Opinión y blogs

Sobre este blog

La herencia de la lectura

16 de enero de 2024 22:25 h

0

De todo lo que aprendí de mis padres hay algo que siempre agradeceré: la pasión por la lectura, el hábito de leer. Fue un enorme privilegio, que determinó mi vida y que hasta mucho tiempo después no valoré. Mi madre y mi padre leían a todas horas, así que seguí leyendo yo también. Lo que había por casa para un chaval como era yo –Los Cinco, Los Siete Secretos, las novelas de Sherlock Holmes…– y también lo que sacaba del bibliobús, que llegaba a mi pueblo una vez por semana y donde solo podías coger prestado un tebeo por cada dos libros sin dibujos. Y así la letra fue entrando, edulcorada con los Asterix, los Blueberry, los Superlópez, los Mortadelo, los Tintín y los Lucky Luke. Era una infancia donde no había Internet, ni apenas videojuegos, ni dibujos animados fuera del horario infantil, ni nada en el ocio a mi alcance que pudiera ni lejanamente competir con los mundos increíbles de Emilio Salgari, de Michael Ende, de Arthur C. Clarke o de Isaac Asimov. 

Sobre aquellas lecturas de la infancia construí mi gusto literario posterior. Fue una evolución inevitable y hasta lógica, como una tabla de multiplicar. De los Cuentos de la Taberna del Ciervo Blanco, de C. Clarke, pasé a El Aleph, de Jorge Luis Borges. Y de los cuentos de Borges a los de Ted Chiang. De Salgari a Jack London y, de ahí, a La isla del tesoro. De Robert Louis Stevenson al Relato de un náufrago de Gabriel García Márquez y, desde ahí, a Cien años de soledad

De joven también descubrí que no hay conocimiento sin letra escrita, que sin el hábito de la lectura es muy difícil el pensamiento abstracto, o la imaginación. Aún me sigue pasando, ¿a quién no? Nada abre más la mente que la palabra escrita. Y viceversa: tampoco sé ordenar mis pensamientos sin antes sentarme a escribir.

Ahora, el padre soy yo. Dos niños. El mayor tiene 14 años y logré engancharle a los libros gracias a Michael Ende –empezando por Jim Botón y Lucas el maquinista–, pero sobre todo al maravilloso Harry Potter de J. K. Rowling. Desde ahí, ya voló él, en una escoba mágica aún más difícil, porque por su atención compiten los Youtube y los TikTok. De Hogwarts saltó a Ready Player One, de Ernest Cline, a El Juego de Ender, de Orson Scott Card, a Proyecto Hail Mary de Andy Weir… Prohibirle tener móvil hasta hace muy poquito también ayudó. La única pantalla permitida de lunes a viernes era su libro electrónico: ni tele ni ordenador.

Con el pequeño –año y medio– solo acabo de empezar. Con cuentos ilustrados donde lo que más le emociona es descubrir a cada gato que hace “miau” y a cada perro que hace “guau guau”. Y ojalá esta herencia que me dejaron mis padres y que ahora lego a mis hijos llegue a mis nietos después, si es que los tengo alguna vez. Si es que el libro existe para entonces, que quiero pensar que sí. Y ojalá ninguno de ellos se parezca en lo más mínimo a Donald Trump, que presume –en su ignorancia– de no leer. 

“Si no quieres ser como estos, lee”, que decían en La bola de cristal.

De todo lo que aprendí de mis padres hay algo que siempre agradeceré: la pasión por la lectura, el hábito de leer. Fue un enorme privilegio, que determinó mi vida y que hasta mucho tiempo después no valoré. Mi madre y mi padre leían a todas horas, así que seguí leyendo yo también. Lo que había por casa para un chaval como era yo –Los Cinco, Los Siete Secretos, las novelas de Sherlock Holmes…– y también lo que sacaba del bibliobús, que llegaba a mi pueblo una vez por semana y donde solo podías coger prestado un tebeo por cada dos libros sin dibujos. Y así la letra fue entrando, edulcorada con los Asterix, los Blueberry, los Superlópez, los Mortadelo, los Tintín y los Lucky Luke. Era una infancia donde no había Internet, ni apenas videojuegos, ni dibujos animados fuera del horario infantil, ni nada en el ocio a mi alcance que pudiera ni lejanamente competir con los mundos increíbles de Emilio Salgari, de Michael Ende, de Arthur C. Clarke o de Isaac Asimov. 

Sobre aquellas lecturas de la infancia construí mi gusto literario posterior. Fue una evolución inevitable y hasta lógica, como una tabla de multiplicar. De los Cuentos de la Taberna del Ciervo Blanco, de C. Clarke, pasé a El Aleph, de Jorge Luis Borges. Y de los cuentos de Borges a los de Ted Chiang. De Salgari a Jack London y, de ahí, a La isla del tesoro. De Robert Louis Stevenson al Relato de un náufrago de Gabriel García Márquez y, desde ahí, a Cien años de soledad