La democracia se levanta sobre organizaciones muy poco democráticas.
Artículo número 6 de ese famoso papel mojado al que llamamos Constitución: “Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política (...) Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”. ¿Democráticos? ¿Cómo de democrática fue la elección de Mariano Rajoy por José María Aznar, o de Aznar por Manuel Fraga, al frente del Partido Popular? ¿Tiene sentido que la mayoría de los partidos representados en el Parlamento elijan sus listas con procedimientos opacos, donde suele ser la dedocracia quien decide los candidatos?
Los pocos partidos que mantienen algo de democracia interna para escoger a sus dirigentes suelen utilizar para ello métodos más propios del siglo XIX que del XXI. En tiempos del tren a vapor o de la clandestinidad, tenía sentido que los congresos de los partidos se decidiesen por medio del voto indirecto, nombrando delegados por cada agrupación que después se reunían para, entre unos pocos, elegir al líder. Pero, en los años de Internet, ¿qué sentido tiene que los máximos dirigentes de los partidos no sean votados de forma directa por los militantes o incluso simpatizantes? ¿Hay alguna ventaja objetiva de este método de elección indirecta, aparte de la capacidad que otorga a los dirigentes de un partido para mantener el control de la organización incluso contra el criterio de sus bases?
Los argumentos de aquellos que se oponen a las primarias no suelen ser muy distintos a los que, en tiempos, otros presentaban contra la democracia: el riesgo del populismo, la división interna, el exceso de personalismo... A algunos solo les falta decir aquella frase tan rancia de “no confundir la libertad con el libertinaje”. Pero como bien explica el sociólogo Ignacio Urquizu en esta misma revista, en el fondo de lo que hablamos es de algo tan sencillo como creer o no creer en la democracia como método de trabajo, no solo como herramienta para la alternancia en el poder. Es una cuestión de principios (o de ausencia de ellos).
2. Los partidos gestionan la representación, pero lo hacen con un sistema electoral no muy representativo.
Probablemente la capacidad transformadora que algunos atribuyen a la reforma electoral es exagerada. Un sistema estrictamente proporcional no vacuna contra el despotismo y la corrupción. Como recuerda Carlos Elordi, Italia es un ejemplo de un modelo electoral proporcional casi puro... que ha provocado más problemas que bendiciones a los italianos. Sin embargo, es también cierto que el diseño de un modelo creado desde el búnker franquista –lo explica en estas páginas Pere Rusiñol– es hoy percibido como injusto por una gran parte de la sociedad. Y con razón. El sistema prima a los dos grandes partidos, es relativamente positivo para los nacionalistas periféricos y penaliza a las minorías dispersas. Provoca el voto a la contra, en vez del voto a favor. De hecho, es probable que en las próximas elecciones generales veamos un importante retroceso en las urnas de los dos grandes partidos que, sin embargo, no será para tanto en su representación en el Congreso, gracias a la ley electoral. Si esta ley es hoy injusta, en una situación como la que ahora pronostican las encuestas lo sería aún más.
3. Los partidos son los intermediarios de la soberanía popular en un momento en el que la intermediación declina.
¿Cómo saber qué quiere el pueblo? La actual democracia es la respuesta tecnológica de la era de la imprenta a esa pregunta. Los ingredientes eran dos: un censo electoral –algo complicado de conseguir en los tiempos preinformáticos– y una caja llamada urna donde depositar el voto. Era un proceso caro y complejo: por eso no salía a cuenta votar a todas horas. Pero hoy en día, en los años de Internet y las redes sociales, la tecnología permite otras opciones para resolver esa misma pregunta: encuestas en tiempo real, democracia más participativa, sistemas de debate virtual... Pensar que la democracia representativa, tal y como hoy la conocemos, no va a seguir evolucionando para dar aún más voz a los ciudadanos es tan ingenuo como creer que hemos llegado al final de la historia. “¿Habrá partidos? Es como preguntar si habrá universidades o periódicos en el futuro”, analiza el catedrático en ciencia política Joan Subirats. “Lo que imaginamos es que habrá espacios educativos y espacios informativos”, y también organización e ideas en la política, que probablemente se parezcan tan poco a los partidos como los políticos de hoy al conde de Romanones.
