Lo natural es parir con dolor, morirse antes de cumplir los 30 años, la suciedad, la enfermedad. Lo natural es que uno de cada diez niños no sobreviva al parto, que una de cada veinte madres fallezca al dar a luz. Lo natural es que sólo sobrevivan los más fuertes, que los ciegos no lean. Nada más natural que el sarampión, que el cáncer, que la caries, que la peste, que la malaria.
La lucha contra natura es el verdadero motor de la historia. Es lo que de verdad nos diferencia del resto de los seres vivos: nuestra capacidad para sobrevivir a la naturaleza, por dura que sea, y en cualquier parte del mundo. Por eso hay humanos en el ártico y en el ecuador. La inteligencia es el medio, no el fin: es la forma más útil que han encontrado nuestros genes para perpetuarse, para inmortalizar esa ininterrumpida herencia de ADN que un día consiguió salir del agua, encender el fuego, cincelar sobre piedra la primera palabra, llegar a las estrellas. ¿Jugar a ser dios? Llevamos haciéndolo desde el momento en el que el homo sapiens inventó una herramienta y se convirtió en creador. Porque ningún otro ser vivo había modelado su realidad de tal forma como para que lo humano se convirtiese en la medida de las cosas.
El miedo también es natural, otra estrategia genética de supervivencia. Y de él nace una forma de miedo más refinada, que es la superstición. Veinte siglos de Iglesia Católica nos contemplan en defensa de lo natural, del orden establecido, de la comodidad de los márgenes explorados del conocimiento, del dogma contra la razón. La mala noticia es que vamos para atrás; antes había al menos espacio para la duda. “Porque, no pudiendo en manera alguna la verdad oponerse a la verdad, necesariamente ha de estar equivocada o la interpretación que se da a las palabras sagradas o la parte contraria”, admitía León XIII sobre las contradicciones entre los descubrimientos de la ciencia y la fe católica en su encíclica Providentissimus Deus, en 1893. Un siglo largo después, la doctrina vaticana se ha vuelto mucho más inflexible.
Hace décadas que triunfan en Roma las tesis de la contrarreforma frente al aperturismo del Concilio Vaticano II. Ganaron los que argumentan que la Iglesia Católica retrocede porque cede, que aquellos intentos por acercar a dios a la sociedad son la causa de la pérdida de fieles, que no es la fe la que tiene que adaptarse a los tiempos sino los tiempos los que tienen que detenerse para la fe. Es la montaña la que debe moverse, no Mahoma. La verdad no debe oponerse a la verdad. Y la verdad está en la Biblia, no en la ciencia, sentencia ahora Ratzinger frente a la vieja duda de León XIII.
Toda tecnología lo bastante avanzada es indistinguible de la magia, decía Arthur C. Clarke. Y la magia es la matriz del milagro, por eso fe y ciencia siempre se han llevado mal, porque compiten entre sí en el mercado de la esperanza. El milagro de la vida, su magia, es hoy una tecnología lo bastante avanzada como para que dos mujeres puedan compartir la maternidad natural de un bebé, para que una ponga el vientre y la otra su ADN. Pronto llegará el siguiente paso: que una mujer pueda tener un bebé mezclando su carga genética con el de otra mujer, su pareja, sin necesidad de que intervenga un varón. Ya se ha hecho con ratones. El siguiente salto es aún más alucinante pero no por ello mucho más lejano: a partir de una célula, de un pequeño pedazo de piel, se podrán crear espermatozoides con los que una mujer podría fecundarse a sí misma, sin necesitar el ADN de nadie más. ¿Contra natura? No mucho más que la penicilina o el viaje a la Luna. Sólo cambia nuestra capacidad de asombro.
Lo natural no es bueno por naturaleza, pero tampoco malo. Nada más natural que el ser humano, que su afán diario por aferrarse a la vida. Lo natural es morirse pero también luchar contra la muerte, por eso ahora vivimos casi cien años. Algunos genetistas aseguran que esa fecha de caducidad de los seres vivos, que ese límite a la inmortalidad, responde a una lógica darwinista, pues lo que no muere no evoluciona y hace falta transformarse en abono para dejar sitio a lo nuevo. En el siglo XX bastaron los antibióticos y lavarse las manos para duplicar una esperanza de vida que nadie sabe hasta dónde se puede prolongar en este siglo.
Lo natural también era que un amor durase toda la vida, pero es que antes la vida duraba muy poco. Respondía a una lógica: crear familias lo bastante estables como para proteger a la prole. Lo natural, en cualquier caso, es mucho más simple que un matrimonio: consiste en ese impulso ancestral, grabado a fuego en nuestra herencia genética, que lucha por perpetuar nuestro ADN. Para la naturaleza lo demás es superfluo, accesorio. Lo natural no sabe de peras y manzanas. Lo natural es el amor, aunque las que amen y quieran amar a un hijo, a su hijo, sean dos mujeres enamoradas.
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Este artículo lo escribí en diciembre de 2008 para mi carta del director de los domingos en Público. Esta semana, cuando por fin el matrimonio homosexual es constitucional –contra el criterio homófobo de la Iglesia–, he querido recuperarlo. Hoy sigue pareciendo una buena idea. diciembre de 2008 para mi carta del director de los domingos en Público
Lo natural es parir con dolor, morirse antes de cumplir los 30 años, la suciedad, la enfermedad. Lo natural es que uno de cada diez niños no sobreviva al parto, que una de cada veinte madres fallezca al dar a luz. Lo natural es que sólo sobrevivan los más fuertes, que los ciegos no lean. Nada más natural que el sarampión, que el cáncer, que la caries, que la peste, que la malaria.
La lucha contra natura es el verdadero motor de la historia. Es lo que de verdad nos diferencia del resto de los seres vivos: nuestra capacidad para sobrevivir a la naturaleza, por dura que sea, y en cualquier parte del mundo. Por eso hay humanos en el ártico y en el ecuador. La inteligencia es el medio, no el fin: es la forma más útil que han encontrado nuestros genes para perpetuarse, para inmortalizar esa ininterrumpida herencia de ADN que un día consiguió salir del agua, encender el fuego, cincelar sobre piedra la primera palabra, llegar a las estrellas. ¿Jugar a ser dios? Llevamos haciéndolo desde el momento en el que el homo sapiens inventó una herramienta y se convirtió en creador. Porque ningún otro ser vivo había modelado su realidad de tal forma como para que lo humano se convirtiese en la medida de las cosas.