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El PP humilla a Casado por romper la omertá

22 de febrero de 2022 23:00 h

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Dice la Constitución española que la estructura interna y el funcionamiento de los partidos políticos deberán ser democráticos. Muy rara vez ocurre así. Y la última prueba está en el colapso interno que hoy vive la dirección del PP, en cómo están siendo los últimos días de Pablo Casado al frente de esta formación, en los detalles de una operación política puesta en marcha para sacar de Génova, lanzándolo por la ventana, al primer presidente elegido por primarias en el PP.

Todos los anteriores líderes de la derecha, desde que los siete magníficos de la dictadura fundaron Alianza Popular, habían llegado a la presidencia del partido por un mismo método: el digital. El dedo de Fraga eligió a Aznar. El de Aznar, más tarde, a Rajoy. Y con Casado por primera vez se probó a dar voz a los militantes. Un experimento democrático que ha durado muy poquito en el PP.

Es cierto que aquellas no fueron las primarias más perfectas que se recuerdan en la historia de la política mundial. Pablo Casado no fue el más votado, y logró su victoria frente a Soraya Sáenz de Santamaría tras un pacto de perdedores con los delegados de María Dolores de Cospedal. Pero Casado llegó a esa presidencia por un método bastante más democrático que el que ahora están utilizando quienes han decidido que ya no podía seguir al frente del partido ni un día más.

Había una vía estatutaria en el PP para tumbar a su líder: una Junta Directiva Nacional donde los rebeldes sumaran al menos dos tercios de los votos. Había un segundo camino: ganarle en el siguiente congreso ordinario, que, en unos meses, Casado estaba obligado a convocar. Esperar a que los militantes hablaran, y decidieran en libertad.

Pero los conjurados contra Casado han preferido apostar por otro método: un golpe palaciego, con algarada enfrente de la sede del PP incluida, fuego graneado desde los medios de comunicación y una cascada de dimisiones en cadena para forzar su retirada inmediata y absoluta. Su máxima humillación.

A los conjurados tampoco les valía con el camino recto: cumplir con sus estatutos. Porque el objetivo de esta operación no es que hablen los militantes; es bastante dudoso que lleguen a opinar. 

Quien hoy lidera esta operación, Alberto Núñez Feijóo, no quiere otras primarias: busca una coronación. Sin rivales. Y para ello era imprescindible generar este colapso, este hundimiento y esta humillación, que desembocará de manera natural en la elección de un nuevo líder por aclamación.

El método ha sido poco democrático. Los motivos lo son menos aún. Porque este 23 de febrero en el Partido Popular, ese golpe palaciego contra Casado, no llega porque el líder del partido esté incumpliendo desde hace tres años la Constitución, con su bloqueo a la renovación del Poder Judicial. Tampoco por ese comportamiento antipatriótico con el que Casado ha intentado boicotear la llegada a España de los fondos europeos. Ni por su máster regalado. Ni por las enormes dudas sobre sus títulos académicos. Ni por sus permanentes mentiras, empezando por ese “postgrado en Harvard” que acabó siendo un cursillo de cuatro días en Aravaca.

Todo eso el PP se lo perdonó.

Este golpe palaciego tiene otro fondo y otra última causa que ha desencadenado este final. Es la respuesta casi unánime de los principales referentes del partido a la ruptura de la omertá. 

El gran pecado de Pablo Casado, la causa última de su destitución, es que se atreviera a denunciar abiertamente un presunto caso de corrupción. A señalar a Isabel Díaz Ayuso por la comisión que ella misma reconoce que su hermano cobró. Y también a su torpeza: cerrar el expediente 24 horas más tarde de acusar a la presidenta de Madrid. 

La valentía de Pablo Casado en liza contra la corrupción, su compromiso con la limpieza, solo duró un día. Y después se acobardó. 

Es obvio que esa denuncia de Casado contra Ayuso no llegó por un ánimo de regeneración. ¿Habría hecho lo mismo el presidente del PP si el anónimo que recibió Génova hubiera señalado a un dirigente de su cuerda?

Y también hay más motivos para su caída, por supuesto. No es solo la pelea frontal con ese PP de Madrid, podrido desde el tamayazo, donde el propio Casado se crió.

A pesar de la propaganda de esas encuestas que situaban al partido en primera posición –y que difundían los mismos medios que hoy parece que no se las creían tanto–, la realidad es que el PP no iba bien. Que el liderazgo de Casado no cuajaba. Que Vox estaba muy cerca del sorpaso. Y que esa pírrica victoria en las elecciones de Castilla y León no había salido según el plan.

Pablo Casado y su secretario general, Teodoro García Egea, han cometido en estos años multitud de errores y atropellos internos. Han generado un buen montón de incendios en los territorios, y numerosos descontentos. Se han ganado una gran cantidad de enemigos, que hoy les pasan las facturas pendientes. 

También hay ratas, que abandonan el barco cuando se hunde. Que hoy reniegan de su líder solo porque saben que está muerto ya.

