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La justicia alemana desnuda al Tribunal Supremo español

Cuando Carles Puigdemont fue detenido hace tres meses en la autopista A7 de Alemania, entre los pueblos de Shuby y Jagel, la decisión sobre su extradición quedó en manos de un tribunal. El que tocaba. El más cercano. El que rige para esa región federada alemana. El tribunal de Schleswig-Holstein, a apenas media hora de allí.

Si a Puigdemont le hubieran detenido en esa misma autopista una hora antes o una hora después, habría sido un tribunal distinto y otros jueces quienes habrían tenido que decidir. Porque en Alemania –y se supone que en España también– rige un principio jurídico esencial: el derecho al juez natural. Que a cualquier acusado le debe juzgar el tribunal predeterminado por la ley, el que le toca, no el que prefiere el Gobierno o el rey. Es un derecho humano fundamental y que sirve para evitar abusos obvios. Es una de los principios básicos para un juicio justo. Un juicio justo que, en el caso del independentismo, no parece estar garantizando el sistema judicial español.

En España, el principio del juez natural también está en nuestra Constitución. Artículo 24 punto 2: el derecho al “juez ordinario predeterminado por la ley”. Algo que entra en clara contradicción con la existencia de un tribunal nada ordinario, la Audiencia Nacional, que no tiene equivalentes en la justicia europea y que toma muchas de las decisiones más sensibles.

En la Audiencia Nacional solo hay seis juzgados centrales de instrucción. Solo seis jueces por los que pasan los sumarios más delicados del país. Que sean solo seis es lo contrario a una garantía de independencia. Es una garantía para el poder, porque es más fácil presionar a seis jueces, mover las sillas de seis jueces, promover o castigar a seis jueces, que controlar los cientos de jueces ordinarios del país.

Entre otros asuntos importantes, de Estado –como el terrorismo, los 'peligrosos tuiteros' o la lucha contra los grandes delitos económicos de la corrupción–, la Audiencia Nacional es también el tribunal que decide en España sobre las extradiciones. Si hubiera sido al revés, y un prófugo de la justicia alemana fuese detenido en el kilómetro 180 de la A6, habría sido la Audiencia Nacional, y no un juez de Tordesillas, quien sentenciara si le mandamos a Alemania o se queda aquí.

¿Qué habría pasado con Puigdemont si la decisión sobre su extradición la hubiera tomado una Audiencia Nacional alemana sobre la que Angela Merkel hubiera tenido herramientas con las que presionar? No lo sabemos. Pero es posible que algo diferente a lo que acaba de ocurrir.

La decisión de la justicia alemana sobre la extradición de Carles Puigdemont desnuda al Tribunal Supremo y por extensión al sistema judicial español. El tribunal de Schleswig-Holstein no ve por ningún sitio ese delito de rebelión para el que se necesita un alzamiento armado y violento que no existió. El fallo de este tribunal dinamita toda la estrategia del juez Pablo Llarena, toda su instrucción, y pone aún más en entredicho una acusación exagerada, la de rebelión, que, en toda Europa, solo juzgados tan politizados como la Audiencia Nacional o el Tribunal Supremo español logran ver.

Lo ocurrido en el Supremo se entiende mejor cuando se conoce el sistema de elección de jueces que rige en el más alto tribunal español. Al Supremo se llega por decisión directa de los vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) sin ningún concurso de mérito especial. Y a su vez los 20 vocales del CGPJ son nombrados, directamente y a dedo, por las mayorías parlamentarias del Congreso y el Senado. Es decir, al Supremo español solo se llega desde hace muchos años con el apoyo de la mayoría conservadora del CGPJ que nombra a dedo el PP. Con su imprescindible bendición. Somos casi el único país de toda Europa donde la elección de los jueces del Supremo se hace así, casi directamente desde el poder político, sin que prevalezcan los criterios de mérito o experiencia, como ha criticado en varias ocasiones el Consejo de Europa.