4. El control sobre sus finanzas está en manos de los supuestamente controlados.
¿Quién vigila a los vigilantes? En el caso de España, nadie. Es la mano izquierda quien fiscaliza a la derecha, bajo las ordenes de un mismo cerebro. Son los propios partidos quienes nombran a los miembros del Tribunal de Cuentas que examinan su contabilidad. ¿El resultado de esa dependencia casi jerárquica? A la vista está. El Tribunal de Cuentas entrega sus informes con cinco años de retraso, justo el plazo en el que prescribe el delito de financiación ilegal. Sus investigaciones nunca han encontrado ni uno solo de losgrandes escándalos de corrupción. Ni los sobres de Bárcenas, ni la Gürtel, ni el Palau, ni Nöos ni los Eres de Andalucía han sido descubiertos por este inútil órgano de control que está capturado por sus supuestos vigilados. ¿La solución? Basta con mirar al extranjero: consiste en crear organismos formados por personas realmente independientes del poder político, nombrados por mayorías cualificadas, con mandatos irrevocables y también no renovables. Es lo que hacen en Francia, donde –por ejemplo– las cuentas de la campaña del expresidente Nicolas Sarkozy han sido rechazadas; esto implica que su partido perderá gran parte de sus subvenciones oficiales. Se trata de la contabilidad de 2012. En España, no sabremos cómo fueron las cuentas de los partidos en ese año hasta 2017, con suerte. Y si aparece alguna irregularidad, no habrá tampoco una durísima sanción.
5. Nunca antes ha sido más necesaria la política, nunca antes ha sido más débil.
La crisis de los partidos y de la intermediación llega en mitad de la tormenta perfecta, especialmente en la Europa intervenida: cuando fracasa el estado nación, superado por la globalización de los mercados y por mantas, como el euro, que solo abrigan la cabeza o los pies, pero no las dos cosas a la vez. El economista Dani Rodrik lo plantea como un «trilema». Democracia, Estado nación y globalización: elige dos de tres. Puedes ser un Estado nación globalizado, como China. O un país formalmente democrático y globalizado, pero sin soberanía económica, como es España hoy. Los ciudadanos exigen a los políticos soluciones y quedan después frustrados al descubrir que dan igual las urnas porque las decisiones transcendentales sobre sus vidas, que son siempre económicas, se toman muy por encima de sus cabezas. La soberanía está hoy más allá del Congreso: en organismos tecnócratas, como el Banco Central Europeo, o en parlamentos donde los españoles no votan, como el alemán. ¿La solución? Sin duda pasa por más política, una capaz de plantar cara a los mercados, y también por elevar la soberanía a un mayor ámbito de decisión; tal vez a una Europa verdaderamente unida y donde todos los ciudadanos, griegos o alemanes, cuenten con los mismos derechos. Pero la política está atrapada en una espiral que la debilita, precisamente por no poder resolver esta situación. Solo Angela Merkel consigue sobrevivir a la crisis del euro, precisamente porque en el epicentro de la tormenta es el único sitio donde el viento parece estar en calma.
6. La llave de la reforma la tienen los mismos que, si hay reforma, serían desahuciados.
¿Quién tiene en España el poder para refundar la política, los partidos, las instituciones? Precisamente la generación de la Transición, la que aún ocupa el poder político y económico, la que nos ha llevado hasta aquí. ¿El mayor símbolo? El rey, y su tan real como metafórica enfermedad: una infección en la prótesis que le impide caminar.
7. Pedimos mejores políticos, despreciamos a todo aquel que se involucra en la política.
“No le digas a mi madre que soy diputado, ella piensa que soy pianista en un burdel”, bromean algunos parlamentarios. Los hay honestos y se quejan, con razón, del discurso antipolítico que les presenta a todos ellos como receptores de sobres y privilegios, como aprovechados con pensión vitalicia que nunca se bajan del coche oficial. Las falacias sobre ellos se extienden –como ese bulo de que España es el país europeo con más políticos–, y se pueden convertir, poco a poco, en profecías autocumplidas: si todos los políticos aparecen ante la sociedad como corruptos y mangantes, solo quienes sean así tendrán incentivos para continuar.
8. Los políticos no vienen del extranjero.
Hay un académico sueco, Bo Rothstein, que ha encontrado una relación bastante directa entre el nivel de corrupción que hoy tienen los países y su nivel educativo de 1870. La historia va muy deprisa, pero algunas de sus dinámicas son a cámara lenta. En el caso de España, hablamos de un Estado que solo consiguió acabar con el analfabetismo hace apenas 40 años, casi un siglo más tarde que los países del norte de Europa con los que hoy nos queremos comparar. Nuestro porcentaje de universitarios es hoy alto, pero el factor que más influye en la educación sigue siendo el nivel educativo de las familias: cuántos libros había en la estantería del salón de sus padres. La herencia de un siglo XIX para olvidar y un siglo XX derrotados por una dictadura aún se nota, y mucho, en la España de hoy. Fenómenos antropológicos como el de Carlos Fabra, en Castellón, demuestran que el caciquismo jamás se marchó.
La responsabilidad es compartida: es del partido, del político. Y también de la sociedad, que tolera o incluso premia electoralmente la corrupción, que permite la mentira en el Parlamento o que se acostumbra a esa trampa argumental que intenta igualar la responsabilidad política con la responsabilidad penal; como si el único motivo que justifica una dimisión en política fuese la entrada en prisión. ¿Mejores partidos? Claro que sí. ¿Mejores políticos? Por supuesto. Pero para eso hacen falta ciudadanos comprometidos, que hagan algo más que quejarse en Twitter o en la barra del bar.