Algunas de las jugarretas políticas de esta dirección del PP han sido auténticos éxitos –para sus intereses, quiero decir–. Como la operación de los tránsfugas de Murcia o la voladura completa de Ciudadanos –con la ayuda de un Fran Hervías que, fiel a su ausencia de principios, también se ha apuntado ahora al nuevo bando ganador en el PP–. Otras han salido fatal, como el histórico fiasco del diputado Alberto Casero y su error al votar, que frustró la operación diseñada por Egea con los dos diputados traidores de UPN. 

Hay un universo paralelo donde Alberto Casero no se equivoca con el botón, el PP parte en dos al Gobierno y Casado seguiría fuerte hoy. Ya saben, el efecto mariposa. Pero no es eso lo que ocurrió.

Los detalles que hoy desvela Gonzalo Cortizo de cómo fue la última reunión de su comité de dirección son los de una tragicomedia. Casado y sus apóstoles –trece en total– tomando sándwiches de Rodilla, con más judas que leales a un presidente que solo sabía repetir: “No me lo merezco”, “¡qué es lo que he hecho mal!”.

La rapidez del colapso en apenas unos días demuestra que el desenlace estaba cantado ya. En ausencia de reglas democráticas, se impone la ley de la selva, y nadie aguanta en el poder más de un minuto cuando todos los que le rodean saben que morirá. El miedo de muchos de los suyos a quedarse en el bando perdedor ha acelerado el desenlace. Algunos de los que hoy dimitían a Casado son los mismos que hace menos de una semana –cuando todo empezó– le elogiaban por su valentía frente Ayuso. Otros de los que hoy elogian a Feijóo son los mismos que antes le insultaban. Es la miseria de la política, en su máximo esplendor.

Su despedida en el Congreso –este miércoles, en la sesión de control, con todo su grupo aplaudiéndole después de su traición– muestran un cinismo difícil de superar. Como resume Iñigo Sáenz de Ugarte en esta crónica: El PP esconde los puñales para ovacionar al cadáver de Pablo Casado.

Pero la forma tan humillante en la que el PP ha tirado a la basura a quien fuera su presidente durante tres años y medio tendrá consecuencias. Como las tuvo otro golpe palaciego; el comité federal que mató a Pedro Sánchez el 1 de octubre de 2016.

A diferencia de Sánchez, Casado no cuenta con grandes apoyos entre la militancia o los votantes. No podrá resucitar tras esta aniquilación. Pero eso no significa que lo ocurrido esta semana vaya a salirle del todo gratis al PP.

Este miércoles, Anticorrupción ha abierto una investigación por el contrato de las mascarillas del que cobró el hermano de Ayuso. Si la Justicia, más adelante, le da la razón a Casado, ¿qué dirán quienes hoy le han matado por denunciar esa presunta corrupción?

En las próximas horas, Feijóo dará públicamente el paso que, en privado, ha dado ya. Vendrá a Madrid. Con la intención de quedarse, presidir el partido y presentarse a las elecciones. No quiere ser un líder temporal. 

El gallego no es un rival a despreciar. Tiene más tablas que Casado. Más experiencia que Casado. Más credibilidad que Casado. Su advenimiento no es una buena noticia para Pedro Sánchez y el Gobierno de coalición.

A corto plazo, Feijóo seguro jugará otra carta distinta a la de Casado, la del estadista por encima de la polarización, la del hombre moderado y centrado, la del líder calmado que necesita España frente a la crispación. Por ejemplo: dudo que vaya a mantener el bloqueo del Poder Judicial.

A diferencia de Ayuso, o de Casado, él sí puede robar votos al PSOE. Y su suma con Vox cubre un espectro más amplio que el que, hasta ahora, abarcaba la derecha. Pero, a diferencia de lo que ocurriría con Ayuso, Vox con Feijóo sí crecerá.

Feijóo tendrá que pisar barro, algo que no le gusta. A la Moncloa no va a llegar por el camino elegido para liderar el PP: con otra coronación. Tendrá que pelear, y no está acostumbrado al nivel de navajazos de Madrid. Hoy tiene un pacto de no agresión con Isabel Díaz Ayuso. Pero no está tan claro como parece si ella lo respetará.

Con esta crisis, el PP de Madrid ha demostrado hasta dónde está dispuesto a llegar. Ayuso tiene 43 años y menos de tres en primera división. En este tiempo ha demostrado contar con el suficiente instinto asesino como para traicionar al líder y amigo personal que le dio su gran oportunidad. 

Si le hizo esto a Casado, al que le debía todo, ¿qué no estará dispuesta a hacer frente a Núñez Feijóo?

Dice la Constitución española que la estructura interna y el funcionamiento de los partidos políticos deberán ser democráticos. Muy rara vez ocurre así. Y la última prueba está en el colapso interno que hoy vive la dirección del PP, en cómo están siendo los últimos días de Pablo Casado al frente de esta formación, en los detalles de una operación política puesta en marcha para sacar de Génova, lanzándolo por la ventana, al primer presidente elegido por primarias en el PP.

Todos los anteriores líderes de la derecha, desde que los siete magníficos de la dictadura fundaron Alianza Popular, habían llegado a la presidencia del partido por un mismo método: el digital. El dedo de Fraga eligió a Aznar. El de Aznar, más tarde, a Rajoy. Y con Casado por primera vez se probó a dar voz a los militantes. Un experimento democrático que ha durado muy poquito en el PP.