Pertenezco a una de las primeras generaciones que no ha conocido la guerra en Europa y que pensaba que esto no volvería a ocurrir; aunque ya tuvimos un primer aviso en la década de los noventa con la cruenta guerra civil que desembocó en la desintegración de la antigua Yugoslavia.
Pero hace una semana, Europa y los europeos nos despertamos con el anuncio del regreso de la guerra al continente como si se tratase de un mal sueño. No dábamos crédito a que, a tan solo a tres mil kilómetros, la distancia que separa a Madrid de Kiev, se estuviera produciendo una brutal invasión militar para controlar un país elegido democráticamente e instalar un gobierno autoritario.
La agresión rusa nos ha demostrado que la paz y la democracia hay que cuidarlas día a día. No es una banalidad afirmar que este conflicto es el mayor desafío para Europa en su conjunto y para el orden mundial desde la Segunda Guerra Mundial.
Esta escalada de violencia bien podría llevarnos a la misma situación de amenaza de guerra nuclear de la crisis de los misiles de Cuba en 1962, lo que provocaría una tercera guerra mundial que acabaría con el planeta. Porque Putin, no nos engañemos, no solo aspira a controlar el territorio ucraniano, sino que es el primer paso de una persecución autocrática que aspira a anexionar muchos más territorios vecinos, a muchas más democracias. No en vano, su retórica recuerda mucho a la propaganda que utilizó Hitler para invadir Checoslovaquia.
El grueso de la Comunidad Internacional ha condenado unánimemente la acción de Rusia en contra de la legalidad internacional y ha manifestado su plena solidaridad con el pueblo y el gobierno democrático de Ucrania liderado por Zelensky. Pero en esta contienda entre democracia y autocracia, las palabras de condena deben estar respaldadas por acciones y decisiones políticas de peso. Porque lo que está en juego, más allá de la integridad territorial y la libertad en Ucrania, es la democracia en el mundo, y especialmente en Europa, y la defensa del derecho internacional y del Estado de Derecho. Y siempre velaremos porque la democracia venza.
La deriva autoritaria de Putin no es nueva. En los últimos años ha redibujado sin complejo los mapas. Ha intentado fragilizar la relación trasatlántica y ha dedicado esfuerzos y recursos para tratar de dividir a la UE con fake news y espionaje. Putin pensaba que su ataque premeditado y sin aviso previo nos iba a dividir de nuevo, pero ha provocado el efecto contrario. Europa, y sus aliados en la OTAN, están más unidos que nunca. Y, como sucedió en la crisis sanitaria y económica provocada por la pandemia de la COVID-19, la Unión ha sido capaz de dar una respuesta rápida, eficaz y unitaria superando algunos dogmas históricos (por ejemplo, el endeudamiento común europeo en el caso de la pandemia o el cambio de paradigma histórico en el caso de Alemania con el envío de armamento), poniendo de manifiesto que somos capaces de tomar decisiones históricas cuando trabajamos juntos.
Irónicamente, Putin ha hecho más por sumar a nuestro tradicional soft power comercial, humanitario y diplomático, un hard power con medidas coercitivas y disuasorias en el ámbito económico y militar, que cualquier esfuerzo previo en décadas. La UE ha tomado finalmente conciencia de la necesidad de desplegar un papel proactivo en la defensa de nuestras democracias liberales y ha dado el pistoletazo de salida a la construcción de una Europa geopolítica, tal y como señaló el Ato Representante de la UE, Josep Borrell, en el debate de la Eurocámara celebrado esta semana, con las contundentes sanciones aprobadas en los últimos días.
Pero Europa, fiel a sus valores de generosidad y solidaridad, debe tener la valentía de aprobar decisiones históricas para colocar en el centro de su acción y de su ayuda a las personas que están sufriendo directa o indirectamente las consecuencias de esta guerra injusta e injustificada. Primero, ayudando con material militar ofensivo y humanitario a los hombres y mujeres ucranios que han decidido luchar heroicamente para defenderse de esta salvaje agresión. España, más allá de las acciones conjuntas bajo el paraguas de la Unión Europea -con la entrega de armamento a través del Fondo Europeo para la Paz- y de la OTAN, ha enviado también material militar ofensivo y defensivo y más de 20 toneladas de ayuda humanitaria. Además, una vez más, la avalancha de solidaridad de las y los españoles en los cuatro rincones del país ha provocado que se estén sumando a esa ayuda decenas de furgonetas y camiones con dirección a Ucrania.
Pero, sobre todo, debemos estar a la altura y garantizar la protección inmediata de todas las personas que huyen de las bombas de Putin. Más de 650.000 personas, en particular mujeres y niños, ya han emprendido el camino del éxodo y en los próximos días, con el recrudecimiento de los ataques rusos, esas cifras se triplicarán previsiblemente.
El Gobierno de España ya ha subrayado su compromiso con la acogida de refugiados y también muchas ciudades y pueblos han ofrecido su hospitalidad. Pero una nueva oleada de personas refugiadas de tal magnitud, necesita de una respuesta conjunta de la UE más solidaria y coordinada de la que tuvimos en el año 2015. Y la activación de la Directiva de 2001 aprobada esta semana de protección temporal que garantizaría el asilo de los refugiados ucranianos sin necesidad de aplicar los procedimientos habituales es un paso urgente y necesario en esta dirección. Esta Directiva -que hasta hora dormía el sueño de los justos ya que no hubo acuerdo para aplicarla ni en la crisis migratoria de 2015, ni tras el regreso de los talibanes al poder en Afganistán- concede protección internacional de un año, prorrogable a dos, un permiso de residencia y de trabajo y acceso a la educación, la asistencia social y la atención médica necesarias.
No obstante, el éxito de la Directiva dependerá de que haya un verdadero mecanismo de reubicación solidario obligatorio entre los Estados miembros y, en particular, con aquellos países de primera línea que hasta ahora han sido insolidarios durante las previas crisis humanitarias como Polonia o Hungría. Asimismo, sería deseable que esta crisis desembocase en una nueva conciencia para aprobar un Nuevo Pacto Migratorio que tenga como eje la solidaridad entre todos los Estados miembros de la Unión y responda a las necesidades de los países de primera entrada.
Por último, no debemos olvidar a los ciudadanos y ciudadanas rusos y bielorrusos que han tenido el coraje de manifestarse en contra de la invasión y que son la voz de la mayoría, y especialmente de los jóvenes que aspiran a librarse del yugo del autoritarismo y a vivir en paz y en democracia. Porque nadie quiere que su proyecto vital se paralice por participar en una guerra y porque se merecen unos dirigentes políticos responsables.