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El Gobierno de la puerta giratoria

A su manera, el Consejo de Ministros de Rajoy mantiene su coherencia. El ministro de Economía, Luis de Guindos, fue presidente en España de la quebrada Lehman Brothers. El de Hacienda, Cristóbal Montoro, fue dueño de una asesoría que ayudaba a sus clientes a pagar pocos impuestos. El de Defensa, Pedro Morenés, se dedicaba a vender bombas de racimo a ese mismo ejército sobre el que hoy manda. La de Empleo, Fátima Báñez, sólo ha trabajado en cargos políticos. La de Sanidad, Ana Mato, viajaba a Disneylandia en clase Gürtel, sin copago alguno. ¿Y la nueva ministra de Agricultura y Medio Ambiente, Isabel García Tejerina? Fue directiva de una empresa condenada por un delito ecológico, Fertiberia. Allí trabajó a sueldo de Juan Miguel Villar Mir, el mismo empresario que está imputado por la Audiencia Nacional en el caso Bárcenas por sus donaciones irregulares al partido que hoy gobierna.

Mariano Rajoy, a su manera, ha llevado el concepto de la puerta giratoria a una nueva dimensión, ese universo donde lo público se privatiza mientras se nacionalizan las pérdidas. A ambos lados de la fiesta siempre aparecen los mismos nombres, los mismos intereses. Quienes hoy legislan, contratan, privatizan o subvencionan trabajaban ayer (y mañana trabajarán) para esas mismas empresas sobre las que se supone que gobiernan. Es un viaje de ida y vuelta, cuyo billete –en primera– paga el ciudadano medio. El interés general se prostituye, y ni siquiera se respetan las pocas incompatibilidades que aparecen en las leyes.

El ejemplo más reciente lo protagoniza Miguel Arias Cañete. El hoy candidato del PP mintió ante el Congreso. Lo hizo por escrito. Lo hizo dos veces. Durante casi ocho años, ocultó en su declaración de bienes ante el Parlamento que la empresa que presidía, una compañía petrolífera, mantenía varios contratos con la Administración. Y esa misma empresa, que ahora preside su cuñado y de la que Arias Cañete sigue siendo accionista, opta hoy a una concesión pública valorada en 600 millones de euros anuales. Y no pasa nada.

Mientras tanto, la mayoría del PP en el Congreso se entretiene con una comisión sobre la regeneración democrática como si fuese un gran gato con un ovillo de lana. Dos ponentes invitados recuerdan ante el Parlamento que el emperador va desnudo y algunos diputados ponen mala cara ante sus propuestas. Plantear en el Congreso cosas tan obvias como que el Tribunal de Cuentas tendría que ser independiente, que la banca no debería poder condonar deudas a los partidos, que habría que prohibir las donaciones anónimas…, se ha convertido en un discurso casi revolucionario. La transparencia y la separación de poderes hoy son ideas antisistema.

A su manera, el Consejo de Ministros de Rajoy mantiene su coherencia. El ministro de Economía, Luis de Guindos, fue presidente en España de la quebrada Lehman Brothers. El de Hacienda, Cristóbal Montoro, fue dueño de una asesoría que ayudaba a sus clientes a pagar pocos impuestos. El de Defensa, Pedro Morenés, se dedicaba a vender bombas de racimo a ese mismo ejército sobre el que hoy manda. La de Empleo, Fátima Báñez, sólo ha trabajado en cargos políticos. La de Sanidad, Ana Mato, viajaba a Disneylandia en clase Gürtel, sin copago alguno. ¿Y la nueva ministra de Agricultura y Medio Ambiente, Isabel García Tejerina? Fue directiva de una empresa condenada por un delito ecológico, Fertiberia. Allí trabajó a sueldo de Juan Miguel Villar Mir, el mismo empresario que está imputado por la Audiencia Nacional en el caso Bárcenas por sus donaciones irregulares al partido que hoy gobierna.

Mariano Rajoy, a su manera, ha llevado el concepto de la puerta giratoria a una nueva dimensión, ese universo donde lo público se privatiza mientras se nacionalizan las pérdidas. A ambos lados de la fiesta siempre aparecen los mismos nombres, los mismos intereses. Quienes hoy legislan, contratan, privatizan o subvencionan trabajaban ayer (y mañana trabajarán) para esas mismas empresas sobre las que se supone que gobiernan. Es un viaje de ida y vuelta, cuyo billete –en primera– paga el ciudadano medio. El interés general se prostituye, y ni siquiera se respetan las pocas incompatibilidades que aparecen en las leyes.