“Usted no se da cuenta de que es partícipe y responsable del golpe de Estado que se está perpetrando en España”, le ha dicho Pablo Casado al presidente del Gobierno Pedro Sánchez. La frase es tan brutal como inequívoca. No admite otra interpretación que la evidente. El líder del PP tuvo después la oportunidad de corregir o matizar su acusación, en el propio Parlamento o, más tarde, ante los periodistas. No lo hizo, se reafirmó en sus palabras y frivolizó después ante las críticas, asegurando que el problema es que el Gobierno “tiene la piel muy fina”. “A mí me han dicho cosas peores”, dice Casado. ¿Peores que “golpista”?
El debate político en España está tan deteriorado que la primera tentación ante estas barbaridades es ponerlas al nivel del resto de las ocurrencias del nuevo líder del PP. Otra necedad más, como su discurso patriotero sobre la hispanidad y el “descubrimiento” de América “con capital privado”. Otra improvisación, como cuando acusó a Pedro Sánchez de “ir a Valencia a hacerse fotos” con los inmigrantes del Aquarius; algo que solo pasó en su cabeza. Otro insulto tabernario, como cuando llamó “imbécil” y “subnormal” a uno de los mejores actores de la historia de España, Javier Bardem. Otra de tantas.
Nos hemos acostumbrado a tantas cosas que ya parece normal que el líder de la oposición acuse al presidente de una democracia europea de participar en un golpe de Estado. Luego, aparentemente de la nada, surgen los Trump y los Bolsonaro. Por la misma frivolidad con la que se normaliza el discurso de la extrema derecha.
Y no, Pedro Sánchez no es un golpista. Es el presidente democráticamente elegido por el Parlamento, donde reside la soberanía popular. Llegó a la presidencia por un mecanismo tan constitucional como necesario: una moción de censura. Y si Sánchez es “partícipe” de un golpe de Estado, también se llama golpistas a los 180 diputados que le respaldaron. También serían golpistas, por extensión, los doce millones de votantes a los que representan estos parlamentarios. La mayoría absoluta de la cámara.
También es falso que se esté perpetrando –en presente, en estos mismos momentos– un golpe de Estado en España. O siquiera que lo ocurrido en Catalunya en octubre de 2017 fuese eso.
Un golpe de Estado, según el diccionario de la RAE, es una “actuación violenta y rápida, generalmente por fuerzas militares o rebeldes, por la que un grupo determinado se apodera o intenta apoderarse de los resortes del Gobierno de un Estado”.
Por mucho que se repita, Catalunya, no vivió una rebelión armada y violenta contra el Estado. Sin duda los dirigentes independentistas cometieron presuntos delitos: el más claro, la desobediencia grave a la autoridad, que ellos mismos admiten. Pero ni hubo rebelión ni golpe de Estado, ni los independentistas recurrieron a la violencia. Afortunadamente.
Si tachar de golpistas a los dirigentes independentistas –y por extensión, a casi la mitad de la sociedad catalana– es desmesurado, aún lo es más ampliar la acusación a todo diputado o votante que no sea del PP o de Ciudadanos. Es el discurso de la antiespaña, el que divide el país entre buenos y malos, el del nacionalismo español más excluyente y reaccionario, el mismo que después pide “concordia” y responsabiliza a los demás de “guerracivilismo”.
La acusación de Casado demuestra a las claras qué tipo de oposición quiere poner en marcha el nuevo líder del PP, tan preocupado por el ascenso de Vox que está dispuesto a adelantar al partido de Santiago Abascal por la derecha.
No es una anécdota. No es una bravuconada. “Desde Cánovas del Castillo no ha habido nadie mejor” en el Congreso, dicen desde la dirección del PP. Produciría sonrojo si no diera miedo.
“Usted no se da cuenta de que es partícipe y responsable del golpe de Estado que se está perpetrando en España”, le ha dicho Pablo Casado al presidente del Gobierno Pedro Sánchez. La frase es tan brutal como inequívoca. No admite otra interpretación que la evidente. El líder del PP tuvo después la oportunidad de corregir o matizar su acusación, en el propio Parlamento o, más tarde, ante los periodistas. No lo hizo, se reafirmó en sus palabras y frivolizó después ante las críticas, asegurando que el problema es que el Gobierno “tiene la piel muy fina”. “A mí me han dicho cosas peores”, dice Casado. ¿Peores que “golpista”?
El debate político en España está tan deteriorado que la primera tentación ante estas barbaridades es ponerlas al nivel del resto de las ocurrencias del nuevo líder del PP. Otra necedad más, como su discurso patriotero sobre la hispanidad y el “descubrimiento” de América “con capital privado”. Otra improvisación, como cuando acusó a Pedro Sánchez de “ir a Valencia a hacerse fotos” con los inmigrantes del Aquarius; algo que solo pasó en su cabeza. Otro insulto tabernario, como cuando llamó “imbécil” y “subnormal” a uno de los mejores actores de la historia de España, Javier Bardem. Otra de tantas.