El juez Pablo Llarena, por ejemplo. Llegó al Supremo en 2016 tras ser el presidente y portavoz de la APM, la asociación judicial conservadora. Tras liderar la APM, fue ascendido al Supremo con los votos de los vocales nombrados a dedo por el PP. No llevaba una instrucción penal desde hace años.

Cuestión de competencia

Uno de los abusos más claros de todo el proceso penal contra el independentismo reside ahí, en quiénes son los jueces que están decidiendo si los líderes independentistas son culpables o no lo son. En teoría, la competencia sobre los delitos de rebelión y sedición eran en España de las audiencias provinciales, no de la Audiencia Nacional. Este criterio es el que aplicaron cuando Baltasar Garzón intentó investigar los crímenes del franquismo –en el Supremo le dijeron que la rebelión no era cosa suya– o cuando procesaron a los controladores aéreos por sedición –cada uno fue juzgado en su audiencia provincial más cercana a su aeropuerto, no en la Audiencia Nacional–. Pero con el indepentismo catalán, el criterio de la Fiscalía y de los tribunales cambió, y de la Audiencia Provincial de Barcelona se pasó, como por arte de magia, a la Audiencia Nacional.

Más tremendo fue el cambio con el que entró en el baile el Tribunal Supremo. En teoría, a los aforados autonómicos los juzga el tribunal superior de cada autonomía. En el caso de Puigdemont o Junqueras, les debía haber tocado el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, no el Tribunal Supremo, que solo se ocupa de aquellos aforados no autonómicos. Pero el derecho al juez natural, en España, funciona así.

El argumento que utilizaron para pasar este caso al Supremo es que sus presuntos delitos afectan a todos los españoles, no solo a los catalanes. Y es cierto, pero pasa lo mismo con otros muchos delitos que no cambian de juez por esta razón. El verdadero motivo –que no explicaron– es que los tribunales superiores autonómicos están en parte nombrados por los parlamentos autonómicos. Y claro, Puigdemont y los suyos se iban a encontrar en el TSJ catalán con jueces promocionados por sus respectivos partidos. Exactamente igual que ocurre con muchos otros aforados en la politizada justicia española.

P.D. ¿Podría el rey Juan Carlos de Borbón ser investigado por la justicia tras las revelaciones sobre sus negocios y su patrimonio oculto en Suiza que ha confesado su examiga entrañable, Corinna zu Sayn-Wittgenstein? Podría. Probablemente sucedería si esos mismos indicios salpicaran a un ciudadano común. Desde que dimitió como jefe del Estado, el rey emérito perdió su inviolabilidad y tiene que cumplir con las mismas leyes que los demás. Con una diferencia: que es aforado. Y que por tanto solo lo puede juzgar el Tribunal Supremo y aquellos jueces que han sido nombrados por los vocales nombrados a dedo por las mayorías parlamentarias.

¿Y si la decisión de investigar judicialmente al Borbón dependiera de un juez ordinario y que nunca ha recibido ningún favor político, como el juez Castro? Pues probablemente sería otro cantar.

Cuando Carles Puigdemont fue detenido hace tres meses en la autopista A7 de Alemania, entre los pueblos de Shuby y Jagel, la decisión sobre su extradición quedó en manos de un tribunal. El que tocaba. El más cercano. El que rige para esa región federada alemana. El tribunal de Schleswig-Holstein, a apenas media hora de allí.

Si a Puigdemont le hubieran detenido en esa misma autopista una hora antes o una hora después, habría sido un tribunal distinto y otros jueces quienes habrían tenido que decidir. Porque en Alemania –y se supone que en España también– rige un principio jurídico esencial: el derecho al juez natural. Que a cualquier acusado le debe juzgar el tribunal predeterminado por la ley, el que le toca, no el que prefiere el Gobierno o el rey. Es un derecho humano fundamental y que sirve para evitar abusos obvios. Es una de los principios básicos para un juicio justo. Un juicio justo que, en el caso del independentismo, no parece estar garantizando el sistema judicial español.